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La obra

En los soportales del edificio donde vivo había un local que llevaba mucho tiempo sin ser alquilado por nadie. Su último inquilino fue una heladería de escaso éxito, incluso en época estival, a pesar del calor local y lo sugerente de sus recetas. Unos meses atrás, una clínica privada lo adquirió para abrir una sucursal; mi yo hipocondriaco se alegró muchísimo: tenía el médico a tiro de piedra.

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Poco tiempo después, al modo en el que cuelgan en la comisaría los carteles de los delincuentes más buscados, apareció en los ascensores un escrito que nos invitaba, amablemente, a exiliar los vehículos que se encontrasen en determinadas plazas de garaje durante dos semanas, prorrogables sine die -que las obras se sabe cuándo empiezan pero no cuándo acaban- ya que, por encima de nuestras cabezas, iban a desviarse las cañerías de los aseos de la clínica en cuestión.

Aquello molestó sobremanera a los vecinos, que acudieron indignados al presidente a preguntar por qué debían ser ellos los canalizadores de las excrecencias ajenas; además, excrecencias de enfermos, que son como doblemente excrecencias: el colmo de lo escatológico.

El democrático gestor les informó de que la clínica había decidido desviar las cañerías para que no pasasen por su suelo, sino por los techos de sus coches, con el peligro que ello conllevaba de que una inoportuna filtración te dejara el parabrisas lleno de orina diabética, migrañosa, griposa o vete tú a saber, por citar un caso leve. Ya se sabe: la mierda que la aguante otro.

Tras varios meses sin retirar los coches de las plazas, las vírgenes cañerías comenzaban a coger polvo en las cajas, al tiempo que el director de la clínica se impacientaba por la tardanza en la ejecución del trasvase de aguas fecales.

La denuncia no se hizo esperar y, de nuevo informando vía ascensor, que lo coge todo el mundo -incluso el del primero, que para eso paga comunidad- se nos informó de que si en el plazo de tres días las obras no habían comenzado, la comunidad acarrearía con los gastos económicos del retraso de la apertura, ya que el presidente, en nombre de la comunidad, había firmado el consentimiento de dicha obra.

No recuerdo qué crispó más a los vecinos, si el hecho de que el presidente firmara sin consultar una obra que a él no perjudicaba o enterarse de que el director de la clínica era íntimo amigo suyo. El mundo es un pañuelo.

Estamos acostumbrados a canalizar las excrecencias ajenas. Las tuberías de desagüe de la democracia que hemos construido apuntan directamente hacia nosotros; pero como somos muchos, limpiamos que da gusto sólo con una condición: no nos echen mucha mierda encima que nos saturamos. Háganlo poco a poco, para que nos dé tiempo a digerirla.

Y así, pagamos con nuestros impuestos una estatua de 300.000 euros para un aeropuerto que está muy desangelado sin aviones. Hagan cuentas: en la Comunidad Valenciana viven 5.011.548 personas, apenas cinco míseros céntimos por cabeza. Si es padre de dos hijos, ya sabe que paga por tres: no se escabulla, que Hacienda somos todos.

¿Que en 2008 el olímpico Urdangarin figuraba como titular en una cuenta del Instituto Nóos que sumó abonos por 3.832.820 euros? No se preocupen, saquemos la calculadora: ocho céntimos por persona; nosotros lo limpiamos.

Y así, limpiamos los activos tóxicos de los bancos sin plus de peligrosidad, oiga, que son tóxicos; y fregona en mano, dejamos como una patena el suelo patrio para que aquí no se note nada, que las burbujas lo mojan todo al explotar.

Pero esto ya lo inventó Lola Flores: "Si una peseta me diera cada español, pero no a mí, a donde tienen que darla, quizás saldría de la deuda, y después, yo no sé, me iría al estadio con todos los que han dado esa peseta o esas cien pesetas, para tomarme una copa con ellos y llorar de alegría". La visionaria faraona se equivocó en una cosa: les damos la peseta pero, después, no nos vamos de copas con ellos. Simplemente, les votamos.
PABLO POÓ
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