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Invitación a la anarquía

Lo que está sucediendo en el PSOE, los enfrentamientos internos que se están dando y esa ruptura de la que hablan las páginas de Opinión de cualquiera de los medios, no representa sino un expresión más de la débil democracia en la que nos movemos los españoles.

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Débil por nuestro sistema electoral; débil por la organización interna de nuestros partidos; débil, muy débil en demasiadas ocasiones, por la formación de nuestros políticos; y, también débil, por nosotros mismos, por los propios electores, que aún después de treinta años no hemos aprendido a decidir sobre la organización de Estado que gobierne la sociedad.

Que la apertura de un proceso electoral de primarias pueda debilitar, como lo está haciendo, a un partido político con más de un siglo de historia, nos indica la escasa consistencia y la fragilidad de todo un proceder democrático que debiera tener –porque en este caso no lo tiene- en la confrontación de ideas, de propuestas y hasta de personas, y en la capacidad de elegir, una de sus razones de ser.

Y es que si rascamos un poco, solo un poco, descubrimos que situaciones como esta solo se dan cuando se pierde el poder, cuando el reparto de cargos públicos queda reducido a la mínima expresión y los contrincantes no tienen nada que perder y sí al menos aspirar a las migajas que caigan de la mesa o a ese pan futuro que pudiera ponerse sobre ella una vez concluya su ciclo el partido actualmente en el Gobierno.

Se da porque contamos con un sistema electoral que sólo beneficia a la clase dirigente. Que entroniza el poder absoluto de las cúpulas de los partidos sometiendo a su yugo el nulo poder de las bases de los mismos y no digamos ya de la ciudadanía no adscrita a ninguno de ellos.

Un sistema que, preelectoralmente, unos y otros han afirmado que cambiarían de ganar las elecciones, pero que estoy en la total y absoluta seguridad de que nadie modificará en lo sustancial, dado lo difícil que en nuestro país resulta que alguien renuncie a sus privilegios.

Por eso la lucha intestina que se vive en el PSOE, como la que en otros momentos se haya vivido en el PP, si bien es cierto que la derecha ha seguido, por lo general, cauces menos participativos para afrontar los cambios desde su propio carácter conservador.

Luchas intestinas que, como apuntaba al principio, son una expresión más de la debilidad de la organización interna de nuestros partidos, enfermizamente personalista -como lo está siendo la campaña entre Rubalcaba y Chacón-, que no debaten sobre proyectos e ideas sino que terminan haciéndolo sobre personas, dejando al descubierto la escasa sustancialidad que debiera servirles como elemento de cohesión.

De ahí que, siempre se ha comentado, los vencedores de un congreso “pasen a cuchillo” a los perdedores, conocedores, como son, de que resulta imposible la integración cuando la confrontación se ha establecido entre personas, cargadas todas ellas de intereses, y no entre ideas que siempre gozan de la condición de poder ser intercambiables cuando no matizables.

De no hacerlo, y sé de lo que hablo, el espíritu democratizador de quienes ofertan la integración se ve siempre superado por el afán de destrucción de aquellos que nunca olvidan ser perdedores.

A todo ello hemos de sumar la escasa cualificación intelectual, profesional y social de bastantes de nuestros políticos –que ya denunciaba recientemente Ansón en un magistral artículo-, llegados a un profesionalismo institucional no por sus propios méritos sino por su capacidad para adaptarse a las exigencias de quienes tienen la potestad de designarlos, que en el caso español no somos los ciudadanos aunque después colaboremos a ello desde las urnas.

Lo he dicho en más de una ocasión y no voy a abstenerme de hacerlo ahora. Nuestros representantes de hoy en día no llegan a la política a través de la vida, de su experiencia, de sus valores, de la lucha cotidiana, sino que recorren un camino viciado, llegando a la vida a través de la política, con lo que en lugar de aportar beneficios se convierten en simples receptores de los mismos, con el empobrecimiento que ello representa para nuestra democracia y para la propia convivencia ciudadana.

Y debilidad democrática, por último, por el escaso nivel crítico de quienes debiéramos modularla, los ciudadanos de a pie, deslumbrados por el poder de las siglas, sin prestar atención alguna a quienes las representan o a las propuestas que las mismas encierran.

Así, aceptamos que se nos prometa una cosa para incumplirla acto seguido o que se sitúen en cargos de representación a quienes posteriormente acaban en los juzgados o dan cobijo a estos últimos.

Si no fuese porque no tengo excesiva confianza en que determinados valores ético y morales, determinantes para la convivencia del ser humano, dominen mayoritariamente en nuestra sociedad, entendería que el camino a seguir no es otro que el del liberalismo más radical: la anarquía.

ENRIQUE BELLIDO
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