Oficio de locos y de perturbados. Ocupación de héroes y aventureros. Menester de bohemios y libertinos. Forja de luchadores y anticonformistas. Fragua de rebeldes. Cantera de parados. Oficina de burócratas y cuentistas. Gente que no se reclina ante el poderoso, que discute su supremacía, que desenmascara sus mentiras. Temporeros a sueldo de trapisondistas. Esbirros, lo que usted mande, de gabinetes de prensa.
De todo abunda en el periodismo actual. No hay una definición que le cuadre, pero se abre paso la idea de que ha perdido fuelle. Se impone la sensación, como en casi todos los terrenos, de que se está retrocediendo en la batalla.
No es sólo que, por la puñetera ley de la precariedad laboral, se humille a diario a quienes necesitan empleo de redactores, especialmente a los que están empezando, y también a compañeros que, después de muchos años, se quedan en la puta calle.
En realidad esta situación no es cosa nueva. Igual ocurre en otras profesiones con excedente de mano de obra. Pero es que de un tiempo a esta parte los plumillas mostramos inequívocos síntomas de mansedumbre. Por miedo, por comodidad, quién sabe, aceptamos imposiciones (“no se admiten preguntas”, entonces ¿qué se permite?) que nunca antes se habían consentido.
Es el panorama (alarmante desempleo, ínfimos sueldos, abusos laborales de todo tipo…) que se ha encontrado Carmen del Riego, la primera mujer que preside la Asociación de la Prensa de Madrid en 116 años de existencia. Aunque cada día echan el cierre más medios de comunicación y el panorama es desolador, ella tiene abundante tajo por delante.
Por lo pronto no piensa callarse, que es el primordial deber del informador, ante lo que ve tan injusto e inaceptable. Ella ha alzado la voz (ya era hora). No es cosa de aleccionar, ni de recurrir a la arenga, pero incita a que sin ninguna demora ni temor se presenten denuncias contra los que, cebados con la crisis, atropellan derechos y remuneran con migajas.
Pues si le hacen caso, los juzgados se van a llenar de demandas. Las tropelías se amontonan, no saben a qué velocidad. Le sobran los motivos para protestar, pero evita caer en la complacencia y en el victimismo, por lo que a la par que se queja también invita a hacer autocrítica.
Nada más tomar posesión del cargo ha animado a eliminar la mala praxis en la profesión, ha alentado a recuperar valores, a contar la verdad caiga quien caiga. Le queda por enunciar otro objetivo: hay que arrancar de raíz la manipulación. Estupendo. Todo eso está muy bien. Pero lo más inmediato es combatir abiertamente para suprimir las esclavizantes condiciones de trabajo que imponen algunas empresas.
Porque sin estabilidad -y, sobre todo, mal pagados- la dignidad se evapora. No tomes al pie de la letra la leyenda. Es mentira que el hambre azuza el ingenio. Qué disparate. Se escribe mejor con el bolsillo saneado.
Otro mito endeble es que con las nuevas tecnologías no sólo se iba a mejorar la pluralidad informativa sino que se incrementarían las oportunidades de trabajo. La jodida realidad demuestra todo lo contrario: lo que ha hecho es generalizar la escasez, esparcir la miseria.
Por lo general al periodismo se le ha presentado con una aureola de brillo, fama y prestigio social, pero lo cierto es que siempre ha sido pasto de seres extravagantes. Pero seguramente este sea otro prototipo en extinción. Antiguamente los gacetilleros cerraban los bares y arrastraban porte de bebedores y noctámbulos. Ahora nada es igual. Los nuevos horarios y usos los han domesticado.
Antes, para definir a los inquilinos de la noche, se decía que en ella mandaban las tres P, a saber: putas, policías y periodistas. Pese a esa mala reputación, cobijo también de caricatos, pendencieros y juerguistas, en casa no torcieron el gesto, ni se les agrió el estómago, cuando, siendo un bachiller, yo les comenté que de mayor quería ganarme la vida rellenando papeles y contando noticias.
Respetaron mi decisión y, en cierto modo, noté que se enorgullecían de que así fuera. Ellos nunca lo vieron como una perdición ni como un capricho pasajero. Igual me habrían dado su bendición si me hubiera tentado el seminario, pero lo que entonces tenía en mi horizonte, allá por el curso 1976–77, era la Facultad de Ciencias de la Información en Madrid, guarida de revolucionarios que se apaciguaron cuando la Transición, ya asentada, vino a atemperar los impulsos.
Desde pequeño, tanto en el horno de mi abuelo Miguel Mora en la calle Alta y Baja como en el de mis padres en las “Casas Nuevas”, se entretenían desayunos, almuerzos y cenas entre la agotadora faena de la panadería con la lectura del ABC y el Córdoba, que no faltaban en la mesa a diario, como tampoco faltaba el pan.
