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Los rostros de la locura: Vincent van Gogh (y 2)

¿Estuvo la vida de Vincent van Gogh marcada por el sentimiento de culpa? ¿Creía que el hombre era el responsable, en última instancia, de todos los males que le acaecen a la humanidad? ¿Era ello la razón que le llevaba a pintarse continuamente, a dejar plasmado su rostro en los lienzos, como si temiera no llegar a reconocerse con el paso del tiempo? Estos interrogantes están estrechamente relacionados con su biografía, una corta historia que alcanzó los 37 años de existencia, pero que dio lugar a que dejara una extensa producción pictórica.

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Sé que entrar en los sentimientos íntimos, que son en última instancia el motor de muchas de las conductas de la persona, es un riesgo, especialmente cuando se hace a posteriori, es decir, cuando el personaje en cuestión ya no vive.

Pero hay hechos de la vida de Van Gogh que solamente pueden entenderse a partir de una educación religiosa muy estricta, que, posiblemente, le hacía sentirse responsable incluso de la pobreza de las clases más marginadas socialmente que llegó a conocer.

Desde el punto de vista pictórico, diré que Van Gogh es el paradigma de artista independiente, apasionado, que hace de la pintura el centro de su existencia, es decir, aquello que le da sentido a su vida.

Hay que apuntar que en el siglo XIX, en el que vive, ya no existen los pintores al servicio de los reyes, los nobles o el alto clero que como mecenas sostenían a sus artistas favoritos. La industrialización capitalista había creado una nueva clase poderosa, la burguesía, que sería el motor de la economía, por lo que las nuevas relaciones de trabajo y producción traen también nuevos cambios en el arte y en el modo de encargo y venta de las obras pictóricas.

Ya no podrían existir un Velázquez, un Murillo, un Greco o un Goya, por poner un ejemplo de artistas españoles muy conocidos, puesto que el pintor ahora debe penetrar en el mercado a través de las galerías de arte y los marchantes. Surge todo un entramado comercial que encauza la venta de los lienzos como verdaderas mercancías que entran en el voluble juego de la compra-venta.

Desde este punto de vista de la nueva autonomía del artista, podemos interpretar la libertad con la que Van Gogh se autorretrataba de manera reiterada, especialmente, en los últimos años de su vida.

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Y como ejemplo de esa independencia de criterio, muestro dos de sus retratos correspondientes al año 1887: el primero de ellos (izquierda) lo realiza en la primavera y el segundo (derecha) en el verano, dos años antes de suicidarse. Hay en ellos una clara contraposición cromática: en uno parece que el rojo y el verde tienen vida propia; mientras que en el otro, los tonos amarillos y dorados nos recuerdan los días estivales en que fue pintado.

Por otro lado, y como indiqué en el anterior artículo, su vida amorosa parecía que era un continuo fracaso, puesto que tras el rechazo de Úrsula Loyer, al poco tiempo uno nuevo vuelve a sumarse al anterior: esta vez vendrá de su prima Kate, que desatiende de manera ostensible a sus requerimientos.

Más tarde, en 1882, instalado en La Haya, conoce a Clasina María Hoornik, llamada Sien, una prostituta alcoholizada, que se encontraba embarazada, y que le sirve de modelo, ya que, por entonces, estos los encuentra en los barrios más pobres y marginales de la ciudad.

A pesar de la lamentable situación de su pareja, desea casarse con ella. Será su hermano Theo el que, tras visitarle en 1883, le insta a que corte con esa relación ya que considera que esa mujer hace aumentar la locura de su hermano, al tiempo que le pide que abandone La Haya.

De esta relación hereda dos problemas: por un lado, Sien Hoornik le contagió la sífilis (otros autores apuntan que fue la gonorrea) y, por otro, había empezado a beber en grandes cantidades, a pesar de que todavía no había descubierto la absenta, bebida a la que posteriormente se haría tan aficionado.

Vincent se acercaba a los 30 años, pero el carácter inestable y los rasgos patológicos ya asomaban a su rostro, aunque todo esto solamente fuera conocido por su hermano Theo.

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Si nos detenemos a observar dos de los retratos que se hizo en el año 1888, quizás encontremos esos rasgos enfermizos en la mirada huidiza y recelosa que nos muestra, como recriminando a quien pudiera contemplarle el que buscara indagar qué se oculta en el fondo de su mente. Son retratos un tanto contrapuestos, ya que por el verano de ese año se había rapado la cabeza (izquierda), aunque a los pocos meses comenzó de nuevo a crecerle el pelo, como se aprecia en el segundo (derecha).

Tras su ruptura con Sien Hoornik vuelve a la casa paterna, ya que sus padres ahora viven en Neunen, pequeño pueblo holandés. En esta ocasión, se suavizan las relaciones tirantes que había mantenido con su progenitor. Por entonces, está plenamente decidido a convertirse en un pintor rural, una vez que ha dejado atrás sus deseos de seguir los pasos de su padre y hacerse pastor protestante.

