Ha muerto Manuel Fraga Iribarne, un espécimen prehistórico que supo adaptarse sin renunciar a sus esencias a los nuevos tiempos que la democracia traía a este país tras la muerte del dictador. Murió sin desistir del legado de una guerra civil que dividió a los españoles en dos bandos irreconciliables, sintiéndose orgulloso de la asonada fratricida que siguió fusilando hasta décadas después de acabar la contienda. Orgulloso de pertenecer, decía, a los mejores españoles que se habían alzado en armas y, más tarde, a los que consideraban que la calle era suya.
Fraga pertenecía a esa estirpe sólida de políticos que jamás retroceden ni se arrepienten de sus actos, convencidos de contar con la razón histórica y con la fuerza a su favor.
Hombre de gran capacidad para el trabajo y dotado de una memoria enciclopédica, nunca se conformó con segundos puestos en su vida: tenía que ser matrícula de honor en los estudios o primera figura en su carrera política en el Régimen de Franco, donde alcanzó cargos de gran responsabilidad, siendo varias veces ministro.
En todos ellos dejó impronta de su fuerte personalidad, combinando el autoritarismo más irracional con cierto talante aperturista que jamás consiguió modificar ni sus esencias personales ni la dictadura a la que servía.
Así, podía elaborar una nueva Ley de Prensa que concedía cierta libertad, pero manteniendo el secuestro de publicaciones para cuando fuera necesario silenciar las voces disonantes. O posibilitando desde el Ministerio de la Gobernación tímidas reuniones de una oposición clandestina, pero disolviendo a tiros, con órdenes de matar, manifestaciones o concentraciones que osaran enfrentarse al poder establecido, aunque fueran de carlistas en Montejurra.
Los estertores del franquismo los vivió como embajador en Londres para convalidar su tonalidad añil con los nuevos colores democráticos. A su vuelta pudo reorganizar la derecha española bajo una Alianza que presumía popular, pero que sólo consiguió agrupar a los ejemplares más inamovibles al cambio.
Otros cachorros prefirieron buscar alternativas con compañías menos pesadas para explorar una Unión que los centrara hacia un futuro inmediato. Fueron tiempos de un parque jurásico para siete magníficos representantes de lo que nadie deseaba: las esencias alcanforadas de los que no renuncian de su inquebrantable adhesión al pasado.
Su fino olfato, sin embargo, permitió dejar paso a unas nuevas generaciones con brillantina que, aún rechazando la Constitución, fueron capaces de transformar la Alianza en Partido, también popular, para ascender cual gaviotas hasta los cielos del gobierno y el poder.
No pudiendo ser el primero a escala nacional como presidente de Gobierno, se conformó con serlo en la regional, en su Galicia natal, donde encontró refugio durante 16 años hasta que la catástrofe del Prestige lo desprestigió.
Con todo, siguió manteniendo su condición de senador y presidente de honor de su partido a perpetuidad, hasta que la muerte venció su recia determinación de no renunciar jamás a las esencias: ayer murió a los 89 años de edad. Con él se entierra un trozo de historia que, por fortuna, parece ya definitivamente superada, pero que no conviene olvidar siquiera a la hora de los epitafios.
Fraga pertenecía a esa estirpe sólida de políticos que jamás retroceden ni se arrepienten de sus actos, convencidos de contar con la razón histórica y con la fuerza a su favor.
Hombre de gran capacidad para el trabajo y dotado de una memoria enciclopédica, nunca se conformó con segundos puestos en su vida: tenía que ser matrícula de honor en los estudios o primera figura en su carrera política en el Régimen de Franco, donde alcanzó cargos de gran responsabilidad, siendo varias veces ministro.
En todos ellos dejó impronta de su fuerte personalidad, combinando el autoritarismo más irracional con cierto talante aperturista que jamás consiguió modificar ni sus esencias personales ni la dictadura a la que servía.
Así, podía elaborar una nueva Ley de Prensa que concedía cierta libertad, pero manteniendo el secuestro de publicaciones para cuando fuera necesario silenciar las voces disonantes. O posibilitando desde el Ministerio de la Gobernación tímidas reuniones de una oposición clandestina, pero disolviendo a tiros, con órdenes de matar, manifestaciones o concentraciones que osaran enfrentarse al poder establecido, aunque fueran de carlistas en Montejurra.
Los estertores del franquismo los vivió como embajador en Londres para convalidar su tonalidad añil con los nuevos colores democráticos. A su vuelta pudo reorganizar la derecha española bajo una Alianza que presumía popular, pero que sólo consiguió agrupar a los ejemplares más inamovibles al cambio.
Otros cachorros prefirieron buscar alternativas con compañías menos pesadas para explorar una Unión que los centrara hacia un futuro inmediato. Fueron tiempos de un parque jurásico para siete magníficos representantes de lo que nadie deseaba: las esencias alcanforadas de los que no renuncian de su inquebrantable adhesión al pasado.
Su fino olfato, sin embargo, permitió dejar paso a unas nuevas generaciones con brillantina que, aún rechazando la Constitución, fueron capaces de transformar la Alianza en Partido, también popular, para ascender cual gaviotas hasta los cielos del gobierno y el poder.
No pudiendo ser el primero a escala nacional como presidente de Gobierno, se conformó con serlo en la regional, en su Galicia natal, donde encontró refugio durante 16 años hasta que la catástrofe del Prestige lo desprestigió.
Con todo, siguió manteniendo su condición de senador y presidente de honor de su partido a perpetuidad, hasta que la muerte venció su recia determinación de no renunciar jamás a las esencias: ayer murió a los 89 años de edad. Con él se entierra un trozo de historia que, por fortuna, parece ya definitivamente superada, pero que no conviene olvidar siquiera a la hora de los epitafios.
DANIEL GUERRERO