La humedad aquí cala los huesos. La noche se esparce entre las luces de la calle y el olor a pólvora. El río ausente deja como un eco extraño. Su lecho hoy está plagado de parques, árboles y algún sábado de mi niñez jugando a la pelota. ¿Qué será de esta ciudad en el futuro? Prendo un cigarro y, jugando por el cielo oscuro, voy encendiendo estrellas con la anaranjada pavesa de un pensamiento.
Falla de Campanar 2008 || © orádea 2012
Es casi media noche y la gente merodea las calles. Son las fiestas patronales y se nota. El olor a aceite de los puestos de buñuelos, caramelos y algodón dulce parece disiparse hasta mañana. Las calles se están barriendo y preparando para el día siguiente.
El aroma a primavera sube desde el mercado de las flores. Hace 26 años elevaron la plaza y construyeron el pequeño mercado en una glorieta subterránea. Las floristas dicen que ahora venden menos. Dentro de unos años la volverán a reformar.
Cuando yo sea joven me lo pasaré en grande escuchando a mi abuela contándome las razones obvias de por qué le pusieron de sobrenombre "La escupidera". Y, por entonces, los puestos de flores rodearán el espacio central de la Plaza del Ayuntamiento cuyo uso será colocar un gran árbol por Navidades y, en Fallas, disparar la Mascletá.
Las líneas del tranvía parecen conducirme a la esquina de la calle San Vicente. Voy caminando lentamente. La verdad, no tengo prisa. Hace apenas una hora, la última comisión recorría la calle buscando a la Virgen para ofrecerle su más sentido ramillete de flores.
Con sus mejores galas, hombres y mujeres llevan sus presentes. Con los años, estas fiestas se convertirán en un gran fenómeno turístico. Vendrá no solo gente de España, sino de cualquier parte del mundo.
Mascletá || © orádea 2012
Sin embargo, casi pudiendo escuchar el eco de los tacones de las falleras paseando, entiendo que, con el tiempo, vendrá tanta gente que unas fiestas que son de todo el mundo pasarán a convertirse en unas fiestas que no pertenecerán a nadie.
La gente vitoreaba hace unas horas a la fallera mayor de la ciudad. De belleza innegable, como siempre debiera ser. Sin embargo, el día que dejaré de creer en estas fiestas será cuando ser fallera mayor de Valencia sea el honor encubierto de tener influencia en un mundo donde la influencia será un honroso poder de podredumbre.
Mi abuela pudo disfrutar de un mundo lógico y cabal. Sin embargo, mi heredad será un mundo que desvirtuará todo con el único estandarte de encontrar otra lógica. El día que comer o beber agua sea un lujo; el día que un profesor no merezca el respeto de los niños; el día que la gente confunda saber leer con merecer respeto; el día que alguien crea que hacer algo mal es más rentable que hacerlo bien... Ese día, todo será descorazonador. Mucho. Cuántas veces escucharé a mi abuela decir con amarga apatía: "las cosas ya no son como antes".
Los bares desperdigados por la Plaza del Mercado parecen no querer cerrar. La gente canta y brinda. Los vecinos aún no han recogido las sillas de los portales y apuran así las horas en el reloj.
Traje de fallera || © orádea 2012
Las falleras vuelven de la ofrenda vestidas y espléndidas. El Mercado Central alberga por igual columnas de hierro en su estructura como hombres ebrios en la escalinata principal. Cantan y vociferan con sus sombras recostadas por los peldaños de la cumbre de la arquitectura modernista industrial valenciana. Firmes estructuras de hierro que cobijarán vida tan cotidiana como traer y vender hortalizas de la huerta.
Cuando mi abuela, con voz amarga, me diga que "ya no queda huerta", lo recordaré. Quizá sea un pensamiento tonto, pero en seguida me daré cuenta de que en el mundo que me tocará vivir, proliferarán eslóganes elogiando cualidades en sitios que carecerán de dichas cualidades. Llegará un día en el que Valencia se sentirá orgullosa de su huerta y ese será el día en que ya no quede.
Hoy todo parece estar cerca. Las ciudades son tan grandes como tan pequeñas. Mi abuela venía los domingos desde las pedanías de la huerta norte para comprar en el mercado con el tranvía 6. Ruzafa-Sagunto. En poco más de una década desaparecerá esa línea para siempre. Los autobuses, transportando el progreso, lo remplazarán para siempre. Después echaremos de menos el tranvía. Ya veréis.
A espaldas de la Lonja se escucha alguna verbena. Se atisba el griterío en el interior del barrio del Carmen. Falleros y viandantes. Pero a la Lonja de la Seda parece no importarle. Quizá esquive los gritos llevándolos a lo largo de sus columnas helicoidales hasta lo más alto de sus bóvedas de crucería.
