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El búnker sindical

No habían casi empezado a hablar la ministra de Empleo, Fátima Báñez, y la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáez de Santamaría, y ya había una algarabía de ultraliberales –a los que se añadieron los entusiastas ultras que de liberales no tienen nada- proclamando que la Reforma Laboral era pura filfa y un pegote. Me imagino que su pretendido paraíso era el despido libre y gratuito, la extinción de cualquier derecho adquirido por los trabajadores y el exterminio del sindicalismo.

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Para muchos de ellos, significados durante años por considerar al actual presidente como un flojo y un mentecato pusilánime, al que le perdonan aún menos que alcanzara tal poder y mayoría (y por ello le esperan con la navaja en la liga aunque ahora le hagan zalemas y carantoñas), la trascendental medida -que cambia en elementos sustanciales y hasta ahora intocables nuestras relaciones laborales- es una “oportunidad perdida”.

Como si afrontar el nuevo tipo de contrato, la rebaja de la indemnización por despido y -para mí lo más decisivo- la capacidad de optar por convenios de empresa sin estar sometidos a los sectoriales, fuera algo que ellos hubieran arreglado en dos patadas. Y sí, con patadas lo hubieran hecho, pero para destrozarlo aún más si cabe.

Exactamente enfrente, los búnkeres sindicales tocaban a rebato. Esas cúpulas burocratizadas, de liberados y dirigentes, algunos ya parece que vitalicios y no sé si hasta hereditarios, y ya ni se acuerdan del día aquel en el que, en verdad, fueron al tajo si es que no comenzaron ya “trabajando” de sindicalistas e hicieron de ello la mejor de las carreras profesionales. La Huelga General es la meta soñada y el disloque del Gobierno, la esperanza de las correas de transmisión políticas ayer mismo reducidas a escombros en las urnas.

Pero esos “profesionales”, cabezas muy acomodadas en unas organizaciones cuya afiliación es mínima -aunque, desde luego, no seré yo quien cuestione una representatividad basada en las elecciones sindicales en las empresas donde sí que se bate el verdadero cobre- esas organizaciones anquilosadas y subvencionadas no parece que hayan estado en absoluta sintonía con los penares de los parados ni con las gentes en dificultades sino que parecen solo hacerse fuertes en colectivos que, por su anclaje irrompible y por la seguridad en el empleo, son hoy, en comparación con la mayoría, verdaderos privilegiados. Y no son pocos los que barruntan que lo que la burocracia sindical siente peligrar es su propio chollo, su poder y sus prebendas.

Por ello, aun cuando las ganas de lanzarse en tromba se les visualizan como el objetivo ansiado -más a Méndez, cuya dependencia partidista es escandalosa- no las tienen todas consigo. La van a liar parda, sí. Pero ¿están los trabajadores y los parados dispuestos a secundarlos? Dudas tienen. Y bastantes.

Saben que las gentes del común los tienen muy vistos y medidos. Que los “cuadros” liberados no dan para tanto y que las coacciones pueden volverse cada vez más en su contra. Una huelga general fallida puede convertirse en su propio precipicio y acabar con la poca fuerza que les queda y caer en la tentación suicida de diluirse en un 15-M antisistema y de algarada.

La reforma laboral es profunda, a pesar de lo que rujan los ultraliberales. Y a pesar de lo que barriten los inmovilistas sindicales, es necesaria e insoslayable. Y son mayoría quienes la ven precisamente así, como "inevitable" y que "llega hasta donde puede".

Pero tal vez debiera saber el Gobierno que esa asunción por parte de la sociedad de toda esta ristra de medidas, algunas muy dolorosas para todos -otras solo para los sueldos de los político-banqueros-, tienen fecha de caducidad. Tienen un límite.

El Gobierno se juega todo su capital en esta partida. No ahora ni mañana, pero sí en un tiempo razonable de no mucho más de un año -dos a lo sumo-. Ahora, los clamoreos son esencialmente de parte, y muy de parte, del partido derrotado -y, en buena medida, responsable máximo del fiasco- y de sus acompañantes.

Pero la población en su conjunto les contempla con lejanía y hasta con disgusto porque los considera no solución sino culpables. Pero si todos los planes fracasan, si dentro de ese tiempo prudencial nada se atisba y nada se mejora, entonces es cuando de verdad la sociedad española puede estallar. E irnos todos a la calle, y a la urna, sin necesidad alguna de que nos convoquen los sindicatos ni que nos arengue Méndez. Que ese seguro que seguirá en el cargo.

ANTONIO PÉREZ HENARES
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