Somos seres racionales que aprehendemos la realidad mediante construcciones simbólicas. Nos servimos de convencionalismos para, de alguna manera, hacer asequible al entendimiento lo inconmensurable e incomprensible. Como el término tiempo, ese “transcurrir” desde la nada hacia la extinción a través de la indiferencia. Sólo el ser humano pretende dotarlo de parámetros simbólicos para reducirlo a intervalos comprensibles y mensurables por la razón, otorgándole algún sentido.
Así, imaginamos que el tiempo es algo dinámico que se inicia en el pasado, nos arrolla en el presente y se dirige hacia el futuro, aunque cuando miramos una estrella podemos estar viendo el brillo de un astro que hace miles o millones de años ha desaparecido. El concepto se complica cuando lo relacionamos con la distancia, la velocidad o la entropía.
Es tan artificial la medición del tiempo que, a escala planetaria, a veces nos sorprendemos de estar tomando las uvas para celebrar el cambio de año cuando en la otra parte del mundo hace ya horas que lo han celebrado o falta todavía medio día para hacerlo.
No sabemos en realidad qué es lo que contamos ni lo que celebramos. Pero como animales antropocéntricos, todo lo valoramos conforme nuestra propia escala, a nuestra medida. Y construimos la convención del año para medir la duración de nuestras vidas, como si al Universo le afectase la existencia o no de un planeta remoto e insignificante y las vicisitudes (físicas y químicas) que puedan suceder en su corteza.
Sin embargo, nos empeñamos en contar con el máximo rigor el fluir del tiempo y hasta nos emocionamos al hacer planes sobre proyectos que confiamos al futuro, como si desear "feliz año nuevo" surtiera el encanto de asegurarnos las bondades de un porvenir tan impreciso como improbable.
Es curiosa esa capacidad humana de elaborar un conocimiento antropológico, la única manera en realidad de administrar y manipular la información que captan nuestros sentidos para que el cerebro la procese.
Las longitudes de onda lumínica que reflejan los objetos las denominamos "color", cuya significación varía en función del ámbito cultural donde se interprete. De igual modo, todo es muy relativo. Lo que en Nochevieja celebramos con uvas en España, en otros lugares lo harán con lentejas o en momentos diferentes. Nada es preciso y exacto.
"Feliz año" es, simplemente, un formalismo social para saludar el inimaginable recorrido hacia la segura extinción que nos reserva el destino. Que eso sea feliz o atroz no deja de ser la actitud con la que se afronta la viabilidad de cada ser, sin más trascendencia que el mero existir circunstancial.
Queremos impregnar de un sentido extraordinario a lo que es sólo azar regido por leyes que desconocemos. Sumida en semejante vaciedad, la inteligencia recurre a imaginar una finalidad que suponga alguna esperanza para la Humanidad, aquella que se piensa el centro de su creación, objeto de ese Universo simbólico para la comprensión.
Sólo desde ese subterfugio adquiere alguna connotación la expresión de una aspiración basada en conceptos tan nebulosos como la felicidad y el tiempo. ¿Por qué brindamos entonces? Para evitar la sensación de orfandad absoluta e ilusionarnos con disponer de tiempo. Y porque cada 1 de enero cumplo años, sencillamente.
Así, imaginamos que el tiempo es algo dinámico que se inicia en el pasado, nos arrolla en el presente y se dirige hacia el futuro, aunque cuando miramos una estrella podemos estar viendo el brillo de un astro que hace miles o millones de años ha desaparecido. El concepto se complica cuando lo relacionamos con la distancia, la velocidad o la entropía.
Es tan artificial la medición del tiempo que, a escala planetaria, a veces nos sorprendemos de estar tomando las uvas para celebrar el cambio de año cuando en la otra parte del mundo hace ya horas que lo han celebrado o falta todavía medio día para hacerlo.
No sabemos en realidad qué es lo que contamos ni lo que celebramos. Pero como animales antropocéntricos, todo lo valoramos conforme nuestra propia escala, a nuestra medida. Y construimos la convención del año para medir la duración de nuestras vidas, como si al Universo le afectase la existencia o no de un planeta remoto e insignificante y las vicisitudes (físicas y químicas) que puedan suceder en su corteza.
Sin embargo, nos empeñamos en contar con el máximo rigor el fluir del tiempo y hasta nos emocionamos al hacer planes sobre proyectos que confiamos al futuro, como si desear "feliz año nuevo" surtiera el encanto de asegurarnos las bondades de un porvenir tan impreciso como improbable.
Es curiosa esa capacidad humana de elaborar un conocimiento antropológico, la única manera en realidad de administrar y manipular la información que captan nuestros sentidos para que el cerebro la procese.
Las longitudes de onda lumínica que reflejan los objetos las denominamos "color", cuya significación varía en función del ámbito cultural donde se interprete. De igual modo, todo es muy relativo. Lo que en Nochevieja celebramos con uvas en España, en otros lugares lo harán con lentejas o en momentos diferentes. Nada es preciso y exacto.
"Feliz año" es, simplemente, un formalismo social para saludar el inimaginable recorrido hacia la segura extinción que nos reserva el destino. Que eso sea feliz o atroz no deja de ser la actitud con la que se afronta la viabilidad de cada ser, sin más trascendencia que el mero existir circunstancial.
Queremos impregnar de un sentido extraordinario a lo que es sólo azar regido por leyes que desconocemos. Sumida en semejante vaciedad, la inteligencia recurre a imaginar una finalidad que suponga alguna esperanza para la Humanidad, aquella que se piensa el centro de su creación, objeto de ese Universo simbólico para la comprensión.
Sólo desde ese subterfugio adquiere alguna connotación la expresión de una aspiración basada en conceptos tan nebulosos como la felicidad y el tiempo. ¿Por qué brindamos entonces? Para evitar la sensación de orfandad absoluta e ilusionarnos con disponer de tiempo. Y porque cada 1 de enero cumplo años, sencillamente.
DANIEL GUERRERO