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Manuel Bellido Mora | Al pan, pan y al vino, fino

Esta profesión de periodista tan baqueteada te pone a diario ante hechos surrealistas cuando no absurdos directamente. No es solo esa moda cada vez más asentada de actos políticos y ruedas de prensa en los que no se aceptan preguntas. Tampoco es la derrotista sensación de pertenecer a un oficio con escaso futuro, como casi todo (el cierre del diario Público aviva la impresión de precariedad, de falta de horizontes).


Lo que te pone al borde del ataque de nervios es que los mismos profesionales de la información –los que van quedando- o del mundo que les rodea, están cayendo en usos perniciosos. En vez de utilizar la claridad y la concisión en sus escritos, optan por el fárrago y una terminología impenetrable y vacua.

Me ocurrió el otro día al hacer la noticia del estreno de una nueva publicación de la Universidad de Málaga, dirigida en concreto a estudiantes de Ciencias de la Comunicación. El libro en cuestión se titula Análisis diagnóstico de los perfiles profesionales emergentes vinculados a la innovación tecnológica. ¡Qué susto!

Por poco me da un soponcio, aparte de que tan largo enunciado es de los que te dejan sin resuello, casi asfixiado. Es verdad que, por tradición académica, abundan los manuales y tratados con denominaciones muy infladas y pretenciosas. Pero no deja de ser un contrasentido que un libro de Comunicación resulte antipático y que no transmita nada, excepto un fuerte repelús con semejante carta de presentación.

Estoy seguro de que su contenido no va a perder ningún mérito si se le pone otro epígrafe, aunque no sea tan rebuscado y cantarín. A fin de cuentas, dicen los cánones de la gramática que de lo que se trata es de exponer breve y sencillamente una idea, por compleja que esta sea.

Habría sobrado con llamarlo, por ejemplo, Periodistas para la era digital, pero mejor no seguir por ahí para no herir susceptibilidades de jóvenes investigadores, o de quienes sean que hayan parido el tomo.

Quiero decir que, en casi todos los órdenes de la vida, es mucho más ventajoso llamar a las cosas por su nombre. El capital llama a su negocio "mercados", y no le va mal. Es lo suyo: amasar dinero y especular con él, mientras el planeta se hunde y los combustibles no paran de subir. El mundo que conocemos se está haciendo el haraquiri.

Es que no para de apretar. Pero, tranquilos: habrá un aplazamiento de la hecatombe, porque los bares tienen que abrir al día siguiente. Y las panaderías, con su mercancía caliente y sabrosa. Los bancos no sé si lo harán. ¿Para qué? Si son reticentes a conceder créditos y se niegan a la dación de pago para cancelar las hipotecas.

Puede parecer una visión pesimista pero lo del estrangulamiento del planeta eran previsiones que ya manejaban algunos economistas allá por la Revolución Industrial, hace una buena pila de años, cuando la gente aún tenía menos que ahora.

Lo que pasa es que no necesitamos negros vaticinios para sentirnos inseguros. En esta sociedad lo que ayer era rentable, hoy es una ruina, o lleva camino de serlo. Ocurre en el sector bodeguero. Antaño era esplendoroso sin llegar a ser una bicoca y representaba el principal sustento de nuestra economía local; ahora, sin embargo, se enfrenta a un futuro incierto. Sus clientes tradicionales, empezando por los que tiene más cercanos, le dan la espalda.

Es una tendencia, además, de la que no se libra nadie. Jerez, máxima potencia enológica en otros tiempos no lejanos, es víctima de un brutal retroceso. Sus ventas llevan un ciclo de varios años de caídas permanentes, lo que está abocando al cierre de algunas de sus empresas y a la reducción de otras.

Es la consecuencia inmediata de un cambio en los hábitos del consumidor. Últimamente le ha dado por entronizar los vinos tintos, que así están logrando desplazar a cualquier competencia. Triunfan con rotundidad en el supermercado, donde ocupan estanterías enteras mientras que la presencia de la familia de los finos mengua o se encuentra reducida a un rincón.

