En febrero de 2009, Penélope Cruz se convirtió en la primera actriz española galardonada con un Óscar. Lo recibió por su papel de María Elena en la película Vicky Cristina Barcelona, de Woody Allen. Cuando algo así tan extraordinario sucede, se abre la incertidumbre del capítulo de dedicatorias. Fernando Trueba se lo brindó a Billy Wilder, el único dios en el que cree.
Pedro Almodóvar, de recia tradición manchega, hizo universal su devocionario de advocaciones marianas. Tratándose de España, la relación podía ser interminable, por lo que a punto se estuvo de llamar a la fuerza pública para sacarlo del escenario. El olimpo de la farándula norteamericana, que sólo cree en sí mismo, se quedó perplejo por la cantidad innumerable de vírgenes ibéricas. ¡Ignorantes!
Penélope Cruz, que no es virgen, aunque lo parece por su celestial belleza, se acordó esa noche de su pueblo, Alcobendas, una ciudad-dormitorio en el extrarradio de Madrid. Un satélite urbano finalmente engullido por la capital en su insaciable crecimiento.
¿Y qué es lo que en ese momento, en medio de la atención mundial, empuja a una celebridad a mencionar su lugar de nacimiento como algo decisivo en su vida? ¿De qué forma contribuyó su cuna a su fama instantánea? ¿En qué sentido determinó su éxito internacional como actriz?
Muy sencillo. Ella se encargó de explicarlo. De pequeña, allí en su casa, veía la ceremonia del esplendor de Hollywood, mucho antes de que por su cabeza pasara la idea de dedicarse al cine. Esa era la razón, aparte, claro está, del cariño que siempre se le dispensa a lo que antes se llamaba "patria chica".
Este tipo de mensajes ante un auditorio expectante y propenso a las emociones siempre resultan agradables y enternecedores. El alcalde, complacido con su ilustre paisana por poner el municipio en el corazón del planeta, la recompensó de inmediato con una calle. Y raro es que no le erigieran una estatua, que es algo que siempre se erige, o bautizaran la Casa de la Cultura con su nombre, con el de la actriz, quiero decir.
Igual de encantados estaban en la fábrica de sueños. Coronando a Penélope se renovaba el viejo ritual. La industria del espectáculo, donde todo es posible, elevaba al reconocimiento global a una humilde chica de pueblo. Una fábula ideal. Un guión perfecto.
Es parte de un ceremonial, en el que lo artístico y lo publicitario se confunden. Se premian por supuesto los méritos profesionales, pero no se descuida el valor de la imagen, el atractivo visual de una galería de figuras enormemente atractivas e influyentes para el público.
Hay, además, un insoslayable factor económico: las películas distinguidas ven reforzada su carrera comercial, redoblándose sus recaudaciones con el empuje de las estatuillas, mucho más notable si éstas, por su número, constituyen colección. Es la clave, una más, de lo que se conoce como industria del entretenimiento. Empresa y espectáculo van de la mano.
A su imagen y semejanza son los Goya, que como cada año se entregan por estas fechas. Esa noche, aunque inapreciable para el espectador, habrá un componente montillano en el desfile de candidatos. Dicho así puede parecer puro chovinismo, una muestra de ridículo afán de protagonismo provinciano, pero puedo explicarlo.
No es cabeza de cartel, tampoco aparece como nominado en alguna categoría de las llamadas técnicas, ni en rigor está en condiciones de poder esperar alguna gloria personal. Todo eso es cierto. Ahora bien, puesto que el cine es un ejercicio colectivo, una parte del premio le correspondería a él.
Hablo de Carlos Herrera Lucena. Tiene 25 años y es el montador del largometraje 30 años de oscuridad. Esta película, producida por la empresa andaluza La Claqueta, compite en el apartado de mejor filme de animación. Cuenta la historia real de Manuel Cortés, el último alcalde republicano de Mijas, que permaneció oculto en un agujero de su casa hasta 1969 por temor a las represalias por su ideología.
