Como muchos de ustedes saben, servidor reside en un pueblo costero de la Bahía de Cádiz. Por razones obvias, mis desplazamientos por la provincia son frecuentes, incluyendo la capital. He tenido -y tengo-, por tanto, la suerte de conocer muy de cerca el entorno geográfico y humano en el que se gestó ese maravilloso -y tristemente fallido- experimento que fue la Constitución de 1812.
Asomarse a la Bahía desde lo que fuera la Puerta del Mar o desde la Alameda de Apodaca, o incluso tener la suerte -lo de "suerte" depende en gran medida de la prisa que tenga uno por llegar a destino, claro- de ser parado en mitad del Puente Carranza por aquello del cruce de barcos suele ser un espectáculo magnífico que nos ofrece, entre otras cosas, la sensación de comprender la desesperación absoluta de esos artilleros franceses que no eran, ni de lejos, capaces de acertarle ni a la iglesia de San Antonio ni al Oratorio de San Felipe Neri.
Al mismo tiempo, y conociendo el carácter congénito de la mayoría de gaditanos, se encuentra la explicación a las socarronas coplillas que se dedicaran continuamente al ejército invasor, como aquella que cuenta cómo las jóvenes de la ciudad aprovechaban los restos de plomo incandescente y retorcido de los proyectiles para rizarse los cabellos.
La peculiar estructura geográfica de Cádiz en forma de península facilitó, junto con la fortificación de todo el camino hasta San Fernando, que los franceses solo pudieran incordiar a la ciudad desde el cercano muelle del Trocadero, en Puerto Real.
Por su parte, el monopolio ostentado por Cádiz respecto del comercio con América situó a su sociedad y a su gente en el centro del mundo y de las nuevas ideas que recorrían las mentes de los más avanzados de su tiempo.
El resto, una población cabreada con un imperio invasor que jamás sospechó que los "manolos" pudieran derrotarlos una y otra vez; un Rey secuestrado primero por los gabachos y, más tarde, por su propia miopía política; finalmente, un grupo de diputados cuya oratoria compensó con creces su inferioridad numérica.
Ahora todo el mundo quiere apropiarse de La Pepa, de sus avances -extremadamente modernos para los inicios del siglo XIX- y del término "liberal". Me sorprendió ayer un tertuliano radiofónico que reivindicaba el concepto de "liberalismo" para la izquierda. Vivir para ver, oír y -con perdón- descojonarse de la risa.
El liberalismo, que al fin y al cabo consiste nada más que en la defensa a ultranza de la libertad individual, jamás puede pertenecer a un sector ideológico que demoniza la propiedad privada y preconiza el igualitarismo.
Un defensor de la confiscación de la riqueza mediante el método de la imposición tributaria no puede proclamarse liberal. A no ser que desconozca, o bien ignore voluntariamente, los fundamentos económicos del liberalismo.
El caso es que ni las bombas, ni los tangos, ni los tirabuzones de las bellas gaditanas sirvieron al final para nada. Solo dos años después, el infausto Rey Felón anuló la Constitución más moderna de la Europa contemporánea instaurando un Gobierno absolutista y destrozando, una vez más, las esperanzas de un pueblo que le aclamó y lo bautizó como El Deseado. Y aún peor, su dignidad y su ética, haciéndoles pasar del "¡Viva La Pepa!" al "¡Vivan las caenas!".
Y así estamos. Seguimos proclamando a los cuatro vientos nuestro inconformismo con el sistema, con la política y con los bancos, pero callamos cuando nos ofrecen una subvención, una prebenda o un puestecito en el Ayuntamiento. O un par de peonadas del PER. ¡Vivan las caenas!. Al menos, nuestro Rey no es felón, ni está secuestrado, ni Francia nos invade. Aunque, viendo las cosas que hay a nuestro alrededor, la verdad es que eso es lo de menos.
Asomarse a la Bahía desde lo que fuera la Puerta del Mar o desde la Alameda de Apodaca, o incluso tener la suerte -lo de "suerte" depende en gran medida de la prisa que tenga uno por llegar a destino, claro- de ser parado en mitad del Puente Carranza por aquello del cruce de barcos suele ser un espectáculo magnífico que nos ofrece, entre otras cosas, la sensación de comprender la desesperación absoluta de esos artilleros franceses que no eran, ni de lejos, capaces de acertarle ni a la iglesia de San Antonio ni al Oratorio de San Felipe Neri.
Al mismo tiempo, y conociendo el carácter congénito de la mayoría de gaditanos, se encuentra la explicación a las socarronas coplillas que se dedicaran continuamente al ejército invasor, como aquella que cuenta cómo las jóvenes de la ciudad aprovechaban los restos de plomo incandescente y retorcido de los proyectiles para rizarse los cabellos.
La peculiar estructura geográfica de Cádiz en forma de península facilitó, junto con la fortificación de todo el camino hasta San Fernando, que los franceses solo pudieran incordiar a la ciudad desde el cercano muelle del Trocadero, en Puerto Real.
Por su parte, el monopolio ostentado por Cádiz respecto del comercio con América situó a su sociedad y a su gente en el centro del mundo y de las nuevas ideas que recorrían las mentes de los más avanzados de su tiempo.
El resto, una población cabreada con un imperio invasor que jamás sospechó que los "manolos" pudieran derrotarlos una y otra vez; un Rey secuestrado primero por los gabachos y, más tarde, por su propia miopía política; finalmente, un grupo de diputados cuya oratoria compensó con creces su inferioridad numérica.
Ahora todo el mundo quiere apropiarse de La Pepa, de sus avances -extremadamente modernos para los inicios del siglo XIX- y del término "liberal". Me sorprendió ayer un tertuliano radiofónico que reivindicaba el concepto de "liberalismo" para la izquierda. Vivir para ver, oír y -con perdón- descojonarse de la risa.
El liberalismo, que al fin y al cabo consiste nada más que en la defensa a ultranza de la libertad individual, jamás puede pertenecer a un sector ideológico que demoniza la propiedad privada y preconiza el igualitarismo.
Un defensor de la confiscación de la riqueza mediante el método de la imposición tributaria no puede proclamarse liberal. A no ser que desconozca, o bien ignore voluntariamente, los fundamentos económicos del liberalismo.
El caso es que ni las bombas, ni los tangos, ni los tirabuzones de las bellas gaditanas sirvieron al final para nada. Solo dos años después, el infausto Rey Felón anuló la Constitución más moderna de la Europa contemporánea instaurando un Gobierno absolutista y destrozando, una vez más, las esperanzas de un pueblo que le aclamó y lo bautizó como El Deseado. Y aún peor, su dignidad y su ética, haciéndoles pasar del "¡Viva La Pepa!" al "¡Vivan las caenas!".
Y así estamos. Seguimos proclamando a los cuatro vientos nuestro inconformismo con el sistema, con la política y con los bancos, pero callamos cuando nos ofrecen una subvención, una prebenda o un puestecito en el Ayuntamiento. O un par de peonadas del PER. ¡Vivan las caenas!. Al menos, nuestro Rey no es felón, ni está secuestrado, ni Francia nos invade. Aunque, viendo las cosas que hay a nuestro alrededor, la verdad es que eso es lo de menos.
MARIO J. HURTADO