Cuando nuestro héroe debe una disculpa, jamás encuentra las palabras precisas. Quien diga lo contrario, miente. La culpa extiende sus tentáculos a lo largo de nuestros frágiles cuerpos, ahorcando todo aquello que suponga un obstáculo en su macabro objetivo.
Él, como yo, hubiese firmado, si hubiera sido posible, tener valor. Pero no tocó semejante virtud. Siempre todo lo contrario: sobran las malditas explicaciones. Ojalá tuviera en su poder una máquina del tiempo, y fuera posible volver atrás, sólo unos minutos, unas míseras horas.
Ya sólo queda mirar hacia adelante. Creo que puede hacerlo: basta con levantar la vista del asfalto unos centímetros. Allí está, el horizonte. Y todavía hay ciudadanos empeñados en usar palabras mucho más grandes que su persona.
Dicen estar solos. En su vida se tomaron la molestia de buscar su significado. Nuestro amigo cree que es una enfermedad para la que nunca hallarán cura. Hay algo que falla en su interior, como si estuvieran más cómodos disfrutando de sus pequeñas “desgracias” antes que salir con una gran sonrisa por aquello que tienen a su alrededor.
Temen al tiempo, como todos. Con barba habitada por inagotables canas, hace sonar su imparable arma de agujas y minuteros. Poderoso, cauto, corre y no para. También tienen el miedo más absurdo de todos. Temen tener miedo. Su fría manta de emociones, controladora inhumana, gritos, oscuridad, hielo de rotas ilusiones. Animal deforme con colmillos sangrientos. Gruñido nocturno, noche eterna... ¡corre!
No quieren ver en los espejos que los pulmones siguen respirando, el corazón latiendo. Él, como último sabio, no ignora la verdad. Es un eterno estado de guerra civil. Su pueblo era el dulce sonar del río, toda la vida por delante. Llegaron los necios uniformados, cobardes, le robaron la infancia descubriéndole el olor a pólvora. No vió nunca el mar, pero sí cómo moría la tierra.
Fue poco tiempo niño y demasiado soldado, manos llenas de fusil. En la trinchera acurrucado recuerda besos, aunque el aire no tiene su perfume. La boca le sabe a sangre. Por fin vuelve al pueblo y nada es lo de antes. Las casas son grises como su uniforme. El tiempo ganó, jaque mate.
Miró confundido, no hay nubes. Sólo humo negro de los malditos cañones. Unas lágrimas se escapan de su mejilla, quiere estar lejos, comenzar y olvidar las muertes, los gritos, el hambre. Pero ellos no pararán en su largo camino a reflexionar un momento sobre su posición en el tablero, ese mismo del que ignoran formar parte.
Caerán en la cuenta que siempre hay una ventana abierta. Eso es lo que siempre le molestó: tardan mucho en llegar a ese punto. Sigue su camino a ninguna parte mientras de fondo una trompeta canalla roza la perfección de la Soledad Blues.
Él, como yo, hubiese firmado, si hubiera sido posible, tener valor. Pero no tocó semejante virtud. Siempre todo lo contrario: sobran las malditas explicaciones. Ojalá tuviera en su poder una máquina del tiempo, y fuera posible volver atrás, sólo unos minutos, unas míseras horas.
Ya sólo queda mirar hacia adelante. Creo que puede hacerlo: basta con levantar la vista del asfalto unos centímetros. Allí está, el horizonte. Y todavía hay ciudadanos empeñados en usar palabras mucho más grandes que su persona.
Dicen estar solos. En su vida se tomaron la molestia de buscar su significado. Nuestro amigo cree que es una enfermedad para la que nunca hallarán cura. Hay algo que falla en su interior, como si estuvieran más cómodos disfrutando de sus pequeñas “desgracias” antes que salir con una gran sonrisa por aquello que tienen a su alrededor.
Temen al tiempo, como todos. Con barba habitada por inagotables canas, hace sonar su imparable arma de agujas y minuteros. Poderoso, cauto, corre y no para. También tienen el miedo más absurdo de todos. Temen tener miedo. Su fría manta de emociones, controladora inhumana, gritos, oscuridad, hielo de rotas ilusiones. Animal deforme con colmillos sangrientos. Gruñido nocturno, noche eterna... ¡corre!
No quieren ver en los espejos que los pulmones siguen respirando, el corazón latiendo. Él, como último sabio, no ignora la verdad. Es un eterno estado de guerra civil. Su pueblo era el dulce sonar del río, toda la vida por delante. Llegaron los necios uniformados, cobardes, le robaron la infancia descubriéndole el olor a pólvora. No vió nunca el mar, pero sí cómo moría la tierra.
Fue poco tiempo niño y demasiado soldado, manos llenas de fusil. En la trinchera acurrucado recuerda besos, aunque el aire no tiene su perfume. La boca le sabe a sangre. Por fin vuelve al pueblo y nada es lo de antes. Las casas son grises como su uniforme. El tiempo ganó, jaque mate.
Miró confundido, no hay nubes. Sólo humo negro de los malditos cañones. Unas lágrimas se escapan de su mejilla, quiere estar lejos, comenzar y olvidar las muertes, los gritos, el hambre. Pero ellos no pararán en su largo camino a reflexionar un momento sobre su posición en el tablero, ese mismo del que ignoran formar parte.
Caerán en la cuenta que siempre hay una ventana abierta. Eso es lo que siempre le molestó: tardan mucho en llegar a ese punto. Sigue su camino a ninguna parte mientras de fondo una trompeta canalla roza la perfección de la Soledad Blues.
CARLOS SERRANO MARTÍN