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Carmen Lirola | Nunca es suficiente

Lo supe antes de nacer: sería la mejor. Mientras mis compañeros de la planta de neonatos miraban embobados al techo y a las musarañas, a los pocos meses yo, con paciencia, aprendía a leer dentro del dosel de mi cuna. Apuntaba maneras. A los cinco años comprendí que debía ser la “namber guán” por antonomasia. Allí donde hubiera una pelota, donde se recitara un poema, donde se conquistara a alguien, allí tenía que estar yo.


Cualquier halago se me hacía vano, vacuo más bien, porque cualquier piropo se me antojaba cortito para mi tamaña grandeza. Nunca jamás tuve rival, ni tampoco veía ningún seguidor cercano. Cuando mis amigos corrían los cien metros, yo ya los doblaba en la salida.

Pasó el tiempo, que andaba algo retrasado, y quiso colocar en mi concesión de supremacía a cuantos tontos pudo, torpes e inútiles que osaban vacilarme, competir por mi reinado y querer alzarse con mi corona. Entonces yo, que era la niñata con más cojones y orgullo, me tuve que convertir en una maestra en toda clase de materias.

Nadie taparía mi sombra, si es que acaso la tenía. Así que me hice la mejor de las mejores abriendo un grifo, descorriendo las cortinas, calzándome unos tacones o cazando moscas al vuelo. Quien me retó sabe hoy que salió escaldado.

Pero a todo cerdo le llega su San Martín. Culpo a Ford y a Taylor, aunque en parte al Derecho del Trabajo, por filosofar acerca de la especialización. De repente, aquellos que me perseguían me dieron caza: tontos, menos tontos, inútiles, magos, ladrones, escritores...

Y no me quedó más remedio que aceptar mi cese como la Cleopatra de los emperadores, lo que tampoco significaba que diese mi brazo a torcer… Cierto que ya no estaba en la cima de todo ranking o récord Guinness, pero aún me consolidaba en lo alto de mis principales habilidades.

Lo que nunca me quedó del todo claro fue la fecha en que se inició mi decadencia. Supongo que alguno de mis rencorosos vencidos sobornó a Dios y éste, oportunista, destapó la caja del desastre. ¿Cuándo? Vayan ustedes a saber.

Desde aquel día soy la segundona, algo terciaria, una amante de cuarta y una escritora de quinta. Y a tan lamentable descripción, no me aplico más que una palabra que resuena a sus anchas y por donde quiera que vaya: mediocre.

Dentro del diccionario hay palabras muy feas, feísimas como "normal", "común", "vulgar" o cualquiera que sea pasto de la plebe. Pero "mediocre"... ¡válgame Dios, que con sólo escucharla preferiría que me matasen con un garrote!

No es fácil asimilar la caída de una capitana, la sumisión de una ganadora. Duele en las mismas entrañas cuando se hace tal la medianía que hasta el esfuerzo, el coraje, la entrega y la casta son mediocres. No hay nada peor que tener una deferencia mediocre, un interés mediocre y sobre todo, sentirse mediocre.

Y yo, yo que he sido alguien singular, me veo como una atormentada mediocre. A tal reducción había sometido mi vergüenza que me contenté con ser solo la mejor en el campo del querer, me basté con ser la mejor de las personas. Y ahora, por desgracia, ni eso. A semejante extremo ha llegado mi dejadez que hoy, a mi pesar, soy mediocre dentro de la mediocridad. Una pena.

CARMEN LIROLA
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