Carlos le quita importancia a su labor. Sensato y prudente, dice que sólo está empezando en el oficio, que sencillamente se ha limitado a cumplir su función dentro de un trabajo de grupo y que, en todo caso, el mérito principal es del director de la obra, Manuel H. Martín. Es de encomiar la modestia y la sencillez de nuestro joven paisano, que también ha hecho ya algunos encargos en publicidad y videos corporativos, pero él representa a una nueva generación que empieza a despuntar. Vaya eso por delante.
De su edad, poco más o menos, es Pablo Raya, cuyo rostro empieza a ser popular por sus intervenciones en teleseries de Disney Channel y su participación en el musical Mamma Mia, con el que ha recorrido teatros de toda el país. En cine se le ha visto en Clara no es un nombre de mujer y en Mi moto y yo, junto a Jorge Sanz.
Algo mayores que él son Rafael Sánchez Mesa y Paco Luque Cuello. El primero, después de estar enrolado en la compañía artística del parque de atracciones Port Aventura, comienza a abrirse paso en el teatro y en la televisión, con su presencia en Amar en tiempos revueltos.
El segundo, mucho más cuajado en la profesión, es habitual en exitosas series de la pequeña pantalla, como Yo soy Bea, Gran Reserva y Hospital Central, además de haber hecho algunas películas y bastante teatro.
Juan Carlos Rubio añade prestigio a esta relación. Actor y dramaturgo, es quien más lejos ha llegado, gracias a una trayectoria cuajada de honores y agasajos. Con Bon appétit consiguió la Biznaga de plata al mejor guión en el Festival de Cine Español de Málaga.
Otra de sus películas, Retorno a Hansala, de la directora granadina Chus Gutierrez, lo puso a las puertas del Goya. Ambos, que han colaborado en otros títulos, llegaron juntos a la gala del cine español.
Camino, de Javier Fesser, la gran triunfadora de aquella edición de 2009, les privó de obtener el trofeo al mejor guión original. Esa noche, lo recuerdo bien, al pasar junto a la tribuna de prensa en el tradicional paseo de invitados, Juan Carlos Rubio me comentó algo sobre Montilla, de la que nunca se ha desligado (aquí tiene su oficina y la razón social de su empresa) aunque su familia se trasladó a Madrid muy pronto.
Con todos juntos se podría hacer una excelente película. Y en su reparto, sin duda, también tendría cabida Francisco Fernández Córdoba “Paquitín”. Al director le vendría de perlas su larga experiencia como actor de reparto y figurante en un montón de superproducciones de Samuel Bronston en las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo. “Paquitín”, siempre apuesto y elegante, rodó casi una veintena de películas, entre ellas Los Clarines del Miedo y Orgullo y pasión, al lado de Cary Grant, Sophia Loren y Frank Sinatra.
Tampoco se quedaría atrás Alfonso García Martín. Para muchos de sus vecinos es un desconocido porque, en los últimos años, su memoria se ha diluido en la bruma del olvido, como tantos otros hechos, pero es oportuno decir que es el decano de la escena local.
Entre 1949 y 1964 hizo una veintena de películas, entre ellas Nobleza Baturra, como se reseña en el libro El cine en Córdoba durante el franquismo, escrito por Rafael Jurado Arroyo y editado por la Filmoteca de Andalucía en 2002.
Alfonso García Martín se mudó a la capital de la provincia siendo un niño, a los 10 años, lo que explica el apelativo artístico que adoptó: Alfonso de Córdoba. Con ese nombre logró cierta fortuna en los teatros de Madrid después de haber figurado en el cuadro de actores de Radio Córdoba. Se especializó en papeles de galán, lo que se veía venir desde su infancia. Sus compañeros del Colegio Salesiano lo recuerdan “alto, moreno y bien parecido”.
Puestos a fantasear, con las licencias que otorga la imaginación y sorteando las fronteras de la muerte, ahora yo me atrevo a reunirlos a todos en unos cuantos folios. Forman un elenco extraordinario. Dignos de figurar en el inmortal listado de los triunfadores de los premios Goya.