El pequeño pueblo agrícola de Neunen le ofrece grandes motivos pictóricos. Así, pinta a los campesinos, los tejedores, los molinos, los riachuelos, los huertos y los campos que rodean al pueblo. Por aquellas fechas, el padre de Vincent muere, cuando él cuenta con 32 años y se encuentra trabajando en una de sus obras más conocidas de su primera época: Los comedores de patatas.

A pesar de los choques que habían mantenido, Vincent se siente muy afectado por el fallecimiento de su padre, por lo que decide dejar el mundo rural y trasladarse a París, centro mundial de la pintura, y lugar en el que vive su hermano Theo, que, como apuntamos, era marchante de arte.

Allí, en la gran ciudad, entra en contacto con los más relevantes pintores impresionistas y hace amistad con dos de ellos: Henry Toulouse-Lautrec y Paul Gaugin. Esta será una etapa de gran creatividad, ya que pinta alrededor de 200 lienzos y 23 autorretratos. Siguiendo las pautas de los impresionistas, ante todo, busca obsesivamente captar la luz para dejarla plasmada en sus cuadros.

Pero su salud física y mental se va deteriorando debido a los excesos parisinos. Un tanto asustado por ello, su hermano Theo le aconseja que viaje y se instale en el sur de Francia. Vincent le obedece, y en febrero de 1888, con 35 años, llega a Arles, un pequeño pueblecito del mediodía francés.

El lugar le gusta. No obstante, se encuentra muy solo, por lo que invita a Paul Gauguin a compartir el estudio y las cuatro habitaciones que había alquilado de la denominada Casa Amarilla.

Su soledad termina con la llegada de su amigo. Sin embargo, y debido a las diferencias de carácter, los enfrentamientos entre ellos son frecuentes desde el primer momento. A los dos meses de estar juntos, el 23 de diciembre, llega la ruptura final entre ambos, produciéndose la famosa pelea en la que Vincent, en uno de sus arrebatos de locura, se corta el lóbulo de una oreja.

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A esas fechas corresponde el lienzo que pinta fumando en pipa y con parte del rostro vendado (izquierda). El fondo, de un rojo intenso, nos remite inevitablemente a la sangre que podía haber derramado en ese acceso de locura. En contraposición, una vez recuperado de este trance, se nos muestra con el deseo de volver a los pinceles como su tabla de salvación: se retrata con la paleta y con un fondo de color violeta intenso (derecha).

Como era de esperar, y asustado por el derrotero de su amigo, Paul Gauguin regresa a París, al tiempo Vincent ingresa en el psiquiátrico de Arles.

Su vida parece rodar cada vez con más fuerza por un precipicio hacia la locura, aunque mantiene momentos de enorme lucidez, tal como lo demuestran las cartas que nunca deja de enviar a su hermano Theo.

Este, que sigue financiando su existencia, le comunica su intención de casarse. Vincent se inquieta porque es consciente de que Theo va a formar una nueva familia y piensa que es difícil que le pueda seguir manteniendo, y, lo que es peor, siente que el cariño que le profesa tendrá que dividirse entre su mujer y él. Esto le desestabiliza aún más.

El declive del pintor se acelera. Pide voluntariamente ser internado en el asilo de Saint Paul de Mausole en Saint Rémy. Aquí pinta todo lo que ve desde su ventana. En estos días, padece su primer ataque epiléptico grave, una enfermedad hereditaria que se ceba en su cuerpo y su mente. Y, en enero de 1890, último año de su existencia, sufre un ataque que le dura una semana.

A finales de abril de ese año, siente la necesidad de abandonar el asilo, y, a pesar de que los ataques son casi seguidos, él nunca deja de trabajar.

En mayo, viaja a París a conocer a su pequeño sobrino. En casa de su hermano recibe una tremenda decepción cuando ve almacenados los cuadros que había ido enviando a Theo. Se da cuenta de que nunca ha vendido ninguna obra, que todas las que había remitido a su hermano se encuentran intactas.

Regresa, de nuevo, al sur de Francia. Finalmente, el 27 de julio de 1890, sale a pasear con la intención de acabar con su vida. En medio de los campos que habían sido su gran devoción, apunta con la pistola hacia el pecho y dispara. Se cierra, de este modo, la vida atormentada de Vincent.

Una vida en la que insólitamente se conjugan las paradojas existenciales: fracaso humano, sentimientos de culpa, soledad total y desconocimiento absoluto de su obra en vida por el gran público; asombro, admiración y aclamación unánime tras su muerte.

En ningún momento pudo intuir Vincent que sería un día reconocido como una de las cumbres de la pintura mundial y que acabaría siendo uno de los grandes símbolos de su país de origen: Holanda.

Posdata: He comenzado, amigos lectores, hablando del, a mi modo de ver, sentimiento de culpa que arrastraba Vincent van Gogh desde su infancia. La afirmación que hago proviene de un conocimiento bastante amplio de su biografía, contada por muchos autores, y de la lectura de las cartas a su hermano Theo. De todos modos, si tienes interés en este tema te aconsejaría un magnífico libro: La culpa, de Carlos Castilla del Pino. Ayuda mucho a entender una parte importante de la psique humana.

AURELIANO SÁINZ
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