Un tobogán de barro saldó mi deuda con el peligro. En el ardid de una escapatoria, huí del poblado caníbal. Las trochas guarnecidas de hojas de cocotero me alejaban y ocultaban entre la densa humedad de la isla. Al fin descubrí la cueva que perforaba aquella historia y desvelaba el bajel oculto en la cueva. La luz del sol ondulaba en la sal del agua. El barco se balanceaba sigilosamente en la guarida pirata.
Serie 'La poesía escondida' || © orádea 2012
Creo que aquel fue mi primer viaje. Aquella fue una tenue fantasía sacada de alguna película de espadachines y la legendaria Isla del Mono. En una suerte de mezcolanza, mi literatura párvula se desperezaba en una mente adolescente. Cuando me quise dar cuenta, por mi libro de literatura, años más tarde, paseaban poetas conjugando versos con la maestría de quien está en un libro de literatura.
Nunca entendí qué pasaba por aquí arriba. No sé ni por qué ni por qué no. Con el tiempo, echando la mirada atrás, observo cosas que me hacen entender que soy lo que soy porque he sido lo que he sido. Solo eso. Aunque no es poco.
Sentado en un pupitre, con todos los caminos ante mí, recuerdo a aquella profesora que me abrió la puerta y me dijo corre: ¡corre! Yo la miré. Entendí que aquella mujer, sabia en literatura y que premiaba con halagos los incipientes trazos de mi bolígrafo, no debía estar equivocada. Apenas me despedí de ella y empecé a correr como un loco sin saber adonde iba. Tampoco el porqué.
Quizá fuera aquel barco pirata, un simple barquito de papel o el cascarón de una nuez. Pero un día naufragó. La tormenta vino como vienen todas las cosas de esta vida: sin tiempo a virar ni a entender el porqué. El barquito volteó algún sueño y la infancia. Y a mí también.
Serie 'La poesía escondida' || © orádea 2012
De golpe tuve que ser mayor. Caí al fondo de una piscina sin agua. Aún me quedan marcas de aquellas baldosas clavadas en el corazón. Heridas que fraguaron lo que supongo, hoy soy al escribir. Y allí, tratando de hacer pie en una piscina vacía, encontré un folio en blanco como mi único tablón al que asirme.
Él permanecía a flote y yo me aferraba con fuerza. Pero como buena tabla en mitad de cualquier océano, te mantiene fuera del agua la cabeza y los brazos. El resto del cuerpo, las fuerzas y el cansancio permanecen sumergidas. Ahí entendí que escribir no tenía por qué salvarme la vida. Solo hacerme flotar.
Nunca aprendí bien a viajar por un libro. Mis padres emprendían vuelos cada noche. Mi hermana se fugaba por Fantasía en un libro de cubiertas naranjas. Lo recuerdo. Yo, por el contrario, navegaba en la suerte de las canciones. Ellas me dieron varias lenguas.
Seguí corriendo y corriendo. Corrí por las noches silenciosas. Ellas me alentaban a reflexionar y a pensar. Por eso quizá jamás quise dormir. Intento arrebatarle horas a la noche y muchas veces, el sol me encuentra peleando contra un folio donde he ribeteado alguna herida.
La niebla cubría el campo desde la ventana y la voz triste y quebrada de un campanario atrajo mi atención. La noche moría y el sol calentaba los campos. Las hojas de alfalfa se sacudían el rocío a la espera de la mañana. Y yo, como un joven, escuchaba una y otra vez esas palabras que daban vida, literalmente, a las flores, los árboles, el mar…
Me adentré en los bosques. Perseguía a todas las plantas que andaban de un lado a otro y aquella vieja encina que huía del hacha que el amo blande ligero.
Así encontré también las luces de la ciudad perdida entre la niebla. El puerto quedaba tejido por el vuelo de alguna gaviota. El gusto salado de las rocas siempre, siempre, me hará pensar en aquella mujer, tan niña como yo y que iba descubriendo en las tardes de domingo frente al mar. Quizá frente al Mediterráneo entendí que sobre aquél espigón podrá permanecer siempre nuestra timidez, igual que su niñez seguirá jugando en su playa.
