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El extraño caso de Baltasar Garzón

Hace muchos años, un familiar contaba a mi padre que, siendo aún estudiante en la Facultad de Medicina de Sevilla, conoció a un chico, en apariencia reservado, que hacía lo propio en la de Derecho. Hablaba de su admiración por un joven estudiante que compaginaba con esfuerzo y sacrificio el manejo de las mangueras de una gasolinera -de ésas que había en el centro de la ciudad, y que ahora se llaman "estaciones de servicio", en esta suerte de imbecilidad universal que nos une a la hora de llamar a las cosas con nombres sofisticados- con manuales y apuntes de Derecho Penal o Procesal.

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Mi padre, un tipo peculiar defensor a ultranza de estas dos virtudes -esfuerzo y sacrificio- tan abundantes en la segunda mitad del siglo XX en España y tan escasas en la primera del XXI, inmediatamente puso a este chico como ejemplo a sus vástagos. Un chico llamado Baltasar Garzón.

El caso del juez Garzón es extraño pero, al mismo tiempo, típico para este pueblo español sobrealimentado de rencores y envidias, y desnutrido de sentido común y amor a la Justicia. Amado por unos y odiado por otros, bastaba con que abriera un nuevo sumario para ser amado por los otros y odiado por los unos.

El juez no tardó en hacerse tremendamente popular en una sociedad aún bisoña en la que empezaban a desarrollarse nuevas formas de vida y, por tanto, de información. Los casos contra las mafias de la droga en Galicia lo convirtieron en una especie de Capitán Trueno moderno repartidor de palos a los malos.

Sus posteriores autos contra la cúpula de Herri Batasuna -la anterior denominación de los terroristas políticos vascos- le granjearon la simpatía de buena parte de los votantes de derecha.

Sin embargo, no tardó en cambiar el viento. La oferta del entonces presidente del Gobierno, Felipe González, de formar parte de las listas electorales del PSOE, en un intento por arañar votos para un partido ya entonces en clara decandencia, le retiraron la confianza de la derecha para, probablemente, no ser recuperada jamás.

Ni siquiera sus actuaciones contra sus antiguos compañeros de partido en el asunto de los GAL, una vez superada su aventura política, le volvieron a aupar al pedestal en el que estuviera durante aquellos primeros años. De hecho, aquello también le valió la enemistad de cierta parte de la izquierda, que tomaron aquello como una venganza personal en lugar de como una aplicación de la Ley.

Garzón recuperó recientemente esa simpatía de la izquierda mediante sus actuaciones en los casos Gürtel y el de las fosas del franquismo. Sin embargo, no parece que esta vez el juez actuara como antaño, de forma escrupulosamente objetiva.

Que el Tribunal Supremo haya declarado culpable y haya condenado a Baltasar Garzón a once años de inhabilitación podría ser interpretado como una manipulación política si hubiera existido una importante división de opiniones entre los magistrados que lo han juzgado.

Pero no, resulta que la sentencia ha sido acordada por unanimidad, lo que delata a todas luces que no hay resquicio alguno para la duda. Garzón cometió el grave delito de la prevaricación, destruyendo el derecho elemental a la defensa.

Es culpable, y lo es en opinión de todos los jueces que han visto el caso. Cualquier otra consideración es intencionadamente manipuladora, intrínsecamente malvada y, por si fuera poco, absolutamente ridícula.

Podrán decir lo que quieran los Bardem, Toledos e, incluso, el reverendo Cayo Lara, pero por mucho que nos pese -y créanme, personalmente lo siento de veras- Baltasar Garzón no puede seguir ejerciendo como juez. Las personas admirables, de vez en cuando, también se equivocan.

MARIO J. HURTADO
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