Mi psicólogo me ha dicho que lo diga en público, que lo exteriorice y aprenda a asumirlo. Así que allá voy: soy interino y menor de treinta años. Los interinos somos como aquellos mendigos lisiados que poblaban las sucias calles de los burgos de la Edad Media: tenían lo peor de los mendigos y lo peor de los minusválidos. Los interinos somos algo parecido, pero adaptados a las sucias calles de las ciudades del siglo XXI, que hay cosas que no cambian: tenemos lo peor de los funcionarios y lo peor de los trabajadores por cuenta ajena.
Al igual que los hindúes, los interinos nos agrupamos en castas: no ocupan el mismo escalafón los interinos que rondan la cincuentena que los que apenas llegamos a los treinta; ellos son interinos "cinco estrellas", mientras que los demás apenas llegamos a "Pensión Chari".
Después de varios años de Jornadas de Puertas Abiertas -u oposiciones según la Disposición Transitoria 17ª de la LOE, como prefieran llamarlo-, los interinos que quedamos aún en el sistema hemos adquirido la condición de parias: sobramos porque no hay dinero.
Y de repente, resulta que la labor que desempeñamos cubriendo las plazas que nadie quiere, que están vacantes por baja, o que están vacantes por baja porque nadie las quiere no es necesaria porque, añadiendo dos horitas más a la semana el problema se resuelve, si te he visto no me acuerdo y firme aquí su finiquito; ah, no, perdón, que no tenemos finiquito, lo olvidaba; lo dejamos en "si te he visto no me acuerdo" y, aquí viene lo mejor, "no te quejes, que al menos has trabajado unos meses".
Pero antes te has recorrido Andalucía entera, como es mi caso, porque hasta para eso hay que tener suerte. Y llegabas al instituto y preguntabas: "¿Por qué tema vais?". "No, si no damos clase, nos deja los ordenadores". "Bah, chiquilladas". Y no, resulta que era verdad.
E intentas dar clase a alumnos que, cuando te das la vuelta, te ven la fecha de caducidad impresa en la espalda cual tapa de yogurt. Y hacías exámenes, y ponías notas y el amable funcionario que se daba de alta días antes de la evaluación, o la semana clave para que no cobraras las vacaciones (que se venden muy caras), como es muy ecologista y reciclar está de moda, con tus informes y notas se hacía un bonito rollo de Scottex.
Pero ni se me ocurre quejarme, que tengo trabajo y el personal está muy susceptible. Los interinos, como el vidrio, podemos tener muchas vidas. Seguiré con mi labor hasta que un señor que gana, entre unas cosas y otras, más de 100.000 euros al año, diga que ya está bien, que salimos muy caros, que no hay dinero y que austeridad, austeridad y austeridad; y yo, mientras tanto, miro hacia abajo y me doy cuenta de que estoy usando el último agujero que le quedaba a mi roído cinturón.
Al igual que los hindúes, los interinos nos agrupamos en castas: no ocupan el mismo escalafón los interinos que rondan la cincuentena que los que apenas llegamos a los treinta; ellos son interinos "cinco estrellas", mientras que los demás apenas llegamos a "Pensión Chari".
Después de varios años de Jornadas de Puertas Abiertas -u oposiciones según la Disposición Transitoria 17ª de la LOE, como prefieran llamarlo-, los interinos que quedamos aún en el sistema hemos adquirido la condición de parias: sobramos porque no hay dinero.
Y de repente, resulta que la labor que desempeñamos cubriendo las plazas que nadie quiere, que están vacantes por baja, o que están vacantes por baja porque nadie las quiere no es necesaria porque, añadiendo dos horitas más a la semana el problema se resuelve, si te he visto no me acuerdo y firme aquí su finiquito; ah, no, perdón, que no tenemos finiquito, lo olvidaba; lo dejamos en "si te he visto no me acuerdo" y, aquí viene lo mejor, "no te quejes, que al menos has trabajado unos meses".
Pero antes te has recorrido Andalucía entera, como es mi caso, porque hasta para eso hay que tener suerte. Y llegabas al instituto y preguntabas: "¿Por qué tema vais?". "No, si no damos clase, nos deja los ordenadores". "Bah, chiquilladas". Y no, resulta que era verdad.
E intentas dar clase a alumnos que, cuando te das la vuelta, te ven la fecha de caducidad impresa en la espalda cual tapa de yogurt. Y hacías exámenes, y ponías notas y el amable funcionario que se daba de alta días antes de la evaluación, o la semana clave para que no cobraras las vacaciones (que se venden muy caras), como es muy ecologista y reciclar está de moda, con tus informes y notas se hacía un bonito rollo de Scottex.
Pero ni se me ocurre quejarme, que tengo trabajo y el personal está muy susceptible. Los interinos, como el vidrio, podemos tener muchas vidas. Seguiré con mi labor hasta que un señor que gana, entre unas cosas y otras, más de 100.000 euros al año, diga que ya está bien, que salimos muy caros, que no hay dinero y que austeridad, austeridad y austeridad; y yo, mientras tanto, miro hacia abajo y me doy cuenta de que estoy usando el último agujero que le quedaba a mi roído cinturón.
PABLO POÓ