Un día, el folio pareció callar para siempre. Jamás antes había sucedido. De nuevo quedaba en mitad de la piscina pero aquella vez, como pude, tuve que ir hasta el bordillo para sujetarme. Ojalá hubiera podido alcanzar las escaleras y salir de allí.
Serie 'La poesía escondida' || © orádea 2012
Sin fuerzas, me dediqué a observar a mi alrededor. Vi cosas en las que antes no había reparado. Vi la sombra de las paredes. Vi las baldosas heridas que me habían herido el corazón. Vi las escaleras del otro lado de mi naufragio. Vi gente a mi alrededor. Unos dentro y otros fuera.
Me encontró una muchacha que me tendió la mano y trató de sacarme de allí. Ella hacía fuerza y yo también. No habría habido manera así que fingí ahogarme y despreciarla por no sacarme de allí. Al fin me acostumbré a permanecer en aquél lugar.
Poco a poco fui perdiendo el miedo a andar sobre el agua cuando entendí que no había agua. Achiqué miedos. Limpié y pinté las paredes y, con el tiempo, supe que no había casi nada que escribir. Al cabo alcancé las escaleras, salí y, al girarme, vi aquella piscina impoluta. Ese día el folio pareció querer hablar de nuevo.
Si hay algo que te enseña el tiempo es cómo pasa el tiempo. Ves partir a los mayores. Ves a los adultos convertirse en mayores. Ves a los niños convertirse en adultos. El tiempo, dicen, solo pasa en quien no te ve. Pero también en quien no te mira.
Con los años, he visto envejecer a mis padres y me he visto crecer a mí. Siempre he tratado de estar atento y, por un instante, me parece que sigo sin saber, como cuando atravesé disparado aquella puerta, que aún no sé donde voy.
Sin embargo, sigo reconociendo en mi letra a aquellas hojas que se desprenden del rocío, en el alba de la canción. Sigo hallando los árboles vivos caminando por el tiempo.
Sigo entendiendo que el tiempo dejará mi niñez en alguna parte. Y lo entiendo cuando releo las letras que escribo, transformadas en imágenes y rato de estrella y que, por alguna extraña razón, sí que parecen saber hacia dónde corren.
Creo que aquel fue mi primer viaje. Aquella fue una tenue fantasía sacada de alguna película de espadachines y la legendaria Isla del Mono. En una suerte de mezcolanza, mi literatura párvula se desperezaba en una mente adolescente. Cuando me quise dar cuenta, por mi libro de literatura, años más tarde, paseaban poetas conjugando versos con la maestría de quien está en un libro de literatura.
Nunca entendí qué pasaba por aquí arriba. No sé ni por qué ni por qué no. Con el tiempo, echando la mirada atrás, observo cosas que me hacen entender que soy lo que soy porque he sido lo que he sido. Solo eso. Aunque no es poco.
Sentado en un pupitre, con todos los caminos ante mí, recuerdo a aquella profesora que me abrió la puerta y me dijo corre: ¡corre! Yo la miré. Entendí que aquella mujer, sabia en literatura y que premiaba con halagos los incipientes trazos de mi bolígrafo, no debía estar equivocada. Apenas me despedí de ella y empecé a correr como un loco sin saber adonde iba. Tampoco el porqué.
Quizá fuera aquel barco pirata, un simple barquito de papel o el cascarón de una nuez. Pero un día naufragó. La tormenta vino como vienen todas las cosas de esta vida: sin tiempo a virar ni a entender el porqué. El barquito volteó algún sueño y la infancia. Y a mí también.
De golpe tuve que ser mayor. Caí al fondo de una piscina sin agua. Aún me quedan marcas de aquellas baldosas clavadas en el corazón. Heridas que fraguaron lo que supongo, hoy soy al escribir. Y allí, tratando de hacer pie en una piscina vacía, encontré un folio en blanco como mi único tablón al que asirme.