Ninot de Falla || © orádea 2012
Es curioso cómo la piedra puede sustentar un espacio tan inmenso y diáfano. Quizá el mundanal ruido quede diseminado para siempre en la piedra gótica, entre las gárgolas y los diablos de las fachadas. Hoy mejor que ningún otro día se burlan de cualquier hombre y mujer y sus pecados. Hoy es una noche de pecados.
Mientras voy cruzando la noche y el barrio del Carmen, el calendario marca para siempre, y por 24 horas más, el día de San José. Las calles son estrechas. Los ensanches invaden ya las grandes ciudades y apenas quedan callejuelas para mostrar que un día fueron pequeñas ciudades que, anteriormente, fueron pequeños pueblos.
Poco a poco, los derribos van invadiéndolo todo. Efímeros vestigios quedan de los lienzos de las murallas cristianas. Las dos puertas, las Torres de Serrano y las de Quart. De la muralla musulmana, apenas la torre del Ángel.
Pronto, las casas para vivir se convertirán en espacios de terreno con un valor catastral. La gente con dinero comprará esos terrenos para inventar casas donde quepan más casas. Pronto, la gente verá la prosperidad en las ciudades. Mis padres lo verán también y yo naceré en una ciudad próspera.
Las ciudades se convertirán en lugares donde vivir será más fácil y, con el tiempo, las ciudades se llenarán tanto que vivir será más difícil. Habrá nuevos ricos que darán paso a nuevos y más pobres. Aquellos cultivarán sus frutos sobre la pobreza de estos.
Ninot de Falla || © orádea 2012
Con el tiempo tendremos más vecinos pero no conoceremos a ninguno. Pronto caminaremos entre más gente por la calle y no saludaremos a nadie. Pronto estaremos más solos. Bueno, lo malo es que ese pronto ya ha llegado. ¿Cómo puede un corazón dejar de ser latido, moverse a otro lado y que unos pocos hagan callar el eco del torrente de su sangre?
El corazón de la ciudad un día fue este barrio del Carmen. En mi época será un barrio maltrecho y descuidado con contrastadas diferencias. A igual número se conjugarán pobres y ricos, artistas y gente sin futuro.
De igual manera, y puesto que las ciudades son el reflejo de sus gentes, habrá casas que se caerán y casas que se remocen. Habrá gente que querrá futuro y gente que quiera guardar un pasado. Y de igual manera que una ciudad es lo que son sus gentes, estos hacen con sus allegados lo que con sus lugares.
Somos un círculo vicioso. Pero muy viciado. Yo seré partícipe de una ciudad disoluta, en una época, y posteriormente de una ciudad con ansias de arte. Durante años recorreré la calle Quart y la calle Caballeros con distintas edades. Unas veces con ganas de autodesctrucción. Otras, con ganas de crear.
Ofrenda de flores || © orádea 2012
Nada hay que tenga que estar siempre al igual que no hay nada nuevo que no deba tener la oportunidad de llegar. Sin embargo, el día que al fin veré cómo en busca de la modernidad, de la fama y del dinero para unos pocos se haga venir un evento deportivo como la Fórmula 1 a mi ciudad, y creedme que llegará, mientras el barrio antiguo se cae a pedazos como un leproso pierde su piel, dejaré de creer que lo que es, es lo que tiene que ser.
Ese día, probablemente, deje de creer en mi ciudad. Recuerdo cómo una mujer por estas calles increpaba al Gobierno que, en un presente, nos dará adelantos a costa de endeudar nuestro futuro. Recuerdo que pensé que no es que sean más, sino que nos hacen creer que importamos menos.
Las calles me llevan al corazón del barrio. Este año es el primero que la comisión de Na Jordana obtiene el máximo galardón de la sección especial para su monumento. Es ahí donde me dirijo. La noche, la algarabía y el viejo barrio me conducen allí.
Ofrenda de flores || © orádea 2012
La calle Alta es el último tramo. Esta falla perdurará durante años en sección especial y este mismo recorrido lo haré decenas de veces. De igual manera lo han hecho mis abuelos y lo harán mis padres. La multitud que camina parece delinear como la mano de un arquitecto, los mapas de las calles.
Finalmente, tras el quiebro al final de la calle, la plaza de Na Jordana presenta su monumento. Un tumulto de monigotes emerge a golpes de un pequeño zócalo de madera y cartón de planta cuadrada. Sobre su tejado, una docena de ninots aguanta en volandas un escudo que preside un simio gigantesco con gorra, alzacuellos y gorra que se mira en un espejo.
