El pueblo está revolucionado, indignado y harto. El pueblo mira la televisión y protesta; toma el café en el bar y critica; sale a la calle y grita. El pueblo no entiende esta manera de impartir Justicia que, según su opinión, libra a asesinos confesos y perdona a políticos corruptos. El pueblo, como en tantas otras cosas, sencillamente no entiende nada.
El pueblo es todo nervio, corazón y sentimiento. La frialdad de la razón se la deja a lo que llama "expertos", hasta que el veredicto de éstos no coincide con el suyo; en ese momento los expertos pasan a llamarse, en el mejor de los casos, "inútiles". Si por el pueblo fuera, las cosas serían radicalmente diferentes.
Si el pueblo impartiera la justicia según su inapelable criterio, Miguel Carcaño y sus amigos ya estarían condenados, fusilados y probablemente quemados en una monumental pira en la Plaza Mayor.
No importa si la sentencia condena a Carcaño sólo porque el muy canalla -y gilipollas- confesó que él mató a Marta. No importa que las acusaciones contra los demás chivatos del caso -en el egabrense sentido del término, esto es, "niñato"- sean un "tu palabra contra la mía", ni que la sentencia, según los entendidos en materia jurisdiccional, sea impecable en su aplicación de la Ley.
La justicia popular se ha pronunciado sin equívoco posible: son culpables y, como tales, deben estar en la cárcel hasta que se pudran, ya que no podemos lapidarlos públicamente para saciar nuestra ansia de violencia e ira.
La justicia popular condena sin remedio también a los políticos corruptos, salvo si son votados por mayorías aplastantes. Mientras el resto de España hubiera colgado a Camps de la misma cuerda que sirve para colgar la mascletá, en Valencia organizan pelotones de defensa a capa y espada. Y todo ello incluso antes de celebrarse juicio ni dictarse sentencia: para el pueblo no existen ni la presunción de inocencia ni el in dubio, pro reo.
Se puede discutir –y se debe- si el ordenamiento jurídico español es en exceso garantista. En este sentido, hay que decir que el mencionado principio de someter la carga de la prueba a los acusadores, en lugar de a los acusados, no funciona bien ni siempre.
Que se lo digan, si no, a ese joven que salió anteayer en las noticias y que ha estado durante cinco meses en la cárcel por una denuncia por violación que resultó ser falsa. Es decir, en unas ocasiones por exceso, en otras muchas por defecto, resulta que o nos pasamos o no llegamos. Si alguien entiende que esto es justicia, que se lo haga mirar.
El pueblo, de todas formas, tiene el derecho a formar su opinión y a expresarla, ya sea en la calle, en los bares, en las radios o en las urnas. Pero, seamos sinceros, el pueblo no puede repartir la Justicia.
Si el pueblo estuviera bien formado e informado, hablaríamos. Pero un pueblo que condena a un tipo sin prueba alguna mientras absuelve a un bailaor guapete o a un torero borracho –ambos homicidas- no puede, en bien de Justicia, dictar sentencia alguna.
El pueblo es todo nervio, corazón y sentimiento. La frialdad de la razón se la deja a lo que llama "expertos", hasta que el veredicto de éstos no coincide con el suyo; en ese momento los expertos pasan a llamarse, en el mejor de los casos, "inútiles". Si por el pueblo fuera, las cosas serían radicalmente diferentes.
Si el pueblo impartiera la justicia según su inapelable criterio, Miguel Carcaño y sus amigos ya estarían condenados, fusilados y probablemente quemados en una monumental pira en la Plaza Mayor.
No importa si la sentencia condena a Carcaño sólo porque el muy canalla -y gilipollas- confesó que él mató a Marta. No importa que las acusaciones contra los demás chivatos del caso -en el egabrense sentido del término, esto es, "niñato"- sean un "tu palabra contra la mía", ni que la sentencia, según los entendidos en materia jurisdiccional, sea impecable en su aplicación de la Ley.
La justicia popular se ha pronunciado sin equívoco posible: son culpables y, como tales, deben estar en la cárcel hasta que se pudran, ya que no podemos lapidarlos públicamente para saciar nuestra ansia de violencia e ira.
La justicia popular condena sin remedio también a los políticos corruptos, salvo si son votados por mayorías aplastantes. Mientras el resto de España hubiera colgado a Camps de la misma cuerda que sirve para colgar la mascletá, en Valencia organizan pelotones de defensa a capa y espada. Y todo ello incluso antes de celebrarse juicio ni dictarse sentencia: para el pueblo no existen ni la presunción de inocencia ni el in dubio, pro reo.
Se puede discutir –y se debe- si el ordenamiento jurídico español es en exceso garantista. En este sentido, hay que decir que el mencionado principio de someter la carga de la prueba a los acusadores, en lugar de a los acusados, no funciona bien ni siempre.
Que se lo digan, si no, a ese joven que salió anteayer en las noticias y que ha estado durante cinco meses en la cárcel por una denuncia por violación que resultó ser falsa. Es decir, en unas ocasiones por exceso, en otras muchas por defecto, resulta que o nos pasamos o no llegamos. Si alguien entiende que esto es justicia, que se lo haga mirar.
El pueblo, de todas formas, tiene el derecho a formar su opinión y a expresarla, ya sea en la calle, en los bares, en las radios o en las urnas. Pero, seamos sinceros, el pueblo no puede repartir la Justicia.
Si el pueblo estuviera bien formado e informado, hablaríamos. Pero un pueblo que condena a un tipo sin prueba alguna mientras absuelve a un bailaor guapete o a un torero borracho –ambos homicidas- no puede, en bien de Justicia, dictar sentencia alguna.
MARIO J. HURTADO