Reconozco que en mi juventud era un lector desordenado, leía sin criterio: desde el prospecto de una caja de medicinas a la revistilla Atalaya de los Testigos de Jehová. La culpa es de mi padre, al que siempre he conocido leyendo. Y se me pegó esa manía.
La cuestión es que sigo leyendo y sigo desordenado y sin criterio: hoy leo hasta La Gaceta. De aquellos años de mocedad guardo épocas dulces de estimulante pesimismo existencial, contagiado por Emil M. Cioran, filósofo de origen rumano (Rasinari, 1911-París, 1995).
El libro más antiguo que tengo de Ciorán en mi biblioteca data de 1986, Breviario de podredumbre (Taurus, 1985), donde advertía sobre la frivolidad: "Es la búsqueda de lo superficial por aquellos que habiendo advertido la imposibilidad de toda certeza, han adquirido asco por ella".
Y de Dios: "Todo absoluto -personal o abstracto- es una forma de escamotear los problemas; y no sólo los problemas, sino también su raíz, que no es otra que un pánico de los sentidos". Incluso de la muerte: "La muerte es demasiado exacta; todas las razones se encuentran de su lado. Misteriosa para nuestros instintos, se dibuja, ante nuestra reflexión, límpida, sin prestigios y sin los falsos atractivos de lo desconocido". Por eso estima insensato buscar un sentido a la vida: "Dad un fin preciso a la vida: pierde instantáneamente su atractivo. La inexactitrud de sus fines la vuelve superior a la muerte".
Luego, con el tiempo, he ido adquiriendo otras obras de Cioran, como Silogismos de la amargura y Ese maldito yo (ambos en Tusquets), que abundan en sus temas de reflexión predilectos desde una mirada pesimista y absurda de la vida.
Se empeña en todos sus libros por hacernos ver que no hay otra cosa que la nada y, por lo tanto, hay que aceptar el ridículo de estar vivo. "El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad". Su verbo es directo, claro y puntilloso a la hora de no dejar ninguna duda respecto al vacío esencial que nos corroe, del tedio de existir y del fracaso de toda iniciativa.
"El mundo comienza y acaba con nosotros. Sólo existe nuestra conciencia, ella lo es todo y ese todo desaparece con ella". Y lo hace con la maestría de las palabras, "erguidas contra la legitimación de las Grandes Palabras", mediante aforismos de fina ironía y sutil humor, o con piezas más extensas que dan vueltas y más vueltas a lo mismo.
Por aquellos años áridos en que comencé a leerlo, éramos jóvenes y la vida aparecía como una utopía que había que afrontar en cada esquina: nada estaba a mano ni era permitido. Sólo el pensamineto podía ser subversivo, sin riesgo a las consecuencias ni censuras. Gracias a él podíamos desmantelar las falsas promesas y los muros de la ortodoxia.
Cioran nos preparaba para intentar tumbar un mundo asfixiante y combatir una existencia estéril, a la que mirábamos con desdén y de la que despreciábamos los falsos decorados de su hipocrecía vacua. Pero no nos lo tomábamos demasiado en serio, simplemente nos ayudaba a cuestionarlo todo.
"Entre el horror y el éxtasis, practico una tristeza activa", decía Cioran en una entrevista recogida en Conversaciones (Tusquets, 1996). También su pesimismo era activo: "El pesimista debe inventarse cada día nuevas razones de existir; es una víctima de la vida". Era un perfecto diletante que desconfiaba del optimismo: "Fue hasta el final un optimista, un aspirante a la decepción".
Todavía hoy, cada vez que algo me asombra, recurro a Emil Cioran para buscar el origen del absurdo. "Llega un momento en que uno no se imita ya más que a sí mismo". Por contradictorio que parezca, me ayuda a albergar esperanzas. O como él mismo expresó: "Me parece que lo verdaderamente hermoso en la vida es no tener ya la menor ilusión y realizar un acto de vida, ser cómplice de algo así, estar en contradicción total con lo que sabes. Y si en la vida hay algo misterioso, es precisamente eso: que, sabiendo lo que sabes, seas capaz de realizar un acto negado por tu saber".
