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Carmen Lirola | Julián y los espejos

Julián, mi hermano, antes de colgarse de la vida a mitad de camino, siempre pensó que la existencia se reducía a dos clases de dormitorio. “Tenemos demasiadas leyes, muchas normas absurdas y un exceso desmedido de gilipolleces”, solía decir. “Pero después de tanta pauta depurada, por extraño que parezca, todos, ricos y pobres, guapos o feos, lidiamos con la misma mierda de todos los días”.


Decía Julián, todavía lúcido, y que durante cuarenta años empapeló su cuarto con cristales azogados, espejos que agrandaban los espacios y reflejaban sin tardanza las locuras de la realidad: "Me encanta lo que veo y adoro lo que hago. Amo el presente tanto como amo los espejos", escribía una noche, tirado en la cama, multiplicado infinitas veces entre las paredes vidriosas.

Era un hombre feliz porque era meramente temporal. Disfrutaba de sus hijos, de una esposa aparentemente fiel, de un chalet con jardín y de un perro que farfullaba ladridos cada dos por tres. Julián amaba los espejos porque la gente lo amaba a él.

Pero las cosas tienden a quebrarse y mi hermano no escapó de una crisis matrimonial ni de una vejez que arañaba su cara con arrugas incipientes. Las deudas lo arrasaban, los bichos se turnaban a la hora de la merienda para asaltar sus plantas del patio y él, en medio de su desierto personal, prefirió descolgar sus queridos espejos.

Julián desnudó a la habitación y esta, pudorosa, le enseñó un cuerpo desvirgado y ennegrecido, que no tardó en recubrir con fotografías de un joven esplendoroso, con instantáneas y clichés, con títulos honoríficos, diplomas y cuadros. Fue entonces cuando mi hermano se unió a la transición del dormitorio del recuerdo.

Se quedó con las épocas de bonanza, con las primeras citas de amor, con los besos guardados y en los días que todo marchó hacia adelante, en la misma dirección. Las paredes eran un compendio de imágenes ancladas en el pasado. Mientras el resto de la familia zozobraba en medio de la tempestad, mi hermano Julián varaba en la costa.

Pasaba noches en vela, recordando su antigua sobriedad, los viajes románticos al lago o aquellas escapadas a las playas de Huelva. Esta vez, Julián amaba las fotos porque los recuerdos lo amaban a él. Tanto quiso recordar que regresó a sus primeros pasos. Comía entre las sábanas de seda, defecaba sobre el calzón y jugaba a esconderse de las sombras que ondulaban en la alfombra.

Apenas salió de la habitación en varias décadas, tan solo emprendió alguna odisea para cazar las hormigas que desfilaban en tropel por debajo de la puerta. Se empeñó en darle la vuelta al reloj y a desandar el camino, buscando lo que ayer había se perdió. Cuanto más regresaba, más se alejaba.

Mi hermano se encerró en sí mismo, en un tiempo anterior, olvidó al mundo y el mundo lo olvidó.

CARMEN LIROLA
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