En teoría tenemos una tipología de vinos superior por calidad y diversidad. Contamos con la alabanza de los entendidos y de los sibaritas, pero el comprador parece insensible a ellos. Se ha decantado por los tintos y no hay forma de hacerle cambiar de opinión. ¿Qué es lo que falla entonces?

Se dice que el remedio más eficaz sería una buena campaña publicitaria, para dar a conocer nuestras excelencias, esas soleras que nos dan además de fama, identidad. La realidad, por el contrario, se obstina en lo opuesto. Incluso la llamada "promoción indirecta", la que se consigue por otros canales, se antoja ineficaz.

Lo pensaba el otro día en la proyección de la película Albert Nobbs, que ha puesto a su protagonista, Glenn Close a las puertas de un Oscar, por su interpretación de una mujer que se hace pasar por un caballero para asegurarse el trabajo. En una de sus escenas, uno de los personajes invita a otro a un jerez. La anécdota no es nueva.

En infinidad de largometrajes, se ha brindado con este vino o se ha tomado el aperitivo con él. Existen tantas secuencias de esta clase que a José Luis Jiménez, director del Cine Club Popular de Jerez, le dio para un sesudo estudio sobre la presencia del exquisito producto de su tierra en la historia del Séptimo Arte.

Pero está visto que este tipo de publicidad subliminal ha dejado de funcionar. El público mayoritario se inclina por los tintos. No hay nada más que mirar las estadísticas de ventas. Su presencia crece por días hasta el punto que ya casi nadie se extraña de que prolifere en los mostradores y las mesas de las tabernas. El cliente manda.

Disminuye el consumo de vinos finos, pero eso no es todo. También decae el interés por los pedro ximénez, en los que se ha concentrado la atención en los últimos años para hacerlo un artículo de lujo, que además de endulzar el paladar de quien lo adquiere le da una vitola extra de persona distinguida, con buen gusto.

Las perspectivas no son mejores para amontillados, olorosos y sus congéneres. Incluso algo tan elogiado como un viejo brandy sufre un penoso olvido en las apetencias del buen catador.

El diagnóstico es preocupante. Los pedidos de estos productos, pese a su bien ganada fama, son insignificantes. Se han desentendido de ellos en destinos tradicionales, como Gran Bretaña y Holanda, por lo que para compensar los directores de exportación de las bodegas de nuestro pueblo tratan de abrir nuevos mercados en países de África, quién nos lo iba a decir. Ellos son ahora los receptores de nuestras históricas soleras. Si pagan, estupendo.

En Montilla, con inmarchitable mentalidad de subalternos, siempre hemos tenido un cierto complejo del tremendo potencial de Jerez. Iban por delante en capacidad comercial. Vendían tanto que se tenían que suministrar de nuestras cosechas para abastecer a todos sus pedidos. Ahora ese panorama ha cambiado radicalmente por el capricho de modas y tendencias. De acuerdo. Pero aprendamos de sus lecciones.

Ellos han sido expertos en rentabilizar sus contactos, sus conexiones internacionales. Han sabido venderse como nadie. Han hecho negocio con sus personajes históricos, poniéndolos en las etiqueta de sus botellas, como el más infalible gancho.

El alboroto formado por el tesoro de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, que ha sido ampliamente tratado en noticiarios de televisión, revistas y periódicos, incluyendo –claro que sí– los medios digitales, nos pone ante una oportunidad de oro. Es el momento. Llamemos al pan, pan y al vino, fino.

El tema, que une aventura, misterio (buena parte de las monedas no había sido fiscalizada), epopeya y tragedia familiar, la de los Alvear, da para una estupenda novela. Yo me conformo, por ahora, con que nos sirviera para aumentar la curiosidad por nuestros vinos, ya que el principal protagonista de este episodio pertenecía a la más larga dinastía de bodegueros de Montilla–Moriles.

MANUEL BELLIDO MORA
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