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Aquella idea de Europa

No sé por qué pero tengo la sensación de que la Unión Europea, la del sueño de la moneda única -a la que siguen sin sumarse los ingleses- y la ausencia de fronteras, se hunde poco a poco y no va a resultar fácil rescatarla. Franceses y alemanes, Sarkozy y Merkel, pugnan ahora no solo por diseñar un nuevo tratado europeo, convirtiéndose en líderes del mismo, sino que con la llamada "Tasa Tobin" pretenden levantar nuevas fronteras, en este caso a las transacciones financieras, con las que delimitar aún más la Europa rápida y poderosa de esa otra Europa lenta y débil que está atravesando por verdaderos apuros económicos y sociales.

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Ante un panorama así no somos pocos los que nos preguntamos hasta qué punto vale la pena el esfuerzo por mantenerse en un marco ciertamente ficticio de relaciones europeas, que se muestra incapaz de renunciar a los nacionalismos de Estado, generando claras diferencias internas, siempre disgregadoras de esfuerzos, en lugar de buscar la unidad de acción que hoy en día está muy lejos de conseguirse.

Frente a algunos esfuerzos dirigidos a conseguir unos mínimos niveles de convergencia, llegados momentos como los actuales, de crisis, se demuestran dos hechos irrefutables.

Por una parte, la escasa seriedad de muchos de los países miembros de la UE, que en lugar de arrimar el hombro para alcanzar mayores niveles de integración, han preferido entender que su presencia en Europa lo era sin coste interno alguno, incrementando de forma desorbitada sus déficit presupuestarios -es el caso de España, entre otros-, lo que ha puesto en grave riesgo el mantenimiento de la Moneda Única ante la depreciación de su valor en los mercados internacionales y las escasas garantías que la misma ofrece en la actualidad.

Por otra, las todavía insalvables diferencias que se establecen entre países, en el sentido de ceder protagonismos o liderazgos históricos que, por otra parte, ahora se muestran necesarios para afrontar una situación con demasiadas voces y un sinfín de frentes.

No. No es esta la Europa que yo al menos tengo en la mente y que hace años se nos planteó como un proyecto de identidad de objetivos y cohesión en las acciones, de cara a competir en el marco mundial y a influir decisivamente en el desarrollo de los países del Tercer Mundo.

No puede serlo una Europa con un Gobierno, la Comisión Europea, en el que sus miembros, los distintos comisarios, o bien carecen de poder alguno para gestionar los asuntos comunes, o su visión de los mismos resulta tan limitada que al final termina por enrarecer las medidas que se deben adoptar.

Es imposible que estemos ante la realidad de una Europa única cuando al margen de contar con un Parlamento mastodóntico, las leyes o directivas que elabora o bien no se aplican o, cuando lo hacen, los países miembros dilatan en el tiempo su entrada en vigor, en un continuo juego por bordear una legalidad que ciertamente carece de fundamentos porque no la alimentan de estos los propios Estados que debieran darle vida.

Si a ello sumamos la existencia de veintitantos gobiernos nacionales, de no sé cuántos cientos de gobiernos autonómicos y regionales y de miles de gobiernos municipales o locales, ya me dirán ustedes qué tipo de unidad de criterio puede esperarse de esta vieja Europa que se agota en su historia si no se produce con prontitud un revulsivo que la haga despertar de sus propios desatinos y fracasos.

Parece ridículo que desde Europa se nos imponga el control presupuestario y que para llevarlo a su cumplimiento se modifique incluso nuestra Constitución, cuando desde el Gobierno de España se apunta el ejercicio de dicho control sobre los presupuestos autonómicos y los gobiernos de comunidades como Cataluña y el País Vasco muestran airadamente su rechazo, amenazando incluso con la autodeterminación y la independencia.

En todo caso, no sólo la moneda común hace Europa, sino que resulta difícil entender una Unión Europea con la enorme dispersión y diferencias en los modelos sanitarios existentes, los más que notables desequilibrios en los modelos de garantías sociales, la nula coordinación en sus sistemas educativos, la ausencia de una lengua común en la que podamos expresarnos y entendernos todos, sin menoscabo del valor cultural de las otras lenguas estatales o regionales, las tremendas dificultades para la aplicación, por ejemplo, de una Política Agraria Común que ordene y rentabilice los recursos existentes o por aflorar y así hasta un largísimo etcétera que nos mostraría hasta qué punto estamos aún lejos de ese gran Estado de Estados que dibujaron quienes nos precedieron, fundamentalmente tras la Segunda Guerra mundial.

No es cuestión de que Rajoy ahora o Zapatero antes ocupasen un lugar u otro en la denominada foto de familia de los gobernantes europeos. Ni siquiera de ser capaces de obtener tantos o cuantos fondos de las políticas comunitarias para los proyectos nacionales.

Hacer Europa, ser de Europa, es algo muy distinto. Representa renunciar a ciertos niveles de soberanía y asumir importantes cuotas de esfuerzo a lo que creo que, según lo visto, pocos son los que están dispuestos.

ENRIQUE BELLIDO
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