Por entonces, el periódico se tomaba como se toma esposa: para toda la vida. Por eso, fiel a ese principio y tanto tiempo después, se sigue recibiendo el rotativo monárquico como el primer día. La empresa ha cambiado de manos y a los Luca de Tena se les ha reducido al almacén de la mercancía amortizada pero, como si se tratara de un juramento, mi padre sigue en la lista de sus clientes.
Cada noche, antes de acostarse en el mismo dormitorio que siempre ha compartido con mi madre, le echa un vistazo. Y así se duerme sabiendo que mientras haya periódicos el mundo, quiero decir la tierra que conocemos, estará en su sitio. ¡Ojalá nunca se equivoque!
Puede que les parezca un disparate, pero encuentro muchas semejanzas y similitudes entre la panadería y la redacción de un medio informativo, lo que a la postre me hace creer, y puedo razonarlo, que verdaderamente no he terminado de salir de allí.
Verán. En plena madrugada y, por supuesto, a lo largo del día puede decirse que, aparte de las hornadas de pan, es un sitio en el que permanente se cuece la noticia. Mientras se amasa o se palean teleras, hojaldres y tortas, los panaderos son los primeros en enterarse de las novedades del pueblo.
Todo el que llega cuenta algo, refiere esta o aquella incidencia, o propaga un rumor, que haberlos también los hay. Y lo que no se cuela con el incesante paso de la gente, lo cogen al vuelo los repartidores, que son como los reporteros, los enviados especiales que, a la que vez que meten el pan en las talegas, captan lo que pasa en la calle, sin perder detalle. Y lo apuntan en su libreta.
Por la tahona de mi familia, además, transitan personajes pintorescos, agentes de la autoridad, obreros, jornaleros y parados. Cada uno con sus cuitas, a veces con estupendas exclusivas, en ocasiones con un comentario intrascendente, como de eco de sociedad, que dejan sobre el mostrador como quien no quiere la cosa.
Por si todo esto fuera poco, en la panadería -como ocurre en los diarios- las noticias se renuevan cada jornada. Es la ley de la actualidad. La de ayer se antoja caducada. Pierde su valor. Es como el pan duro. Éste, relegado a sacos, se desmenuzará en pan rallado. Aquella, consumada su breve vigencia de 24 horas, será rebajada a la condición de papel para envolver los alimentos, o Dios sabe qué otras necesidades se cubrirán con él. En fin, la panadería es una redacción que nunca descansa. Cuando se va el último, siempre queda alguien de guardia, sabiendo a ciencia cierta que la vida gira alrededor de ella.
De todo abunda en el periodismo actual. No hay una definición que le cuadre, pero se abre paso la idea de que ha perdido fuelle. Se impone la sensación, como en casi todos los terrenos, de que se está retrocediendo en la batalla.
No es sólo que, por la puñetera ley de la precariedad laboral, se humille a diario a quienes necesitan empleo de redactores, especialmente a los que están empezando, y también a compañeros que, después de muchos años, se quedan en la puta calle.
En realidad esta situación no es cosa nueva. Igual ocurre en otras profesiones con excedente de mano de obra. Pero es que de un tiempo a esta parte los plumillas mostramos inequívocos síntomas de mansedumbre. Por miedo, por comodidad, quién sabe, aceptamos imposiciones (“no se admiten preguntas”, entonces ¿qué se permite?) que nunca antes se habían consentido.
Es el panorama (alarmante desempleo, ínfimos sueldos, abusos laborales de todo tipo…) que se ha encontrado Carmen del Riego, la primera mujer que preside la Asociación de la Prensa de Madrid en 116 años de existencia. Aunque cada día echan el cierre más medios de comunicación y el panorama es desolador, ella tiene abundante tajo por delante.
Por lo pronto no piensa callarse, que es el primordial deber del informador, ante lo que ve tan injusto e inaceptable. Ella ha alzado la voz (ya era hora). No es cosa de aleccionar, ni de recurrir a la arenga, pero incita a que sin ninguna demora ni temor se presenten denuncias contra los que, cebados con la crisis, atropellan derechos y remuneran con migajas.
Pues si le hacen caso, los juzgados se van a llenar de demandas. Las tropelías se amontonan, no saben a qué velocidad. Le sobran los motivos para protestar, pero evita caer en la complacencia y en el victimismo, por lo que a la par que se queja también invita a hacer autocrítica.
Nada más tomar posesión del cargo ha animado a eliminar la mala praxis en la profesión, ha alentado a recuperar valores, a contar la verdad caiga quien caiga. Le queda por enunciar otro objetivo: hay que arrancar de raíz la manipulación. Estupendo. Todo eso está muy bien. Pero lo más inmediato es combatir abiertamente para suprimir las esclavizantes condiciones de trabajo que imponen algunas empresas.
