Si miramos hacia atrás, al mundo en general y a España en particular, sonaría a título de Julio Verne, si éste hubiera sido sociólogo, el tema que voy a abordar hoy. ¿Hijos que maltratan? Se supone que a los padres. ¡Cómo está el tema! ¿No será una patraña?
El maltrato me pone de punta los pocos pelos que sustenta mi cabeza. ¡Maltrato…! En este mundo nuestro y en este momento que nos toca vivir parece que es una constante ya admitida, que existe una desgarrada mortificación: del “macho” hacia la compañera o compañero; del sistema a los subordinados ciudadanos; de los políticos ninguneando a los sufridos votantes; etcétera, etcétera, etcétera.
Puedo reconocer -y desgraciadamente admitir- que la realidad es cruda y cruel, que existe un humillación carcelaria, un nefasto desprecio a la vida como consecuencia de guerras, guerrillas, narcos y escaramuzas miles que se dan en el mundo. En definitiva, puedo admitir que estamos rodeados de múltiples formas de violencia. Homo homini lupus est!
Pero se me hace muy cuesta arriba aceptar que exista una declarada intimidación de hijos contra padres. La figura del hijo maltratador de sus progenitores me rechina en lo más hondo de las entretelas. No aguanto el maltrato, menos aún el de los hijos hacia sus progenitores. Alguien podrá aducir que también existe a la inversa. Eso no me consuela y, por supuesto, lo denuncio.
Vamos a darnos una vuelta por el tema. Empecemos por afirmar categóricamente que la vida cotidiana no se caracteriza por el maltrato a hijos o a progenitores. ¡Por fortuna! Que en la mayoría de las familias, en general, no se da una situación mantenida de violencia. Pero ello no es óbice para mirar hacia otro sitio. Esta modalidad de violencia existe y, mal que nos pese, va en aumento.
La agresión o violencia hacia los padres u otros familiares por parte de niños o jóvenes es más común de lo que la mayoría de la gente piensa. ¿Por qué no se dice nada de ella? No se habla a menudo del tema, porque los padres podemos sentir un fuerte pudor, una cierta vergüenza para admitir lo que está ocurriendo.
Como ejemplo de ese tipo de violencia está el uso de un lenguaje abusivo y ofensivo, así como empujar, patear, lanzar cosas o amenazar con objetos. Incluso, agredir físicamente.
Estos días ha saltado a la palestra la denuncia de una chica de Baeza contra sus padres por un presunto delito de detención ilegal. Los padres han alegado que “solo pretenden educar a su hija”. La denuncia motivó el arresto del padre, la imputación de los dos progenitores y el ingreso de la niña en un centro de acogida. Problema: "no me dejas salir de noche, te denuncio".
Esto era impensable en nuestro país hace treinta años. Entre los especialistas se dice que muchos padres hace tiempo que perdieron “el libro de instrucciones” para educar a los hijos. Es posible que ello sea una consecuencia de este “mundo feliz” en el que nos hemos querido encerrar.
La mayoría de adolescentes que manifiestan comportamientos agresivos no sufren ningún tipo de trastorno mental. ¿Problema pasajero o crónico? Si este tipo de conducta aparece un buen día, por lo general dicen los especialistas que es algo adaptativo y puntual que suele remitir un tiempo después. ¿Quién no ha hecho alguna “barrabasada” durante su adolescencia? ¿Quién no se ha rebotado contra el padre o contra la madre en un momento específico?
En la etapa adolescente es normal y hasta habitual que aparezca cierta gradación de conflictividad en las relaciones paterno-filiales. Es un período crucial en su evolución con bruscos cambios a nivel mental y físico. Es un momento difícil en la formación de su personalidad. Sin embargo, si este tipo de comportamiento agresivo acompaña al sujeto desde su más tierna infancia... ¡Tenemos un problema, Houston!
La violencia se aprende, no se hereda. La violencia está en la televisión, en el cine, en la calle en el colegio y, a veces, con más frecuencia de la que quisiéramos, en la propia familia.
Los jóvenes violentos con sus padres suelen mostrarse rebeldes en casa, con una actitud egoísta, con la autoestima por los suelos y poca tolerancia a la frustración. Y aquí le duele. Hemos intentado darles “todo” a nuestros hijos por aquello de que tengan lo que muchos de nosotros no pudimos tener. Cuando ha tenido que aparecer la negación como respuesta, estos se han sentido frustrados.