La alegría de la gente del barrio es notable. Los estandartes muestran los reconocimientos al monumento y al esfuerzo de todo un año de trabajo. Las falleras aún bailan y la noche parece joven.
Unos mozos preparan las tracas para mañana en el tendido que zigzaguea de balcón a balcón. Las casas se visten con guirnaldas, pañoletas y banderolas. Aún tienen años de ver cada nuevo monumento, pero para dentro de 26 años, uno después que yo nazca, se lo llevarán a un nuevo emplazamiento pues este se quedará pequeño.
Ofrenda de flores || © orádea 2012
Yo, como una vieja tradición, prosigo hacia donde en un futuro lo pondrán. Siempre he visto esa falla ahí, así pues, poco sentido tendría que ahora no fuera. Entre uno y otro emplazamiento, apenas dista 120 metros y un cuarto de siglo.
Mis pasos me sacan del barrio y me acercan al río Turia. Cruzo un pequeño jardín que me lleva hasta el poyo que finge encauzar el río. Los pasos en fiestas siempre son cansados, así que me siento a observar el Turia con las leves luces de la ciudad. El caudal es generoso y ruge con fuerza.
Todo en esta vida acaba convirtiéndose en un pulso. A veces, el mero pulso para sobrevivir. La naturaleza nos lo echa. De hecho, a finales del año que viene, una bajada de aguas desbordará el Turia y parte de Valencia quedará anegada.
Castillo de fuegos artificiales || © orádea 2012
Mi abuela me contará cómo se resguardó aquél 14 de octubre y quedó a salvo. Otros no podrán. Guardará periódicos porque, por desgracia, será un día nefasto para la ciudad. De vez en cuando, revisando papeles encuentro aquella portada en un papel de más de 50 años: una calle inundada con el techo de dos coches emergidos y las letras de Levante en amarillo. Mi abuelo, como mucha gente, echará alguna fotografía. Mi abuela me contaba que esa cámara la compró con el dinero que ahorró por dejar de fumar durante un año.
El cigarro terminaba de consumirse en mis dedos, cuando el infernal ruido de una moto me llevaba de nuevo a lo mundano. La orilla del río me devolverá hasta mi casa. Hoy su lecho es un parque con jardines, columpios y lugares donde jugar a la pelota o ir en bicicleta.
Tras aquella riada de 1957 desviaron su cauce. El cigarro se terminó de consumir. Un reloj digital sobre un puestecito de buñuelos me abofetea con el presente: 00:24 del 19 de marzo del año 2012. Todo en mi cabeza se disipa. Me pongo los cascos y echo a andar con algún verso caminando en los labios: que no interrumpa lo cotidiano mis pensamientos...
Es casi media noche y la gente merodea las calles. Son las fiestas patronales y se nota. El olor a aceite de los puestos de buñuelos, caramelos y algodón dulce parece disiparse hasta mañana. Las calles se están barriendo y preparando para el día siguiente.
El aroma a primavera sube desde el mercado de las flores. Hace 26 años elevaron la plaza y construyeron el pequeño mercado en una glorieta subterránea. Las floristas dicen que ahora venden menos. Dentro de unos años la volverán a reformar.
Cuando yo sea joven me lo pasaré en grande escuchando a mi abuela contándome las razones obvias de por qué le pusieron de sobrenombre "La escupidera". Y, por entonces, los puestos de flores rodearán el espacio central de la Plaza del Ayuntamiento cuyo uso será colocar un gran árbol por Navidades y, en Fallas, disparar la Mascletá.
Las líneas del tranvía parecen conducirme a la esquina de la calle San Vicente. Voy caminando lentamente. La verdad, no tengo prisa. Hace apenas una hora, la última comisión recorría la calle buscando a la Virgen para ofrecerle su más sentido ramillete de flores.
Con sus mejores galas, hombres y mujeres llevan sus presentes. Con los años, estas fiestas se convertirán en un gran fenómeno turístico. Vendrá no solo gente de España, sino de cualquier parte del mundo.
Sin embargo, casi pudiendo escuchar el eco de los tacones de las falleras paseando, entiendo que, con el tiempo, vendrá tanta gente que unas fiestas que son de todo el mundo pasarán a convertirse en unas fiestas que no pertenecerán a nadie.
La gente vitoreaba hace unas horas a la fallera mayor de la ciudad. De belleza innegable, como siempre debiera ser. Sin embargo, el día que dejaré de creer en estas fiestas será cuando ser fallera mayor de Valencia sea el honor encubierto de tener influencia en un mundo donde la influencia será un honroso poder de podredumbre.