Porque sin estabilidad -y, sobre todo, mal pagados- la dignidad se evapora. No tomes al pie de la letra la leyenda. Es mentira que el hambre azuza el ingenio. Qué disparate. Se escribe mejor con el bolsillo saneado.
Otro mito endeble es que con las nuevas tecnologías no sólo se iba a mejorar la pluralidad informativa sino que se incrementarían las oportunidades de trabajo. La jodida realidad demuestra todo lo contrario: lo que ha hecho es generalizar la escasez, esparcir la miseria.
Por lo general al periodismo se le ha presentado con una aureola de brillo, fama y prestigio social, pero lo cierto es que siempre ha sido pasto de seres extravagantes. Pero seguramente este sea otro prototipo en extinción. Antiguamente los gacetilleros cerraban los bares y arrastraban porte de bebedores y noctámbulos. Ahora nada es igual. Los nuevos horarios y usos los han domesticado.
Antes, para definir a los inquilinos de la noche, se decía que en ella mandaban las tres P, a saber: putas, policías y periodistas. Pese a esa mala reputación, cobijo también de caricatos, pendencieros y juerguistas, en casa no torcieron el gesto, ni se les agrió el estómago, cuando, siendo un bachiller, yo les comenté que de mayor quería ganarme la vida rellenando papeles y contando noticias.
Respetaron mi decisión y, en cierto modo, noté que se enorgullecían de que así fuera. Ellos nunca lo vieron como una perdición ni como un capricho pasajero. Igual me habrían dado su bendición si me hubiera tentado el seminario, pero lo que entonces tenía en mi horizonte, allá por el curso 1976–77, era la Facultad de Ciencias de la Información en Madrid, guarida de revolucionarios que se apaciguaron cuando la Transición, ya asentada, vino a atemperar los impulsos.
Desde pequeño, tanto en el horno de mi abuelo Miguel Mora en la calle Alta y Baja como en el de mis padres en las “Casas Nuevas”, se entretenían desayunos, almuerzos y cenas entre la agotadora faena de la panadería con la lectura del ABC y el Córdoba, que no faltaban en la mesa a diario, como tampoco faltaba el pan.
Por entonces, el periódico se tomaba como se toma esposa: para toda la vida. Por eso, fiel a ese principio y tanto tiempo después, se sigue recibiendo el rotativo monárquico como el primer día. La empresa ha cambiado de manos y a los Luca de Tena se les ha reducido al almacén de la mercancía amortizada pero, como si se tratara de un juramento, mi padre sigue en la lista de sus clientes.
Cada noche, antes de acostarse en el mismo dormitorio que siempre ha compartido con mi madre, le echa un vistazo. Y así se duerme sabiendo que mientras haya periódicos el mundo, quiero decir la tierra que conocemos, estará en su sitio. ¡Ojalá nunca se equivoque!
Puede que les parezca un disparate, pero encuentro muchas semejanzas y similitudes entre la panadería y la redacción de un medio informativo, lo que a la postre me hace creer, y puedo razonarlo, que verdaderamente no he terminado de salir de allí.
Verán. En plena madrugada y, por supuesto, a lo largo del día puede decirse que, aparte de las hornadas de pan, es un sitio en el que permanente se cuece la noticia. Mientras se amasa o se palean teleras, hojaldres y tortas, los panaderos son los primeros en enterarse de las novedades del pueblo.
Todo el que llega cuenta algo, refiere esta o aquella incidencia, o propaga un rumor, que haberlos también los hay. Y lo que no se cuela con el incesante paso de la gente, lo cogen al vuelo los repartidores, que son como los reporteros, los enviados especiales que, a la que vez que meten el pan en las talegas, captan lo que pasa en la calle, sin perder detalle. Y lo apuntan en su libreta.
Por la tahona de mi familia, además, transitan personajes pintorescos, agentes de la autoridad, obreros, jornaleros y parados. Cada uno con sus cuitas, a veces con estupendas exclusivas, en ocasiones con un comentario intrascendente, como de eco de sociedad, que dejan sobre el mostrador como quien no quiere la cosa.
Por si todo esto fuera poco, en la panadería -como ocurre en los diarios- las noticias se renuevan cada jornada. Es la ley de la actualidad. La de ayer se antoja caducada. Pierde su valor. Es como el pan duro. Éste, relegado a sacos, se desmenuzará en pan rallado. Aquella, consumada su breve vigencia de 24 horas, será rebajada a la condición de papel para envolver los alimentos, o Dios sabe qué otras necesidades se cubrirán con él. En fin, la panadería es una redacción que nunca descansa. Cuando se va el último, siempre queda alguien de guardia, sabiendo a ciencia cierta que la vida gira alrededor de ella.
MANUEL BELLIDO MORA