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Manuel Bellido Mora | Un amor de tres Óscar

El cine, que tiene la capacidad de elevar a lo sublime las cosas que toca, suele dejar fuera de campo algunas hermosas historias que se generan a su alrededor. El resplandor de las estrellas no lo es todo. Entre bastidores, ajenas al encuadre, las pasiones también se desatan. En un mundo en el que todo se coaliga para, ante el público, dar sensación de felicidad, Vernon Dixon la encontró fuera.


Le irritaba el comportamiento caprichoso y voluble de los divos. Le resultaban insoportables las maneras de dictador de algunos directores, sus salidas de tono que elevaban varios grados la tensión en los rodajes, lo que los hacía complicados e indeseables. Le molestaba la falsedad en las relaciones humanas dentro de la fábrica de los sueños.

Por eso, en cuanto podía, se escapaba. Dejaba atrás las ficciones y se enfrentaba a la realidad junto al mar. Él había nacido en Ciudad del Cabo en Sudáfrica, pero su sol favorito era el de Málaga. Lo descubrió por primera vez en 1965, cuando formó parte del equipo de la película Mando Perdido, algunas de cuyas escenas se situaron en el litoral de esta provincia con un reparto de lujo: Alain Delon, Anthony Quinn y Claudia Cardinale.

Después, bien por motivos laborales o sencillamente para descansar, regresó en diversas ocasiones, hasta que decidió quedarse definitivamente. En Torremolinos encontró un refugio perfecto para sus pretensiones: ser una persona anónima, poderse confundir entre la gente, alejado de focos y cámaras, un lugar donde el sonido de las claquetas fuera imperceptible.

Echó cuentas: tenía bastante para vivir, para su aperitivo al mediodía, para el té de las cinco, para alguna noche de francachela. Y se vino con sus escasas pertenencias, algunas fotos dedicadas de sus amigos Alan Ladd, Deborah Kerr, Katharine Hepburn… y sus tres Óscares de Hollywood.

® AD ENTERTAINMENTS ||| PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓNLos había conseguido por su meritorio trabajo como director artístico en Oliver (1968), de Carol Reed; Nicolas y Alejandra (1971), de Franklin J, Schaffner; y Barry Lyndon (1975), de Stanley Kubrick.

Eran el ligero equipaje que le había quedado de una larga carrera con cerca de medio centenar de largometrajes, entre ellos títulos tan destacados como Lord Jim, Las Zapatillas Rojas, Página en Blanco, La Condesa de Hong Kong y El Viento y el León, más un par de trabajos de la saga James Bond, incluida Sólo para tus Ojos, la última que rodó, en 1980.

Con justa fama de artesano preciosista, Vernon Dixon ideó los decorados en los que se lucieron celebridades de la talla de Sophia Loren, Dirk Bogarde, Cary Grant, Gary Cooper, Maurice Chevalier, Burt Lancaster, Marlon Brando, Gregory Peck, Michael Caine y Sean Connery.

Desengañado de la aparatosidad del cine, diseñó un escenario real para el resto de su vida, que fue longeva pues falleció el 14 de junio de 2009 en Torremolinos, a los 93 años de edad.

José Perea Cárdenas, el montillano con el que convivió como pareja desde 1978, se encargó de esparcir sus cenizas, siguiendo y respetando de manera escrupulosa la voluntad de su compañero. Y así fue, nunca mejor dicho, polvo de estrellas.

Con él, discreto, atento y gentil, Vernon Dixon compartió horas y viajes. Acompañándolo, en más de una ocasión el oscarizado visitante estuvo en Montilla y lo hizo de forma anónima, sin llamar la atención. Frecuentó nuestros bares, almorzó en algunos de ellos y se paseó sin que nadie lo reconociera, sin agobios, a gusto. Es lo que quería, andar desapercibido.