Viendo lo que sucede hoy en el mundo, cobra actualidad su sarcasmo: "Quien por distracción o incompetencia detenga, aunque sólo sea un momento, la marcha de la humanidad, será su salvador".
La cuestión es que sigo leyendo y sigo desordenado y sin criterio: hoy leo hasta La Gaceta. De aquellos años de mocedad guardo épocas dulces de estimulante pesimismo existencial, contagiado por Emil M. Cioran, filósofo de origen rumano (Rasinari, 1911-París, 1995).
El libro más antiguo que tengo de Ciorán en mi biblioteca data de 1986, Breviario de podredumbre (Taurus, 1985), donde advertía sobre la frivolidad: "Es la búsqueda de lo superficial por aquellos que habiendo advertido la imposibilidad de toda certeza, han adquirido asco por ella".
Y de Dios: "Todo absoluto -personal o abstracto- es una forma de escamotear los problemas; y no sólo los problemas, sino también su raíz, que no es otra que un pánico de los sentidos". Incluso de la muerte: "La muerte es demasiado exacta; todas las razones se encuentran de su lado. Misteriosa para nuestros instintos, se dibuja, ante nuestra reflexión, límpida, sin prestigios y sin los falsos atractivos de lo desconocido". Por eso estima insensato buscar un sentido a la vida: "Dad un fin preciso a la vida: pierde instantáneamente su atractivo. La inexactitrud de sus fines la vuelve superior a la muerte".
Luego, con el tiempo, he ido adquiriendo otras obras de Cioran, como Silogismos de la amargura y Ese maldito yo (ambos en Tusquets), que abundan en sus temas de reflexión predilectos desde una mirada pesimista y absurda de la vida.
Se empeña en todos sus libros por hacernos ver que no hay otra cosa que la nada y, por lo tanto, hay que aceptar el ridículo de estar vivo. "El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad". Su verbo es directo, claro y puntilloso a la hora de no dejar ninguna duda respecto al vacío esencial que nos corroe, del tedio de existir y del fracaso de toda iniciativa.
"El mundo comienza y acaba con nosotros. Sólo existe nuestra conciencia, ella lo es todo y ese todo desaparece con ella". Y lo hace con la maestría de las palabras, "erguidas contra la legitimación de las Grandes Palabras", mediante aforismos de fina ironía y sutil humor, o con piezas más extensas que dan vueltas y más vueltas a lo mismo.
Por aquellos años áridos en que comencé a leerlo, éramos jóvenes y la vida aparecía como una utopía que había que afrontar en cada esquina: nada estaba a mano ni era permitido. Sólo el pensamineto podía ser subversivo, sin riesgo a las consecuencias ni censuras. Gracias a él podíamos desmantelar las falsas promesas y los muros de la ortodoxia.
Cioran nos preparaba para intentar tumbar un mundo asfixiante y combatir una existencia estéril, a la que mirábamos con desdén y de la que despreciábamos los falsos decorados de su hipocrecía vacua. Pero no nos lo tomábamos demasiado en serio, simplemente nos ayudaba a cuestionarlo todo.
"Entre el horror y el éxtasis, practico una tristeza activa", decía Cioran en una entrevista recogida en Conversaciones (Tusquets, 1996). También su pesimismo era activo: "El pesimista debe inventarse cada día nuevas razones de existir; es una víctima de la vida". Era un perfecto diletante que desconfiaba del optimismo: "Fue hasta el final un optimista, un aspirante a la decepción".
Todavía hoy, cada vez que algo me asombra, recurro a Emil Cioran para buscar el origen del absurdo. "Llega un momento en que uno no se imita ya más que a sí mismo". Por contradictorio que parezca, me ayuda a albergar esperanzas. O como él mismo expresó: "Me parece que lo verdaderamente hermoso en la vida es no tener ya la menor ilusión y realizar un acto de vida, ser cómplice de algo así, estar en contradicción total con lo que sabes. Y si en la vida hay algo misterioso, es precisamente eso: que, sabiendo lo que sabes, seas capaz de realizar un acto negado por tu saber".
Viendo lo que sucede hoy en el mundo, cobra actualidad su sarcasmo: "Quien por distracción o incompetencia detenga, aunque sólo sea un momento, la marcha de la humanidad, será su salvador".
DANIEL GUERRERO