Él permanecía a flote y yo me aferraba con fuerza. Pero como buena tabla en mitad de cualquier océano, te mantiene fuera del agua la cabeza y los brazos. El resto del cuerpo, las fuerzas y el cansancio permanecen sumergidas. Ahí entendí que escribir no tenía por qué salvarme la vida. Solo hacerme flotar.
Nunca aprendí bien a viajar por un libro. Mis padres emprendían vuelos cada noche. Mi hermana se fugaba por Fantasía en un libro de cubiertas naranjas. Lo recuerdo. Yo, por el contrario, navegaba en la suerte de las canciones. Ellas me dieron varias lenguas.
Seguí corriendo y corriendo. Corrí por las noches silenciosas. Ellas me alentaban a reflexionar y a pensar. Por eso quizá jamás quise dormir. Intento arrebatarle horas a la noche y muchas veces, el sol me encuentra peleando contra un folio donde he ribeteado alguna herida.
La niebla cubría el campo desde la ventana y la voz triste y quebrada de un campanario atrajo mi atención. La noche moría y el sol calentaba los campos. Las hojas de alfalfa se sacudían el rocío a la espera de la mañana. Y yo, como un joven, escuchaba una y otra vez esas palabras que daban vida, literalmente, a las flores, los árboles, el mar…
Me adentré en los bosques. Perseguía a todas las plantas que andaban de un lado a otro y aquella vieja encina que huía del hacha que el amo blande ligero.
Así encontré también las luces de la ciudad perdida entre la niebla. El puerto quedaba tejido por el vuelo de alguna gaviota. El gusto salado de las rocas siempre, siempre, me hará pensar en aquella mujer, tan niña como yo y que iba descubriendo en las tardes de domingo frente al mar. Quizá frente al Mediterráneo entendí que sobre aquél espigón podrá permanecer siempre nuestra timidez, igual que su niñez seguirá jugando en su playa.
Un día, el folio pareció callar para siempre. Jamás antes había sucedido. De nuevo quedaba en mitad de la piscina pero aquella vez, como pude, tuve que ir hasta el bordillo para sujetarme. Ojalá hubiera podido alcanzar las escaleras y salir de allí.
Sin fuerzas, me dediqué a observar a mi alrededor. Vi cosas en las que antes no había reparado. Vi la sombra de las paredes. Vi las baldosas heridas que me habían herido el corazón. Vi las escaleras del otro lado de mi naufragio. Vi gente a mi alrededor. Unos dentro y otros fuera.
Me encontró una muchacha que me tendió la mano y trató de sacarme de allí. Ella hacía fuerza y yo también. No habría habido manera así que fingí ahogarme y despreciarla por no sacarme de allí. Al fin me acostumbré a permanecer en aquél lugar.
Poco a poco fui perdiendo el miedo a andar sobre el agua cuando entendí que no había agua. Achiqué miedos. Limpié y pinté las paredes y, con el tiempo, supe que no había casi nada que escribir. Al cabo alcancé las escaleras, salí y, al girarme, vi aquella piscina impoluta. Ese día el folio pareció querer hablar de nuevo.
Si hay algo que te enseña el tiempo es cómo pasa el tiempo. Ves partir a los mayores. Ves a los adultos convertirse en mayores. Ves a los niños convertirse en adultos. El tiempo, dicen, solo pasa en quien no te ve. Pero también en quien no te mira.
Con los años, he visto envejecer a mis padres y me he visto crecer a mí. Siempre he tratado de estar atento y, por un instante, me parece que sigo sin saber, como cuando atravesé disparado aquella puerta, que aún no sé donde voy.
Sin embargo, sigo reconociendo en mi letra a aquellas hojas que se desprenden del rocío, en el alba de la canción. Sigo hallando los árboles vivos caminando por el tiempo.
Sigo entendiendo que el tiempo dejará mi niñez en alguna parte. Y lo entiendo cuando releo las letras que escribo, transformadas en imágenes y rato de estrella y que, por alguna extraña razón, sí que parecen saber hacia dónde corren.
DAVID CANTILLO