Su pasado había quedado atrás, y entonces verdaderamente se sintió un hombre libre que se había desligado de los compromisos y el ajetreo de la vida social, de la publicidad y de la permanente exposición pública que comporta el cine.

A muchos les subyuga ese modo de vida y suspiran por protagonizar portadas y entrevistas; él, sin embargo, recelaba de esas costumbres, procuraba apartarse de ellas para respirar sabiendo que nadie te vigila ni te acecha. De ese modo pasó el largo y provechoso tramo final de su existencia.

Evitando el contacto con la prensa y borrando su nombre de los listines telefónicos de los agentes, consiguió que se perdiese su rastro, que lo dejaran en paz frente al mar de la Costa del Sol. Él, que desde su posición de mago de la dirección artística seguramente había contribuido a la fascinación que muchos con los que se cruzó por la calle sienten por el cine, se volvió invisible, finalmente.

En todo ese tiempo contó con la complicidad de José Perea. Nuestro paisano, un hombre de aspecto tímido que aún conserva rasgos aniñados en sus expresiones, fue el remitente directo de sus confidencias y secretos. A él, sentados en el salón del piso con estupendas vistas al horizonte marino en pleno centro de Torremolinos, lo hizo partícipe de sus memorias, las de un gigante del cine que, en un mundo consagrado a la imagen, nunca quiso estar en el centro del objetivo.

Los tres premios Óscar que ganó se los tuvieron que mandar a casa. No recogió personalmente ninguno de ellos, porque la ceremonia de entrega en Los Ángeles, California, le pillaba por lo general fuera de Estados Unidos en plena faena de alguna película, pero sobre todo porque era un trámite que le resultaba incómodo, al estar precisamente rodeado de lujo y boato, algo que siempre le repelió, ya que sentía alergia a los actos mundanos.

No le gustaba exhibirse, se conformaba con la satisfacción personal. Pero había otra razón no menos importante: el Departamento de Estado norteamericano le ponía muchas objeciones e inconvenientes: se sospechaba que, con la excusa del premio, quisiera quedarse de manera fija allí y, además, lo llegó a tachar de "comunista".

Tenía motivos para no sentir simpatía por aquel país. Sólo una vez pasó por allí camino de las Bahamas para el rodaje de Abismo. Tampoco albergaba una impresión favorable de Stanley Kubrick. El tortuoso rodaje de Barry Lyndon y las infinitas exigencias del controvertido director (algunas prácticamente irrealizables) lo llevaron literalmente al hospital. El parte de víctimas de aquel mortificante rodaje es elocuente: uno de los operarios quedó loco para siempre y, al concluir las tomas, Vernon tuvo que permanecer seis meses de reposo.

Pepe es el guardián de sus recuerdos, el depositario de esta y bastantes más curiosidades. Los aprieta en su mente y en un puñado de fotografías. Un manojito de instantáneas que son la secuencia de su cariño.

Cuando lo conoció en el Pourquoi–pas, uno de los bares legendarios de la noche en Torremolinos, le pareció un tipo sencillo, caballeroso, atractivo y amable. Le sedujo su planta, como de galán retirado, pero también su conversación que le llamó la atención por lo mucho que había vivido sin dar la sensación de que estaba presumiendo como un pavo real.

Desde entonces se hicieron inseparables. Al principio, pendientes de la correspondencia postal y de las llamadas telefónicas; más tarde, dando el paso de irse a vivir juntos. Año y medio antes de la muerte de Vernon se casaron.

Nunca lo habían planeado, ni fue una concesión sentimental. De esa forma él, que conservaba su nacionalidad sudafricana y por tanto era un residente no comunitario, pudo ser atendido como un ciudadano español más en la Seguridad Social cuando su estado de salud se resintió. Estuvieron juntos tres décadas, un Óscar por cada una de ellas. Es lo que le ha quedado, el brillo de unas estatuillas que a diario, cuando las limpia, le sugiere el esplendor de su propia relación.

MANUEL BELLIDO MORA
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