Y si eso llegara a ocurrir, no sería raro que el ganador se lo dedicara a Montilla. Y no sería un cuento. Penélope Cruz lo hizo con su pueblo, y no la tomaron como una farsante sino como las palabras de una diosa. Lo que es.
Pedro Almodóvar, de recia tradición manchega, hizo universal su devocionario de advocaciones marianas. Tratándose de España, la relación podía ser interminable, por lo que a punto se estuvo de llamar a la fuerza pública para sacarlo del escenario. El olimpo de la farándula norteamericana, que sólo cree en sí mismo, se quedó perplejo por la cantidad innumerable de vírgenes ibéricas. ¡Ignorantes!
Penélope Cruz, que no es virgen, aunque lo parece por su celestial belleza, se acordó esa noche de su pueblo, Alcobendas, una ciudad-dormitorio en el extrarradio de Madrid. Un satélite urbano finalmente engullido por la capital en su insaciable crecimiento.
¿Y qué es lo que en ese momento, en medio de la atención mundial, empuja a una celebridad a mencionar su lugar de nacimiento como algo decisivo en su vida? ¿De qué forma contribuyó su cuna a su fama instantánea? ¿En qué sentido determinó su éxito internacional como actriz?
Muy sencillo. Ella se encargó de explicarlo. De pequeña, allí en su casa, veía la ceremonia del esplendor de Hollywood, mucho antes de que por su cabeza pasara la idea de dedicarse al cine. Esa era la razón, aparte, claro está, del cariño que siempre se le dispensa a lo que antes se llamaba "patria chica".
Este tipo de mensajes ante un auditorio expectante y propenso a las emociones siempre resultan agradables y enternecedores. El alcalde, complacido con su ilustre paisana por poner el municipio en el corazón del planeta, la recompensó de inmediato con una calle. Y raro es que no le erigieran una estatua, que es algo que siempre se erige, o bautizaran la Casa de la Cultura con su nombre, con el de la actriz, quiero decir.
Igual de encantados estaban en la fábrica de sueños. Coronando a Penélope se renovaba el viejo ritual. La industria del espectáculo, donde todo es posible, elevaba al reconocimiento global a una humilde chica de pueblo. Una fábula ideal. Un guión perfecto.
Es parte de un ceremonial, en el que lo artístico y lo publicitario se confunden. Se premian por supuesto los méritos profesionales, pero no se descuida el valor de la imagen, el atractivo visual de una galería de figuras enormemente atractivas e influyentes para el público.
Hay, además, un insoslayable factor económico: las películas distinguidas ven reforzada su carrera comercial, redoblándose sus recaudaciones con el empuje de las estatuillas, mucho más notable si éstas, por su número, constituyen colección. Es la clave, una más, de lo que se conoce como industria del entretenimiento. Empresa y espectáculo van de la mano.
A su imagen y semejanza son los Goya, que como cada año se entregan por estas fechas. Esa noche, aunque inapreciable para el espectador, habrá un componente montillano en el desfile de candidatos. Dicho así puede parecer puro chovinismo, una muestra de ridículo afán de protagonismo provinciano, pero puedo explicarlo.
No es cabeza de cartel, tampoco aparece como nominado en alguna categoría de las llamadas técnicas, ni en rigor está en condiciones de poder esperar alguna gloria personal. Todo eso es cierto. Ahora bien, puesto que el cine es un ejercicio colectivo, una parte del premio le correspondería a él.
Hablo de Carlos Herrera Lucena. Tiene 25 años y es el montador del largometraje 30 años de oscuridad. Esta película, producida por la empresa andaluza La Claqueta, compite en el apartado de mejor filme de animación. Cuenta la historia real de Manuel Cortés, el último alcalde republicano de Mijas, que permaneció oculto en un agujero de su casa hasta 1969 por temor a las represalias por su ideología.
Carlos le quita importancia a su labor. Sensato y prudente, dice que sólo está empezando en el oficio, que sencillamente se ha limitado a cumplir su función dentro de un trabajo de grupo y que, en todo caso, el mérito principal es del director de la obra, Manuel H. Martín. Es de encomiar la modestia y la sencillez de nuestro joven paisano, que también ha hecho ya algunos encargos en publicidad y videos corporativos, pero él representa a una nueva generación que empieza a despuntar. Vaya eso por delante.