¿No será más bien que el cóctel que hemos agitado durante los últimos 40 años mezclando permisividad, consumismo, hedonismo y relativismo, termina siendo explosivo? Ni bien estaba el rigor de antaño y mal esta la laxitud de hoy.
El planteamiento de lo “políticamente correcto” también ha entrado en el mundo de la educación. Hemos pasado de poder propinar un cachete en el culo a la santificación del niño, hasta el punto de estar mal visto por la sociedad y ser denunciable cualquier tipo de castigo físico ejercido sobre el niño. Lo hemos situado en una burbuja, intocable. Y ellos han aprendido: "¡cuidado con lo que me haces que te denuncio!".
Por añadidura, si antes la educación era un compromiso tácito de toda la comunidad y cualquiera se permitía reprender o corregir a los menores, ahora nadie se atreve a llamar la atención a un niño por la calle aunque lo vea haciendo algo malo o peligroso. La educación ha pasado a considerarse responsabilidad exclusiva de padres y maestros y ambos tienen las manos atadas.
Según datos oficiales de la Fiscalía General del Estado, “en apenas cuatro años, los casos de menores denunciados por maltratar a sus padres se han duplicado, de los 2.683 procedimientos abiertos en 2007 se ha pasado a 4.995 en 2010”.
Javier Urra, director del Programa Recurra dice que “los afectados suelen ser padres demócratas e indulgentes, permisivos. No quieren imponer normas, ni mantenerse firmes en los castigos y buscan a una tercera persona para sancionar". El conflicto está servido.
Estos jóvenes son producto de una educación permisiva por la que creen que tienen derecho a todo y deber de nada. Como consecuencia de esta actitud aparecen unos hijos consentidos que no toleran que se les pongan límites. Y es en estas circunstancias donde aflora el llamado Síndrome del Emperador. Ante este cuadro de ¡ancha es Castilla!, la violencia brota rápidamente.
La situación no es nada halagüeña y hay que preguntarse qué induce a un hijo a maltratar a un padre o a una madre. ¿La violencia sociopolítica, las malas amistades, las drogas, los patrones aprendidos en casa o simplemente la frustración? La temática es bastante compleja y difícil de resolver.
Enlaces de interés
El maltrato me pone de punta los pocos pelos que sustenta mi cabeza. ¡Maltrato…! En este mundo nuestro y en este momento que nos toca vivir parece que es una constante ya admitida, que existe una desgarrada mortificación: del “macho” hacia la compañera o compañero; del sistema a los subordinados ciudadanos; de los políticos ninguneando a los sufridos votantes; etcétera, etcétera, etcétera.
Puedo reconocer -y desgraciadamente admitir- que la realidad es cruda y cruel, que existe un humillación carcelaria, un nefasto desprecio a la vida como consecuencia de guerras, guerrillas, narcos y escaramuzas miles que se dan en el mundo. En definitiva, puedo admitir que estamos rodeados de múltiples formas de violencia. Homo homini lupus est!
Pero se me hace muy cuesta arriba aceptar que exista una declarada intimidación de hijos contra padres. La figura del hijo maltratador de sus progenitores me rechina en lo más hondo de las entretelas. No aguanto el maltrato, menos aún el de los hijos hacia sus progenitores. Alguien podrá aducir que también existe a la inversa. Eso no me consuela y, por supuesto, lo denuncio.
Vamos a darnos una vuelta por el tema. Empecemos por afirmar categóricamente que la vida cotidiana no se caracteriza por el maltrato a hijos o a progenitores. ¡Por fortuna! Que en la mayoría de las familias, en general, no se da una situación mantenida de violencia. Pero ello no es óbice para mirar hacia otro sitio. Esta modalidad de violencia existe y, mal que nos pese, va en aumento.
La agresión o violencia hacia los padres u otros familiares por parte de niños o jóvenes es más común de lo que la mayoría de la gente piensa. ¿Por qué no se dice nada de ella? No se habla a menudo del tema, porque los padres podemos sentir un fuerte pudor, una cierta vergüenza para admitir lo que está ocurriendo.
Como ejemplo de ese tipo de violencia está el uso de un lenguaje abusivo y ofensivo, así como empujar, patear, lanzar cosas o amenazar con objetos. Incluso, agredir físicamente.
Estos días ha saltado a la palestra la denuncia de una chica de Baeza contra sus padres por un presunto delito de detención ilegal. Los padres han alegado que “solo pretenden educar a su hija”. La denuncia motivó el arresto del padre, la imputación de los dos progenitores y el ingreso de la niña en un centro de acogida. Problema: "no me dejas salir de noche, te denuncio".
