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Camino hacia la locura: Vincent van Gogh (1)

Creo que si se hiciera una encuesta de rango internacional entre los ciudadanos de a pie de los países europeos para que citaran el nombre de un pintor famoso, estoy completamente seguro que el más nombrado sería Van Gogh. Y es que la vida y la obra del genial artista holandés suscitan gran fascinación, no solo entre los amantes del arte sino en la mayoría de la gente profana en el campo de la pintura.


La atracción que ejerce en esa parte de la población, más o menos interesada en el arte, creo que proviene, además del valor de su obra, de una vida tan singular, en la que el fracaso personal y profesional en el que vivió contrasta con el enorme éxito que alcanzó al año de su muerte, un éxito que fue creciendo y agrandándose con el paso del tiempo, pero que él nunca intuyó.

No se puede dar una paradoja mayor en un hombre que, por un lado, no logró vender ni un solo lienzo en vida y, por otro, la enorme admiración que despertó una vez que decidió dar fin a su existencia.

Quizás se debiera a esa mezcla de vida al margen de los convencionalismos sociales, de búsqueda desesperada de un motivo que le diera sentido y fuera un camino por el que transitar, y, claro está, en un uso apasionado de los colores con trazos rápidos y violentos, que los estudiosos los sitúan en el postimpresionismo, pero que, a fin de cuentas, no se adscriben a una corriente pictórica determinada.

Conviene, por otro lado, recordar que en realidad nunca llegó a conocer ni el amor ni la amistad, esos dos grandes motores anímicos tan necesarios para afrontar los retos de la vida, aunque, como veremos, los buscó desesperadamente.

En medio de todo este desierto del alma, aparece como un oasis la figura de su hermano Theo, menor que él, ya que este se volcó en su ayuda, ejerciendo de padre protector y de leal amigo. Pero, en el caso de Vincent, un buen hermano no fue suficiente para sacarle del infierno en el que llegó a vivir.

Y antes de iniciar un recorrido en su vida y su obra, quisiera responder a una hipotética pregunta: ¿Por qué me voy a adentrar en este personaje para tratarlo en Montilla Digital cuando es muy fácil pinchar en cualquier buscador y acercarse, aunque sea con la frialdad de la pantalla del ordenador, a los cuadros que Van Gogh nos dejó como herencia de una vida, por un lado, apasionada con los colores que la paleta le ofrecía y, por otro, atormentada desde muy pequeño?

La razón se encuentra en hacer ver, como he ido exponiendo en trabajos precedentes, que gran parte de nuestra biografía personal está marcada por esos años de la infancia que la mayoría vivimos de forma dichosa, pero que no todos los niños tienen la suerte de conocer ese período de forma feliz, sino todo lo contrario: que es el origen de sus tormentos en la edad adulta.

La semblanza de personajes atormentados no es nueva en las páginas de este diario. Podemos recordar que uno de los colaboradores de Montilla Digital, Daniel Guerrero, nos acercó de manera un tanto escueta, pero con un gran interés, a la figura y la obra de Emil M. Cioran.

Quienes tuvieron la curiosidad de leer el artículo, pudieron comprobar que escribí una breve explicación del, para mí, mayor pesimista en el campo del ensayo, aunque plasmó sus ideas y sentimientos de manera brillante en hojas de papel.

Y es que, al igual que Cioran, Vincent van Gogh sufrió en su infancia los estragos de otro padre, también clérigo, pero en este caso pastor protestante de una pequeña iglesia luterana.

A mi modo de ver, ambos personajes ilustran de manera paradigmática cómo las vivencias de la infancia marcan el carácter y la trayectoria emocional de las personas, aspectos que venimos estudiando a través de los dibujos de los niños.

Por otro lado, la idea de felicidad, que hemos abordado en anteriores artículos, se nos antoja como objetivo casi inalcanzable cuando en los inicios de la vida se ha penetrado en las profundidades de la soledad, del miedo y del desamor por parte de los padres.

Estas son razones significativas por la que voy a realizar un breve recorrido en la biografía de Vincent van Gogh, ahondando en sus rasgos psicológicos y tomando como referencia algunos de los numerosos autorretratos que se hizo a lo largo de su vida.

Una vida, en el fondo, obsesionada por la búsqueda del equilibrio, de la paz interior y de la felicidad que les fueron negadas, puesto que ya desde muy pequeño sufrió los avatares de una educación extremadamente rígida, en la que los sentimientos de cariño, ternura y seguridad quedaban fuera; no así la idea de la muerte, que le acompañó a lo largo de su vida.


Y puesto que vamos a conocerla apoyándonos en sus retratos, como dato a tener en cuenta, indico que del pintor solo se conservan dos fotografías, que presentamos en esta página: la primera (izquierda) cuando tenía trece años y la segunda (derecha) una vez que había llegado a los veinte. En ambas comprobamos su enorme seriedad, por lo que pareciera que corresponden a personajes de más edad que las que tenía cuando se dejó fotografiar.