De su edad, poco más o menos, es Pablo Raya, cuyo rostro empieza a ser popular por sus intervenciones en teleseries de Disney Channel y su participación en el musical Mamma Mia, con el que ha recorrido teatros de toda el país. En cine se le ha visto en Clara no es un nombre de mujer y en Mi moto y yo, junto a Jorge Sanz.
Algo mayores que él son Rafael Sánchez Mesa y Paco Luque Cuello. El primero, después de estar enrolado en la compañía artística del parque de atracciones Port Aventura, comienza a abrirse paso en el teatro y en la televisión, con su presencia en Amar en tiempos revueltos.
El segundo, mucho más cuajado en la profesión, es habitual en exitosas series de la pequeña pantalla, como Yo soy Bea, Gran Reserva y Hospital Central, además de haber hecho algunas películas y bastante teatro.
Juan Carlos Rubio añade prestigio a esta relación. Actor y dramaturgo, es quien más lejos ha llegado, gracias a una trayectoria cuajada de honores y agasajos. Con Bon appétit consiguió la Biznaga de plata al mejor guión en el Festival de Cine Español de Málaga.
Otra de sus películas, Retorno a Hansala, de la directora granadina Chus Gutierrez, lo puso a las puertas del Goya. Ambos, que han colaborado en otros títulos, llegaron juntos a la gala del cine español.
Camino, de Javier Fesser, la gran triunfadora de aquella edición de 2009, les privó de obtener el trofeo al mejor guión original. Esa noche, lo recuerdo bien, al pasar junto a la tribuna de prensa en el tradicional paseo de invitados, Juan Carlos Rubio me comentó algo sobre Montilla, de la que nunca se ha desligado (aquí tiene su oficina y la razón social de su empresa) aunque su familia se trasladó a Madrid muy pronto.
Con todos juntos se podría hacer una excelente película. Y en su reparto, sin duda, también tendría cabida Francisco Fernández Córdoba “Paquitín”. Al director le vendría de perlas su larga experiencia como actor de reparto y figurante en un montón de superproducciones de Samuel Bronston en las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo. “Paquitín”, siempre apuesto y elegante, rodó casi una veintena de películas, entre ellas Los Clarines del Miedo y Orgullo y pasión, al lado de Cary Grant, Sophia Loren y Frank Sinatra.
Tampoco se quedaría atrás Alfonso García Martín. Para muchos de sus vecinos es un desconocido porque, en los últimos años, su memoria se ha diluido en la bruma del olvido, como tantos otros hechos, pero es oportuno decir que es el decano de la escena local.
Entre 1949 y 1964 hizo una veintena de películas, entre ellas Nobleza Baturra, como se reseña en el libro El cine en Córdoba durante el franquismo, escrito por Rafael Jurado Arroyo y editado por la Filmoteca de Andalucía en 2002.
Alfonso García Martín se mudó a la capital de la provincia siendo un niño, a los 10 años, lo que explica el apelativo artístico que adoptó: Alfonso de Córdoba. Con ese nombre logró cierta fortuna en los teatros de Madrid después de haber figurado en el cuadro de actores de Radio Córdoba. Se especializó en papeles de galán, lo que se veía venir desde su infancia. Sus compañeros del Colegio Salesiano lo recuerdan “alto, moreno y bien parecido”.
Puestos a fantasear, con las licencias que otorga la imaginación y sorteando las fronteras de la muerte, ahora yo me atrevo a reunirlos a todos en unos cuantos folios. Forman un elenco extraordinario. Dignos de figurar en el inmortal listado de los triunfadores de los premios Goya.
Y si eso llegara a ocurrir, no sería raro que el ganador se lo dedicara a Montilla. Y no sería un cuento. Penélope Cruz lo hizo con su pueblo, y no la tomaron como una farsante sino como las palabras de una diosa. Lo que es.
MANUEL BELLIDO MORA