Mi abuela pudo disfrutar de un mundo lógico y cabal. Sin embargo, mi heredad será un mundo que desvirtuará todo con el único estandarte de encontrar otra lógica. El día que comer o beber agua sea un lujo; el día que un profesor no merezca el respeto de los niños; el día que la gente confunda saber leer con merecer respeto; el día que alguien crea que hacer algo mal es más rentable que hacerlo bien... Ese día, todo será descorazonador. Mucho. Cuántas veces escucharé a mi abuela decir con amarga apatía: "las cosas ya no son como antes".
Los bares desperdigados por la Plaza del Mercado parecen no querer cerrar. La gente canta y brinda. Los vecinos aún no han recogido las sillas de los portales y apuran así las horas en el reloj.
Las falleras vuelven de la ofrenda vestidas y espléndidas. El Mercado Central alberga por igual columnas de hierro en su estructura como hombres ebrios en la escalinata principal. Cantan y vociferan con sus sombras recostadas por los peldaños de la cumbre de la arquitectura modernista industrial valenciana. Firmes estructuras de hierro que cobijarán vida tan cotidiana como traer y vender hortalizas de la huerta.
Cuando mi abuela, con voz amarga, me diga que "ya no queda huerta", lo recordaré. Quizá sea un pensamiento tonto, pero en seguida me daré cuenta de que en el mundo que me tocará vivir, proliferarán eslóganes elogiando cualidades en sitios que carecerán de dichas cualidades. Llegará un día en el que Valencia se sentirá orgullosa de su huerta y ese será el día en que ya no quede.
Hoy todo parece estar cerca. Las ciudades son tan grandes como tan pequeñas. Mi abuela venía los domingos desde las pedanías de la huerta norte para comprar en el mercado con el tranvía 6. Ruzafa-Sagunto. En poco más de una década desaparecerá esa línea para siempre. Los autobuses, transportando el progreso, lo remplazarán para siempre. Después echaremos de menos el tranvía. Ya veréis.
A espaldas de la Lonja se escucha alguna verbena. Se atisba el griterío en el interior del barrio del Carmen. Falleros y viandantes. Pero a la Lonja de la Seda parece no importarle. Quizá esquive los gritos llevándolos a lo largo de sus columnas helicoidales hasta lo más alto de sus bóvedas de crucería.
Es curioso cómo la piedra puede sustentar un espacio tan inmenso y diáfano. Quizá el mundanal ruido quede diseminado para siempre en la piedra gótica, entre las gárgolas y los diablos de las fachadas. Hoy mejor que ningún otro día se burlan de cualquier hombre y mujer y sus pecados. Hoy es una noche de pecados.
Mientras voy cruzando la noche y el barrio del Carmen, el calendario marca para siempre, y por 24 horas más, el día de San José. Las calles son estrechas. Los ensanches invaden ya las grandes ciudades y apenas quedan callejuelas para mostrar que un día fueron pequeñas ciudades que, anteriormente, fueron pequeños pueblos.
Poco a poco, los derribos van invadiéndolo todo. Efímeros vestigios quedan de los lienzos de las murallas cristianas. Las dos puertas, las Torres de Serrano y las de Quart. De la muralla musulmana, apenas la torre del Ángel.
Pronto, las casas para vivir se convertirán en espacios de terreno con un valor catastral. La gente con dinero comprará esos terrenos para inventar casas donde quepan más casas. Pronto, la gente verá la prosperidad en las ciudades. Mis padres lo verán también y yo naceré en una ciudad próspera.
Las ciudades se convertirán en lugares donde vivir será más fácil y, con el tiempo, las ciudades se llenarán tanto que vivir será más difícil. Habrá nuevos ricos que darán paso a nuevos y más pobres. Aquellos cultivarán sus frutos sobre la pobreza de estos.
Con el tiempo tendremos más vecinos pero no conoceremos a ninguno. Pronto caminaremos entre más gente por la calle y no saludaremos a nadie. Pronto estaremos más solos. Bueno, lo malo es que ese pronto ya ha llegado. ¿Cómo puede un corazón dejar de ser latido, moverse a otro lado y que unos pocos hagan callar el eco del torrente de su sangre?
El corazón de la ciudad un día fue este barrio del Carmen. En mi época será un barrio maltrecho y descuidado con contrastadas diferencias. A igual número se conjugarán pobres y ricos, artistas y gente sin futuro.
De igual manera, y puesto que las ciudades son el reflejo de sus gentes, habrá casas que se caerán y casas que se remocen. Habrá gente que querrá futuro y gente que quiera guardar un pasado. Y de igual manera que una ciudad es lo que son sus gentes, estos hacen con sus allegados lo que con sus lugares.
