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El Estado Formidable (y II)

Tenía la idea de, en esta segunda entrega, argumentar y razonar por qué el liberalismo considera que el Estado es coactivo, violento y coercitivo. Sin embargo, los comentarios a la columna de la semana pasada me obligan a tomar un pequeño cambio de rumbo. Y es que argumentan mis queridos lectores razones variadas para criticar mi postura, lo cual no solo es legítimo sino interesantísimo desde el punto de vista del debate, que es lo que pretende este diario.

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Intentaré ir por partes, pero antes déjenme que les adelante lo que tenía previsto ser la conclusión final de esta serie de artículos: ni yo ni el liberalismo decimos que sobra el Estado, sino que sobra Estado. Mi idea central –y en esto debo reconocer que (¡bingo!) no soy un liberal radical, ni siquiera probablemente al cien por cien- es que el Estado es necesario, pero no es necesario tanto Estado.

Ayer mismo leía en un medio digital la noticia de que el coste de las estructuras básicas del Estado –incluyendo Administración central, autonomías, diputaciones, ayuntamientos, mancomunidades, cabildos, empresas, fundaciones y demás- alcanza ya en España los 200.000 millones de euros. O sea, de cada cuatro euros que se generan de riqueza en España, uno es para pagar sueldos, luz y gasolina públicos.

Que cada cual piense lo que quiera, pero servidor de ustedes cree sinceramente que es una auténtica exageración, mayormente pensando en el escaso efecto positivo que tiene este concepto sobre el crecimiento económico.

Me acusa un lector desconocido y anónimo –una lástima, porque con tanta sabiduría bien podría darse a conocer para mantener interesantes conversaciones- de no tener ni idea de lo que hablo, exhibiendo un razonamiento jurídico sobre la tasa de entrada de carruajes -en eso tengo que reconocer mi lapsus, al llamar "impuesto" a lo que es una tasa, usted me disculpe- que, aunque impecable, olvida el asunto central: claro que, si quiero disponer del beneficio de reservar parte de la acera para meter mi vehículo, tenga que pagar por ello. Nadie discute esto.

Pero ¿y si no quiero? ¿Y si mi vivienda cuenta con esta entrada, pero yo tengo un jardín y un velador que me imposibilitan –por voluntad propia- el uso de esa entrada como garaje? Pues sucede que el Estado –insisto, coactivamente- me obliga a pagar esa tasa y a colgar un horrible letrerito plastificado en mi fachada.

Ocurre exactamente igual con las licencias de obras y con multitud de impuestos, tasas, precios públicos y contribuciones especiales –ya ve el lector que sí que conozco las diferentes formas de tributos-.

Y de cualquier forma, el tener que pagar por casi cualquier cosa que un ciudadano quiera hacer o dejar de hacer, no es nada más que la intromisión, por la sola vía de la legitimidad basada en el poder coercitivo del Estado, en la vida personal de los ciudadanos.

A los lectores preocupados por los servicios públicos básicos, tan solo háganse una pregunta: ¿de verdad creen que el Estado es el único agente que puede proporcionarlos? Y aún más, ¿piensan sinceramente que es el Estado quien los puede ofrecer de manera más eficiente?

El despilfarro de la Administración Pública es tan evidente que ni siquiera lo niegan los partidarios de la estatalización total. Cualquiera de nosotros ha presenciado cómo se gastan medicamentos, material fungible, combustibles o incluso material escolar sin ton ni son.

¿Qué hay de malo en racionalizar esto? ¿Por qué una clase de Primaria no puede tener treinta alumnos en lugar de veinticinco? ¿Por qué no se puede limitar la cantidad de pastillas que debe usted tomar para curar su afección de garganta?

El problema, repito, no es que exista el Estado, sino que el Estado, desde sus orígenes, no ha parado de crecer, ocupando un terreno que corresponde, por derecho propio y por pura eficiencia, a la iniciativa privada. Otro día hablaremos de Keynes, por cierto, gurú del crecimiento del Estado tan malinterpretado como fueron Marx y Engels.

A mi compadre Arquino, decirle tan solo que eso del "libertarismo" tiene su correspondencia en el mundo liberal. Se llama "anarcocapitalismo" y le recomiendo encarecidamente que lo investigue.

No solo leo a Rodríguez Braun, también leí en su tiempo a Marx –cualquier día de estos escribiré una columna desmontando su absurda teoría del valor- y procuro, sobre todo, hablar con mucha gente que me puede aportar otrs puntos de vista. ¿O no?

Por último, un ejemplo de la maldad del Estado, sobre todo cuando está dirigido por incompetentes o populistas –podrían considerarse sinónimos-, está en estos días en el atraco a mano armada perpetrado por la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, contra la empresa Repsol.

Habrá quien se atreva a defender tamaña expoliación, por supuesto. Pero póngase por un momento en la piel de los dueños de la empresa española: han pagado más de 20.000 millones de dólares por una explotación –hace tan solo doce o trece años-, firmando unos compromisos que, de buenas a primeras, no tienen validez.

La señora de Kirchner ha escenificado con esta operación lo que debe hacer un mal gobernante: cargarse la situación económica de un país e intentar arreglarlo robando por las malas a los demás.

MARIO J. HURTADO
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