Justo cuando ya se veía la luz al final del túnel, justo cuando 33.154 opositores respiraban aliviados porque se acercaban al punto de no retorno, a ese día que ponía fin a varios meses de incertidumbre y cambios de temario en el cual las oposiciones ya no podrían ser recurridas, el Gobierno les tiende una emboscada y las impugna ante el Tribunal Constitucional. El último día, a última hora. Qué poca clase.
Esta jugarreta solo se entiende desde el punto de vista de alguien que no ha pasado por ese trámite, porque el ascenso político se mide en función de la cantidad de saliva propia que habita en las nalgas ajenas. Si cualquier cargo público tuviera que pasar, previamente, por el filtro de una prueba selectiva tipo oposición que determinase su idoneidad para el puesto, otro gallo nos cantaría.
La Administración, probablemente, sería mucho más reducida, y todos aquellos que falsifican su curriculum para engalanarse con carreras que no han cursado y aquellos otros que no tienen más mérito que el haber escogido "A" en lugar de "B" en unas primarias internas del partido, estarían donde les corresponde: buscándose la vida junto al común de los mortales, con el sudor de su frente.
¿Son capaces ustedes de nombrarme a un solo presidente de nuestra democracia que, durante el ejercicio de su cargo, hablara inglés fluido? ¿O, simplemente, estaban "trabajando en ello"?
Ahí tienen, si no, a Ana Mato, trabándose leyendo, cual escolapio nervioso delante de su clase, en una rueda de prensa en la que anunciaba que poco más que nos va a dejar en calzoncillos, y cumpliendo con la ardua tarea de hacer de Leire Pajín una intelectual a su lado. Es lo que tiene hablar de cosas de las que no se tiene ni idea.
Pero no se engañen, tan culpables son los unos como los otros. Vean si no al consejero andaluz de Educación, ilustre diplomado en Magisterio, compareciendo ante los medios con carita de niño bueno y posicionándose moralmente al lado de los opositores, verdaderos perjudicados en esta guerra de guerrillas entre partidos políticos, cuando sabía, perfectamente, que íbamos a acabar de esta guisa (del mismo modo que el Gobierno conocía desde diciembre que YPF iba a ser nacionalizada).
Pero claro, tengan en cuenta que, para nuestros dirigentes, convertidos en esfinges edípicas, los ciudadanos de a pie pasamos por tres estados: durante la Legislatura somos meras cifras (33.154 opositores, 5.000.000 de parados, 12 mujeres muertas por violencia de género); durante la campaña electoral somos fotografías (hasta se está poniendo de moda sustituir la sonriente imagen del candidato repeinado por instantáneas espontáneas de encuentros y charlas con ciudadanos); y, finalmente, en las elecciones somos votos. Tristes votos de papel que, sobres incluidos, terminan en la basura.
¿Y ahora qué? Ahora nada. Ahora, a lamentarse por el dinero gastado en la academia para preparar las oposiciones. Ahora, a dolerse por la cantidad de horas perdidas sentado delante de los temas. Ahora toca salir a la calle o quedarte en tu casa maldiciendo. Aunque yo, por más que salgo, las calles las veo vacías.
Esta jugarreta solo se entiende desde el punto de vista de alguien que no ha pasado por ese trámite, porque el ascenso político se mide en función de la cantidad de saliva propia que habita en las nalgas ajenas. Si cualquier cargo público tuviera que pasar, previamente, por el filtro de una prueba selectiva tipo oposición que determinase su idoneidad para el puesto, otro gallo nos cantaría.
La Administración, probablemente, sería mucho más reducida, y todos aquellos que falsifican su curriculum para engalanarse con carreras que no han cursado y aquellos otros que no tienen más mérito que el haber escogido "A" en lugar de "B" en unas primarias internas del partido, estarían donde les corresponde: buscándose la vida junto al común de los mortales, con el sudor de su frente.
¿Son capaces ustedes de nombrarme a un solo presidente de nuestra democracia que, durante el ejercicio de su cargo, hablara inglés fluido? ¿O, simplemente, estaban "trabajando en ello"?
Ahí tienen, si no, a Ana Mato, trabándose leyendo, cual escolapio nervioso delante de su clase, en una rueda de prensa en la que anunciaba que poco más que nos va a dejar en calzoncillos, y cumpliendo con la ardua tarea de hacer de Leire Pajín una intelectual a su lado. Es lo que tiene hablar de cosas de las que no se tiene ni idea.
Pero no se engañen, tan culpables son los unos como los otros. Vean si no al consejero andaluz de Educación, ilustre diplomado en Magisterio, compareciendo ante los medios con carita de niño bueno y posicionándose moralmente al lado de los opositores, verdaderos perjudicados en esta guerra de guerrillas entre partidos políticos, cuando sabía, perfectamente, que íbamos a acabar de esta guisa (del mismo modo que el Gobierno conocía desde diciembre que YPF iba a ser nacionalizada).
Pero claro, tengan en cuenta que, para nuestros dirigentes, convertidos en esfinges edípicas, los ciudadanos de a pie pasamos por tres estados: durante la Legislatura somos meras cifras (33.154 opositores, 5.000.000 de parados, 12 mujeres muertas por violencia de género); durante la campaña electoral somos fotografías (hasta se está poniendo de moda sustituir la sonriente imagen del candidato repeinado por instantáneas espontáneas de encuentros y charlas con ciudadanos); y, finalmente, en las elecciones somos votos. Tristes votos de papel que, sobres incluidos, terminan en la basura.
¿Y ahora qué? Ahora nada. Ahora, a lamentarse por el dinero gastado en la academia para preparar las oposiciones. Ahora, a dolerse por la cantidad de horas perdidas sentado delante de los temas. Ahora toca salir a la calle o quedarte en tu casa maldiciendo. Aunque yo, por más que salgo, las calles las veo vacías.
PABLO POÓ