Todos iguales ante la ley. Y también Urdangarin. Pero en todo. Y por ser él y ser su familia la que es, no deja también de tener los mismos derechos que los demás y que es necesario respetar. Ha declarado como imputado, sus respuestas habrán o no satisfecho al juez. Los indicios y las pruebas están en el juzgado y, con ellos, quien entiende y debe hacerlo, el juez instructor, decidirá. Que lo hará, de acuerdo a ley, cuando toque y en la manera que procesalmente estime pertinente.
Pero he de decir, y quizás no sea el único, que llegado a este punto uno empieza a estar un poco harto y hasta agobiado por el morbo desatado hasta extremos delirantes. Es comprensible, desde luego. Es un hecho sin precedentes y, al afectar a la Casa Real, adquiere tintes obvios de un interés excepcional.
Nada que objetar, muy al contrario, a la investigación periodística ni a la aportación de documentos, noticias, ramificaciones y derivados que ayudan a aquilatar el asunto y su dimensión. Pero desde hace ya unas semanas -y en progresión extenuante-, lo que cada vez aflora más es una especie de marabunta y griterío que me ha acabado por llevar a uno de aquellos relatos geniales de Gila. “Le estaban pegando dos una paliza a uno y yo: "¿me meto? ¿No me meto?". Y me metí. Menuda paliza le dimos entre los tres”.
No encuentro, por lo visto, oído y aportado hasta el momento, elemento alguno para tener simpatía alguna por las actividades del Duque de Palma y sus negocios realizados al socaire precisamente de su privilegiada condición. Al revés. Cada día toma cuerpo más preciso su comportamiento, cualquier cosa menos ejemplar, su avidez económica y el daño causado a la Corona, al Rey -su suegro- y al Príncipe -su cuñado-, quizás el más damnificado, dada su condición de heredero, por unas salpicaduras de algo a lo que es radicalmente ajeno.
Sin embargo, lo sucedido en Palma de Mallorca este pasado fin de semana, la ordalía desatada a su paso me ha provocado una sensación intima de rechazo. Los insultos, las pantomimas, los manifestantes apostados para hacer escarnio y burla me han provocado no pena, desde luego, por quien debe responder de sus actos, sino una cierta vergüenza del espectáculo en el que parecemos solazarnos todos.
Un espectáculo que atenta contra toda dignidad a la que todos tenemos derecho más allá de la culpabilidad. El vituperio del reo, la mofa del convicto, la pedrada al condenado me producen una desazonadora repulsa. Sé que son una constante en la historia y que escribir esto va contra ese primario sentir general. Que seguirá alimentándose y siendo alimento hasta que su repetición hasta la saciedad acabe por resultar ya indigesta para las cotas de audiencia.
Pero hoy lo que me sale del cuerpo después del atracón es un “vale ya”. Que lo juzguen quienes lo tienen que juzgar. Que lo condenen si lo tienen que condenar. Pero ya va valiendo, ya está bien de Urdangarin. Vale ya.
Pero he de decir, y quizás no sea el único, que llegado a este punto uno empieza a estar un poco harto y hasta agobiado por el morbo desatado hasta extremos delirantes. Es comprensible, desde luego. Es un hecho sin precedentes y, al afectar a la Casa Real, adquiere tintes obvios de un interés excepcional.
Nada que objetar, muy al contrario, a la investigación periodística ni a la aportación de documentos, noticias, ramificaciones y derivados que ayudan a aquilatar el asunto y su dimensión. Pero desde hace ya unas semanas -y en progresión extenuante-, lo que cada vez aflora más es una especie de marabunta y griterío que me ha acabado por llevar a uno de aquellos relatos geniales de Gila. “Le estaban pegando dos una paliza a uno y yo: "¿me meto? ¿No me meto?". Y me metí. Menuda paliza le dimos entre los tres”.
No encuentro, por lo visto, oído y aportado hasta el momento, elemento alguno para tener simpatía alguna por las actividades del Duque de Palma y sus negocios realizados al socaire precisamente de su privilegiada condición. Al revés. Cada día toma cuerpo más preciso su comportamiento, cualquier cosa menos ejemplar, su avidez económica y el daño causado a la Corona, al Rey -su suegro- y al Príncipe -su cuñado-, quizás el más damnificado, dada su condición de heredero, por unas salpicaduras de algo a lo que es radicalmente ajeno.
Sin embargo, lo sucedido en Palma de Mallorca este pasado fin de semana, la ordalía desatada a su paso me ha provocado una sensación intima de rechazo. Los insultos, las pantomimas, los manifestantes apostados para hacer escarnio y burla me han provocado no pena, desde luego, por quien debe responder de sus actos, sino una cierta vergüenza del espectáculo en el que parecemos solazarnos todos.
Un espectáculo que atenta contra toda dignidad a la que todos tenemos derecho más allá de la culpabilidad. El vituperio del reo, la mofa del convicto, la pedrada al condenado me producen una desazonadora repulsa. Sé que son una constante en la historia y que escribir esto va contra ese primario sentir general. Que seguirá alimentándose y siendo alimento hasta que su repetición hasta la saciedad acabe por resultar ya indigesta para las cotas de audiencia.
Pero hoy lo que me sale del cuerpo después del atracón es un “vale ya”. Que lo juzguen quienes lo tienen que juzgar. Que lo condenen si lo tienen que condenar. Pero ya va valiendo, ya está bien de Urdangarin. Vale ya.
ANTONIO PÉREZ HENARES