Esto era impensable en nuestro país hace treinta años. Entre los especialistas se dice que muchos padres hace tiempo que perdieron “el libro de instrucciones” para educar a los hijos. Es posible que ello sea una consecuencia de este “mundo feliz” en el que nos hemos querido encerrar.
La mayoría de adolescentes que manifiestan comportamientos agresivos no sufren ningún tipo de trastorno mental. ¿Problema pasajero o crónico? Si este tipo de conducta aparece un buen día, por lo general dicen los especialistas que es algo adaptativo y puntual que suele remitir un tiempo después. ¿Quién no ha hecho alguna “barrabasada” durante su adolescencia? ¿Quién no se ha rebotado contra el padre o contra la madre en un momento específico?
En la etapa adolescente es normal y hasta habitual que aparezca cierta gradación de conflictividad en las relaciones paterno-filiales. Es un período crucial en su evolución con bruscos cambios a nivel mental y físico. Es un momento difícil en la formación de su personalidad. Sin embargo, si este tipo de comportamiento agresivo acompaña al sujeto desde su más tierna infancia... ¡Tenemos un problema, Houston!
La violencia se aprende, no se hereda. La violencia está en la televisión, en el cine, en la calle en el colegio y, a veces, con más frecuencia de la que quisiéramos, en la propia familia.
Los jóvenes violentos con sus padres suelen mostrarse rebeldes en casa, con una actitud egoísta, con la autoestima por los suelos y poca tolerancia a la frustración. Y aquí le duele. Hemos intentado darles “todo” a nuestros hijos por aquello de que tengan lo que muchos de nosotros no pudimos tener. Cuando ha tenido que aparecer la negación como respuesta, estos se han sentido frustrados.
¿No será más bien que el cóctel que hemos agitado durante los últimos 40 años mezclando permisividad, consumismo, hedonismo y relativismo, termina siendo explosivo? Ni bien estaba el rigor de antaño y mal esta la laxitud de hoy.
El planteamiento de lo “políticamente correcto” también ha entrado en el mundo de la educación. Hemos pasado de poder propinar un cachete en el culo a la santificación del niño, hasta el punto de estar mal visto por la sociedad y ser denunciable cualquier tipo de castigo físico ejercido sobre el niño. Lo hemos situado en una burbuja, intocable. Y ellos han aprendido: "¡cuidado con lo que me haces que te denuncio!".
Por añadidura, si antes la educación era un compromiso tácito de toda la comunidad y cualquiera se permitía reprender o corregir a los menores, ahora nadie se atreve a llamar la atención a un niño por la calle aunque lo vea haciendo algo malo o peligroso. La educación ha pasado a considerarse responsabilidad exclusiva de padres y maestros y ambos tienen las manos atadas.
Según datos oficiales de la Fiscalía General del Estado, “en apenas cuatro años, los casos de menores denunciados por maltratar a sus padres se han duplicado, de los 2.683 procedimientos abiertos en 2007 se ha pasado a 4.995 en 2010”.
Javier Urra, director del Programa Recurra dice que “los afectados suelen ser padres demócratas e indulgentes, permisivos. No quieren imponer normas, ni mantenerse firmes en los castigos y buscan a una tercera persona para sancionar". El conflicto está servido.
Estos jóvenes son producto de una educación permisiva por la que creen que tienen derecho a todo y deber de nada. Como consecuencia de esta actitud aparecen unos hijos consentidos que no toleran que se les pongan límites. Y es en estas circunstancias donde aflora el llamado Síndrome del Emperador. Ante este cuadro de ¡ancha es Castilla!, la violencia brota rápidamente.
La situación no es nada halagüeña y hay que preguntarse qué induce a un hijo a maltratar a un padre o a una madre. ¿La violencia sociopolítica, las malas amistades, las drogas, los patrones aprendidos en casa o simplemente la frustración? La temática es bastante compleja y difícil de resolver.
Enlaces de interés
- Síndrome del Emperador: cuando los hijos maltratan a los padres
- El número de niños tiranos aumenta en los hogares españoles
- Grupo de autoayuda para padres y madres
- Memoria de la Fiscalía sobre el derecho de corrección de los padres
- El síndrome del Emperador, cuando los hijos maltratan a sus padres
PEPE CANTILLO