Somos un círculo vicioso. Pero muy viciado. Yo seré partícipe de una ciudad disoluta, en una época, y posteriormente de una ciudad con ansias de arte. Durante años recorreré la calle Quart y la calle Caballeros con distintas edades. Unas veces con ganas de autodesctrucción. Otras, con ganas de crear.
Nada hay que tenga que estar siempre al igual que no hay nada nuevo que no deba tener la oportunidad de llegar. Sin embargo, el día que al fin veré cómo en busca de la modernidad, de la fama y del dinero para unos pocos se haga venir un evento deportivo como la Fórmula 1 a mi ciudad, y creedme que llegará, mientras el barrio antiguo se cae a pedazos como un leproso pierde su piel, dejaré de creer que lo que es, es lo que tiene que ser.
Ese día, probablemente, deje de creer en mi ciudad. Recuerdo cómo una mujer por estas calles increpaba al Gobierno que, en un presente, nos dará adelantos a costa de endeudar nuestro futuro. Recuerdo que pensé que no es que sean más, sino que nos hacen creer que importamos menos.
Las calles me llevan al corazón del barrio. Este año es el primero que la comisión de Na Jordana obtiene el máximo galardón de la sección especial para su monumento. Es ahí donde me dirijo. La noche, la algarabía y el viejo barrio me conducen allí.
La calle Alta es el último tramo. Esta falla perdurará durante años en sección especial y este mismo recorrido lo haré decenas de veces. De igual manera lo han hecho mis abuelos y lo harán mis padres. La multitud que camina parece delinear como la mano de un arquitecto, los mapas de las calles.
Finalmente, tras el quiebro al final de la calle, la plaza de Na Jordana presenta su monumento. Un tumulto de monigotes emerge a golpes de un pequeño zócalo de madera y cartón de planta cuadrada. Sobre su tejado, una docena de ninots aguanta en volandas un escudo que preside un simio gigantesco con gorra, alzacuellos y gorra que se mira en un espejo.
La alegría de la gente del barrio es notable. Los estandartes muestran los reconocimientos al monumento y al esfuerzo de todo un año de trabajo. Las falleras aún bailan y la noche parece joven.
Unos mozos preparan las tracas para mañana en el tendido que zigzaguea de balcón a balcón. Las casas se visten con guirnaldas, pañoletas y banderolas. Aún tienen años de ver cada nuevo monumento, pero para dentro de 26 años, uno después que yo nazca, se lo llevarán a un nuevo emplazamiento pues este se quedará pequeño.
Yo, como una vieja tradición, prosigo hacia donde en un futuro lo pondrán. Siempre he visto esa falla ahí, así pues, poco sentido tendría que ahora no fuera. Entre uno y otro emplazamiento, apenas dista 120 metros y un cuarto de siglo.
Mis pasos me sacan del barrio y me acercan al río Turia. Cruzo un pequeño jardín que me lleva hasta el poyo que finge encauzar el río. Los pasos en fiestas siempre son cansados, así que me siento a observar el Turia con las leves luces de la ciudad. El caudal es generoso y ruge con fuerza.
Todo en esta vida acaba convirtiéndose en un pulso. A veces, el mero pulso para sobrevivir. La naturaleza nos lo echa. De hecho, a finales del año que viene, una bajada de aguas desbordará el Turia y parte de Valencia quedará anegada.
Mi abuela me contará cómo se resguardó aquél 14 de octubre y quedó a salvo. Otros no podrán. Guardará periódicos porque, por desgracia, será un día nefasto para la ciudad. De vez en cuando, revisando papeles encuentro aquella portada en un papel de más de 50 años: una calle inundada con el techo de dos coches emergidos y las letras de Levante en amarillo. Mi abuelo, como mucha gente, echará alguna fotografía. Mi abuela me contaba que esa cámara la compró con el dinero que ahorró por dejar de fumar durante un año.
El cigarro terminaba de consumirse en mis dedos, cuando el infernal ruido de una moto me llevaba de nuevo a lo mundano. La orilla del río me devolverá hasta mi casa. Hoy su lecho es un parque con jardines, columpios y lugares donde jugar a la pelota o ir en bicicleta.
Tras aquella riada de 1957 desviaron su cauce. El cigarro se terminó de consumir. Un reloj digital sobre un puestecito de buñuelos me abofetea con el presente: 00:24 del 19 de marzo del año 2012. Todo en mi cabeza se disipa. Me pongo los cascos y echo a andar con algún verso caminando en los labios: que no interrumpa lo cotidiano mis pensamientos...
DAVID CANTILLO