¿Cuántas películas judiciales o de abogados habré visto en mi vida? Lo confieso: muchas. Soy aficionado al Séptimo Arte y esos filmes de enfrentamientos dialécticos e investigaciones que bordean inevitablemente lo legal me apasionan. Los prefiero a aquellos basados sólo en efectos especiales, sin una historia sólida que los sustente, que tanto abundan hoy.
Pero lo que de verdad me engancha a la pantalla es el guión que convierte en verosímil la trama que nos desentrañan: nada es producto del azar y todos los actos de los protagonistas tienen consecuencias que, al final, determinan la suerte de todos ellos, para bien o para mal, enhebrando con coherencia el relato.
El giro final inesperado, si se produce, es fruto de algún detalle inadvertido o que no hemos tenido en cuenta, y no una sorpresa arbitraria que el director se saca de la manga, un truco barato con que engañarnos.
El juicio de Francisco Camps y Ricardo Costa -expresidente de la Comunidad y ex número dos del Partido Popular valenciano- en el Tribunal Superior de Justicia de Valencia es una mala película inverosímil de pleitos, a pesar de contar con ingredientes para el lucimiento y la intriga.
Había –y hay- una organización mafiosa en connivencia con la política para saquear fondos públicos que servían para el enriquecimiento personal y la financiación del partido en el que todos militan. Nada nuevo en una estructura en la que confluyen intereses políticos, empresariales, económicos y particulares que todavía se está investigando, aunque el juez que la descubrió esté siendo, paradójicamente, enjuiciado por denuncias de abogados defensores de esa mafia y apartado de la Judicatura.
En este caso, asistimos a un juicio por corrupción de autoridades públicas con caritas angelicales que se jactan de proclamar su inocencia pero que no cejan en retrasar el proceso con todas las argucias posibles; acusadores malvados que inician una persecución judicial implacable en la que consiguen testigos que corroboran los indicios de culpabilidad de los encausados; un jurado popular (sin tradición en nuestro país) que delibera durante días su veredicto...
Incluso, aparecen personajes secundarios que, en la órbita de los acusados, son descubiertos casualmente tomando café en el hotel donde se aloja el jurado. Y un desenlace final tan sorprendente como increíble. Nada en el proceso hacía confiar en la sentencia de “no culpables” con la que culmina el juicio, a menos que exista una segunda parte en la que se descubran manipulaciones torticeras para forzar una justicia inverosímil.
El desarrollo real de este juicio no resiste, ni en complejidad argumental ni coherencia formal, la comparación con cualquier ficción judicial a la que estamos acostumbrados en el cine o la televisión. Aunque Camps se compadece de sufrir una persecución cruel e inmoral, su padecimiento carece de la intensidad y el dramatismo contemplados en Matar a un ruiseñor o Anatomía de un asesinato, por ejemplo.
Ni las estrategias de la defensa ni el giro espectacular del veredicto pueden asimilarse a La tapadera o Las dos caras de la verdad. La realidad es ampliamente superada por la ficción, incluso en las series de televisión como Perry Manson, La ley de Los Ángeles, Ley y Orden, Ally McBeal o Juzgado de Guardia, al menos aparentemente.
A pesar de los testimonios del informático de la tienda que certifica haber sido obligado a eliminar el rastro de los acusados, del sastre que niega que pagaran los trajes, los apuntes de doble contabilidad intervenidos por la Policía a la trama mafiosa que demuestran el devengo de tales facturas, las grabaciones de las conversaciones entre los acusados y los mafiosos en las que se pone de manifiesto el grado de confianza e íntima amistad que guardan entre ellos, hasta la petición de caviar para organizar una cena de Navidad que solicita un político a su “protector”, a quien ruega que interceda ante el presidente para que lo incluya en el Gobierno de la Comunidad, nada de ello ha sido valorado en el desenlace final con la rotundidad que da la coherencia y la verosimilitud.