Vincent Wilhem van Gogh, tal era su nombre completo, nació en el sur de los Países Bajos, en Groot-Zundert, el 30 de marzo de 1853, pueblecito de mayoría católica en el que su padre, como he indicado, era un pastor protestante de la pequeña parroquia de Zundert.

De su infancia hay un dato significativo a tener en cuenta y al que sus biógrafos le atribuyen el origen de su desequilibrio mental: vino al mundo exactamente un año después que el primogénito de la familia, un niño que nació muerto, y al que los padres habían puesto los mismos nombres que a Vincent. Ese bebé fue enterrado en el cementerio protestante que rodeaba a la capilla, el mismo lugar en el que jugó durante su primera infancia.

Este hecho, a todas luces, lo marcó profundamente para el resto de su vida. Y lo que uno no acaba de comprender es cómo a unos padres se les ocurre ponerle el mismo nombre de un niño fallecido, sabiendo que iba a contemplarlo enterrado todos los días y con su propio nombre impreso en una lápida mortuoria, recordándole su propia muerte.

En este clima de rigor familiar Vincent fue creciendo, al tiempo que la familia iba incrementándose, ya que tuvo otros cinco hermanos: dos varones y tres chicas, aunque solo con Theo, dos años menor que él, mantuvo una relación de camaradería, tal como se refleja en la correspondencia que ambos hermanos sostuvieron durante muchos años.

Como es de suponer, su vida en el seno de la familia estaba marcada por las estrictas pautas religiosas. Así, las lecturas diarias de la Biblia eran un rito que la cohesionaban. Estas lecturas crearon un fervor religioso en el pequeño Vincent, de modo que pronto le hicieron creer en la posibilidad de salvar de la pobreza a sus convecinos a través del amor. Y es que la enorme pobreza en la que vivían los campesinos y los mineros de la zona le empezó a angustiar desde muy temprano.

Con el paso del tiempo comprobaría que con oraciones no se salía de la pobreza. No obstante, su sincera simpatía por los trabajadores que vivían de la tierra la plasmaría en las temáticas de sus primeros lienzos, en los que reflejaba la dureza de la vida de las familias más modestas de su pequeño pueblo.

Cuando cumple los 16 años, sus padres le envían a trabajar a La Haya como dependiente de la galería de arte Goupil, donde pasará tres años. Comprueba que la vida en la ciudad es muy distinta a la de su pequeño pueblo. Su carácter retraído le aísla de la gente. Ese carácter taciturno y huraño que se va forjando empezaba a adueñarse de su rostro.


Ese rostro retraído, distante y triste será una constante a lo largo de los muchos autorretratos que se hizo a lo largo de su vida, como podemos observar en los tres primeros que muestro: uno correspondiente a la primavera de 1886 (izquierda), cuando tenía treinta y tres años; el segundo (centro) en el verano de ese mismo año, lo que da lugar a que aquí los colores sean más luminosos; y el tercero (derecha), volviendo a la oscuridad cromática, que se corresponde con los inicios del año siguiente.

Cansado del trabajo en La Haya, Vincent pidió ser trasladado a la sucursal de Goupil en París, y, poco después, a la de Londres. Allí, en la gran ciudad inglesa, se enamora de una chica llamada Úrsula Loyer, hija de la patrona de la pensión en la que se aloja.

Muy pronto conoce lo que es la decepción amorosa, puesto que es rechazado por Úrsula. Esto le causa una profunda depresión. Busca salir de este estado de postración, por lo que decide volver a París para alejarse de la persona que le ha hundido anímicamente.

Decepcionado, decide dar un giro en su vida y encauzarla hacia la religión. Es por lo que, en 1876, retorna al Reino Unido, para trabajar esta vez con un pastor metodista en las afueras de Londres.

De nuevo, el contacto con la pobreza da lugar a que su misticismo aumente día a día. Ahora se encuentra convencido de que su vida está destinada a servir a Dios, y la mejor forma es haciéndose sacerdote como su padre.

Para lograrlo, se desplaza a Amsterdan con el fin de realizar los estudios de Teología necesarios para alcanzar el reconocimiento como pastor protestante. Allí, sin embargo, conocerá otro de los fracasos que marcarán su vida: finalmente es suspendido por el tribunal que lo examina.

El gran desengaño que siente al ver que las puertas hacia los estudios de Teología se le cierran es el origen de que Vincent pierda la fe y empiece a enfocar su vida a través de la pintura. Se inicia, pues, con ese doble fracaso íntimo, el nuevo camino del que sería uno de los mayores pintores que ha dado el mundo del arte. Pero también el tortuoso camino hacia la locura.

AURELIANO SÁINZ
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