El objetivo final del Estado, es sin duda, su crecimiento constante. Al Estado no le basta con atender las necesidades y servicios básicos, como es de esperar en una sociedad democrática y que presuma de justa y equitativa. No, el Estado ampliará su oferta de servicios –sean éstos útiles o no, sean eficientes o no, sean justos y equitativos o no- de forma constantemente creciente.
Como hemos comentado en semanas anteriores, la última razón para la legitimidad del Estado –y, por tanto, de los destinos y usos que hace de nuestros recursos- es la coacción: usted paga tributos y cotizaciones sociales, simplemente, porque el Estado le obliga a ello.
Para quien pueda pensar que servidor se inventa las cosas, presten atención a lo que sigue. Obsérvese el gráfico siguiente, de evolución del gasto público –en porcentaje del PIB- desde 1958 hasta 2008.
Nótese cómo, solo el período desde 1975 (inicio de la democracia) hasta 1994 (últimos coletazos contables de los eventos del 92) el Gasto Público español prácticamente se duplica.
Medido como porcentaje del PIB, esto significa, entre otras cosas, que la iniciativa privada española perdió peso relativo pasando de ser más de las tres cuartas partes en 1975 a quedarse prácticamente en la mitad en 1994. Tras el cambio de Gobierno en 1996, el peso de lo público de relaja un poco para volver a crecer hasta el final del mandato de José Luis Rodríguez Zapatero.
Está claro que las razones de tal crecimiento no son del todo negativas. La llegada de la democracia conlleva un aumento de las prestaciones de servicios por parte del Estado del Bienestar consagrado en la Constitución Española de 1978. Pero no es oro todo lo que reluce. Veamos el siguiente gráfico, donde se muestra la distribución de estos totales según los componentes principales del gasto:
Para leer el gráfico, fíjense en la altura de cada barra de color. Por partidas, la que menos varía a partir de 1982 es la de prestaciones sociales –curiosa nota para quienes acusan a los gobiernos del Partido Popular de desamparar a los desempleados y personas con pocos recursos-.
La remuneración de asalariados –sueldos y salarios de los empleados públicos- se mantiene más o menos constante, aunque con ligeras variaciones negativas a partir de 2003. La inversión pública también se mantiene en los mismos niveles, mientras que los intereses pagados por la deuda pública disminuyen considerablemente en los años posteriores al Gobierno de Aznar –no debe olvidarse que los intereses se pagan a posteriori, entre 1 y 10 años después de la emisión de la deuda, lo que quiere decir, simplemente, que en 1996 aún se pagaban los gastos generados por 2l,92-. Sin embargo, las compras corrientes no paran de crecer.
Quizás esto es lo más significativo para la tesis que mantengo: el creciente peso del Estado en la Economía no es ineficiente solo porque expulse a la iniciativa privada, sino básicamente porque esa expulsión se traduce en gasto corriente e improductivo, es decir: folios, tóner de impresora, gasolina, luz y agua –por citar algunos elementos-. Es decir, gastos de estructura que no conducen a una mayor actividad económica y, por lo tanto, no conllevan incremento alguno de la riqueza nacional.
En conclusión: habrá quien defienda que es el Estado el que ha de encargarse de todo y, de hecho, debe estar contento porque, según los datos, eso es lo que ha ocurrido desde los inicios de la democracia.
No es relevante quién haya ocupado el Gobierno de la nación o de las Comunidades Autónomas: Hayek tenía razón cuando hablaba de socialistas de todos los partidos. Por lo tanto, acusar al liberalismo de la actual crisis y de lo que nos queda por ver es tan falaz como demagógico.
Y aún más: a pesar de los recortes en el presupuesto, este Gobierno actual no tendrá éxito si no decide, de una vez por todas, recortar la estructura general de la Administración. La tarta es limitada, y lo que no podemos permitirnos es que más de la mitad se la gaste otro (el Estado) decidiendo qué nos conviene y qué no.
Dejo para sus inteligentes comentarios las propuestas acerca de dónde y qué recortar.
Como hemos comentado en semanas anteriores, la última razón para la legitimidad del Estado –y, por tanto, de los destinos y usos que hace de nuestros recursos- es la coacción: usted paga tributos y cotizaciones sociales, simplemente, porque el Estado le obliga a ello.
Para quien pueda pensar que servidor se inventa las cosas, presten atención a lo que sigue. Obsérvese el gráfico siguiente, de evolución del gasto público –en porcentaje del PIB- desde 1958 hasta 2008.
Nótese cómo, solo el período desde 1975 (inicio de la democracia) hasta 1994 (últimos coletazos contables de los eventos del 92) el Gasto Público español prácticamente se duplica.
Medido como porcentaje del PIB, esto significa, entre otras cosas, que la iniciativa privada española perdió peso relativo pasando de ser más de las tres cuartas partes en 1975 a quedarse prácticamente en la mitad en 1994. Tras el cambio de Gobierno en 1996, el peso de lo público de relaja un poco para volver a crecer hasta el final del mandato de José Luis Rodríguez Zapatero.
Está claro que las razones de tal crecimiento no son del todo negativas. La llegada de la democracia conlleva un aumento de las prestaciones de servicios por parte del Estado del Bienestar consagrado en la Constitución Española de 1978. Pero no es oro todo lo que reluce. Veamos el siguiente gráfico, donde se muestra la distribución de estos totales según los componentes principales del gasto:
Para leer el gráfico, fíjense en la altura de cada barra de color. Por partidas, la que menos varía a partir de 1982 es la de prestaciones sociales –curiosa nota para quienes acusan a los gobiernos del Partido Popular de desamparar a los desempleados y personas con pocos recursos-.
La remuneración de asalariados –sueldos y salarios de los empleados públicos- se mantiene más o menos constante, aunque con ligeras variaciones negativas a partir de 2003. La inversión pública también se mantiene en los mismos niveles, mientras que los intereses pagados por la deuda pública disminuyen considerablemente en los años posteriores al Gobierno de Aznar –no debe olvidarse que los intereses se pagan a posteriori, entre 1 y 10 años después de la emisión de la deuda, lo que quiere decir, simplemente, que en 1996 aún se pagaban los gastos generados por 2l,92-. Sin embargo, las compras corrientes no paran de crecer.
Quizás esto es lo más significativo para la tesis que mantengo: el creciente peso del Estado en la Economía no es ineficiente solo porque expulse a la iniciativa privada, sino básicamente porque esa expulsión se traduce en gasto corriente e improductivo, es decir: folios, tóner de impresora, gasolina, luz y agua –por citar algunos elementos-. Es decir, gastos de estructura que no conducen a una mayor actividad económica y, por lo tanto, no conllevan incremento alguno de la riqueza nacional.
En conclusión: habrá quien defienda que es el Estado el que ha de encargarse de todo y, de hecho, debe estar contento porque, según los datos, eso es lo que ha ocurrido desde los inicios de la democracia.
No es relevante quién haya ocupado el Gobierno de la nación o de las Comunidades Autónomas: Hayek tenía razón cuando hablaba de socialistas de todos los partidos. Por lo tanto, acusar al liberalismo de la actual crisis y de lo que nos queda por ver es tan falaz como demagógico.
Y aún más: a pesar de los recortes en el presupuesto, este Gobierno actual no tendrá éxito si no decide, de una vez por todas, recortar la estructura general de la Administración. La tarta es limitada, y lo que no podemos permitirnos es que más de la mitad se la gaste otro (el Estado) decidiendo qué nos conviene y qué no.
Dejo para sus inteligentes comentarios las propuestas acerca de dónde y qué recortar.
MARIO J. HURTADO