Antes al contrario, sin aportar ningún ticket que justificara el abono de sus deudas (trajes), el protagonista y su compinche han sido absueltos de un proceso que, si fuera una película, sería rápidamente retirada de circulación por la poca credibilidad y el rechazo del público.
Veredicto, Cuestión de honor, Testigo de cargo, 12 hombres sin piedad, Algunos hombres buenos y tantas otras nos predisponían a esperar del juicio de Valencia, aunque se tratase de un caso real, un resultado más acorde con lo que se dilucidaba en el banquillo del Tribunal Superior de aquella Comunidad.
Era impensable que el caso del monaguillo enjuiciado por el asesinato de un arzobispo pederasta fuese, a pesar de fingir doble personalidad para burlar la justicia, más creíble que la absolución del expresidente valenciano, acusado de cohecho en una pieza desligada de la trama Gürtel.
Sin nada a favor y todas las pruebas en contra, el jurado ha decidido declarar la “no culpabilidad” de los imputados, dejando a los espectadores con la sensación de que, o bien existían datos que se han querido dejar ocultos, o bien se ha optado por esa solución de forma arbitraria y por razones no convincentes.
Sea como fuere, la justicia española ha dado muestras de una inverosimilitud tan sorprendente que, salvo los beneficiarios de la condena y sus correligionarios políticos, ha instalado la desconfianza en los ciudadanos.
Puestos a destacar caritativamente alguna actuación, tal vez sea Costa, el único al que el partido ha expedientado y suspendido de militancia, quien destaque al mostrar con su silencio y sobriedad la aflicción que padecía y cierta vergüenza con lo que estaba pasando. Y es que escuchar el tono pijo de su voz pidiendo por la cara caviar daba bochorno.
Prefirió acompañar a su “jefe” al banquillo porque recelaba de la propuesta de Camps para declararse culpables y, al parecer, se han distanciado durante el juicio. ¡Qué pena, con el buen juego que hubiera dado la ruptura de esa amistad en una buena película de tribunales! Seguro que cuando utilicen esta historia para una película ganará en suspense y verosimilitud. Si no, al tiempo.
Pero lo que de verdad me engancha a la pantalla es el guión que convierte en verosímil la trama que nos desentrañan: nada es producto del azar y todos los actos de los protagonistas tienen consecuencias que, al final, determinan la suerte de todos ellos, para bien o para mal, enhebrando con coherencia el relato.
El giro final inesperado, si se produce, es fruto de algún detalle inadvertido o que no hemos tenido en cuenta, y no una sorpresa arbitraria que el director se saca de la manga, un truco barato con que engañarnos.
El juicio de Francisco Camps y Ricardo Costa -expresidente de la Comunidad y ex número dos del Partido Popular valenciano- en el Tribunal Superior de Justicia de Valencia es una mala película inverosímil de pleitos, a pesar de contar con ingredientes para el lucimiento y la intriga.
Había –y hay- una organización mafiosa en connivencia con la política para saquear fondos públicos que servían para el enriquecimiento personal y la financiación del partido en el que todos militan. Nada nuevo en una estructura en la que confluyen intereses políticos, empresariales, económicos y particulares que todavía se está investigando, aunque el juez que la descubrió esté siendo, paradójicamente, enjuiciado por denuncias de abogados defensores de esa mafia y apartado de la Judicatura.
En este caso, asistimos a un juicio por corrupción de autoridades públicas con caritas angelicales que se jactan de proclamar su inocencia pero que no cejan en retrasar el proceso con todas las argucias posibles; acusadores malvados que inician una persecución judicial implacable en la que consiguen testigos que corroboran los indicios de culpabilidad de los encausados; un jurado popular (sin tradición en nuestro país) que delibera durante días su veredicto...
Incluso, aparecen personajes secundarios que, en la órbita de los acusados, son descubiertos casualmente tomando café en el hotel donde se aloja el jurado. Y un desenlace final tan sorprendente como increíble. Nada en el proceso hacía confiar en la sentencia de “no culpables” con la que culmina el juicio, a menos que exista una segunda parte en la que se descubran manipulaciones torticeras para forzar una justicia inverosímil.
El desarrollo real de este juicio no resiste, ni en complejidad argumental ni coherencia formal, la comparación con cualquier ficción judicial a la que estamos acostumbrados en el cine o la televisión. Aunque Camps se compadece de sufrir una persecución cruel e inmoral, su padecimiento carece de la intensidad y el dramatismo contemplados en Matar a un ruiseñor o Anatomía de un asesinato, por ejemplo.
Ni las estrategias de la defensa ni el giro espectacular del veredicto pueden asimilarse a La tapadera o Las dos caras de la verdad. La realidad es ampliamente superada por la ficción, incluso en las series de televisión como Perry Manson, La ley de Los Ángeles, Ley y Orden, Ally McBeal o Juzgado de Guardia, al menos aparentemente.
A pesar de los testimonios del informático de la tienda que certifica haber sido obligado a eliminar el rastro de los acusados, del sastre que niega que pagaran los trajes, los apuntes de doble contabilidad intervenidos por la Policía a la trama mafiosa que demuestran el devengo de tales facturas, las grabaciones de las conversaciones entre los acusados y los mafiosos en las que se pone de manifiesto el grado de confianza e íntima amistad que guardan entre ellos, hasta la petición de caviar para organizar una cena de Navidad que solicita un político a su “protector”, a quien ruega que interceda ante el presidente para que lo incluya en el Gobierno de la Comunidad, nada de ello ha sido valorado en el desenlace final con la rotundidad que da la coherencia y la verosimilitud.
Antes al contrario, sin aportar ningún ticket que justificara el abono de sus deudas (trajes), el protagonista y su compinche han sido absueltos de un proceso que, si fuera una película, sería rápidamente retirada de circulación por la poca credibilidad y el rechazo del público.
Veredicto, Cuestión de honor, Testigo de cargo, 12 hombres sin piedad, Algunos hombres buenos y tantas otras nos predisponían a esperar del juicio de Valencia, aunque se tratase de un caso real, un resultado más acorde con lo que se dilucidaba en el banquillo del Tribunal Superior de aquella Comunidad.
Era impensable que el caso del monaguillo enjuiciado por el asesinato de un arzobispo pederasta fuese, a pesar de fingir doble personalidad para burlar la justicia, más creíble que la absolución del expresidente valenciano, acusado de cohecho en una pieza desligada de la trama Gürtel.
Sin nada a favor y todas las pruebas en contra, el jurado ha decidido declarar la “no culpabilidad” de los imputados, dejando a los espectadores con la sensación de que, o bien existían datos que se han querido dejar ocultos, o bien se ha optado por esa solución de forma arbitraria y por razones no convincentes.
Sea como fuere, la justicia española ha dado muestras de una inverosimilitud tan sorprendente que, salvo los beneficiarios de la condena y sus correligionarios políticos, ha instalado la desconfianza en los ciudadanos.
Puestos a destacar caritativamente alguna actuación, tal vez sea Costa, el único al que el partido ha expedientado y suspendido de militancia, quien destaque al mostrar con su silencio y sobriedad la aflicción que padecía y cierta vergüenza con lo que estaba pasando. Y es que escuchar el tono pijo de su voz pidiendo por la cara caviar daba bochorno.
Prefirió acompañar a su “jefe” al banquillo porque recelaba de la propuesta de Camps para declararse culpables y, al parecer, se han distanciado durante el juicio. ¡Qué pena, con el buen juego que hubiera dado la ruptura de esa amistad en una buena película de tribunales! Seguro que cuando utilicen esta historia para una película ganará en suspense y verosimilitud. Si no, al tiempo.
DANIEL GUERRERO