Los nobles siempre acaban enseñando el acero y los puñados de hierba, la hojalata purificadora, chistando en una marea de mosquitos después de la minuta. Miden los perímetros tirando coces al aire. Desde su mundo palmario de castaños y morcillos. Anúdese los cordones, señor conde, antes de hacer un tres en raya con Andalucía. Y ponga los codos altos para no hacer requiebros con el frac.
Hay que consumirlos a ustedes los aristócrtas como a ese porno añejo de retrete y sobrenoche: a oscuras. Y con las baguetas del mosquetón muy largas. Muchos de ustedes siguen encerrados en un pozo muy profundo, dando bocados a los caballos y estregando escopetas. Se abichan como en el pasado, cuando acamparon su toldería, gente alargada y pegajosa; se abichan como chamizonas, como putas viejas.
Se delatan como esa luna congelada de Moscú, flotando el garabato en las pechugas de tanto vacío. Y siempre resuenan a lo mismo, a falso zafarrancho, a desangelada mampostería desde un capitoné de alto bordo. Por favor, un padrenuestro gota a gota por el borboteo ininteligible del jinete.
Le gusta bien poco, conde, el petardeo de los andaluces y su hueso corto, qué se le va a hacer. Tener medallas ventrales y un muelle roto en la boca da para eso y para descolgar el auricular. Para poco más. Y para manosear lienzos acolillándose con los perros que ahorca cuando no le sirven.
Se ha metido usted en un jardín de shogunes japoneses sobre una lápida robada. Prefiero leer sobre la coleta de un hacha que sobre su suéter afinado de capón anestesiado.
Su mayor infortunio ha sido cargar con timbre fraudulento sobre el pueblo andaluz. ¡Cómo les gusta batear después de dejarnos los sarmientos! En toda casa cuecen habas. Hay astillas más que ojos. También hay ríos extendidos y planos. Buena gente y mala. Emprendedores y holgazanes.
Hay algo más que la bigotera de una espada. En Andalucía habrá de todo. Sobre todo hay seda limpia. Lo que sí hay es aceite mágico alrededor de las sogas en el cuello, sonrisas sobre las aceras y acorde de séptimas. Nos sobran los tábanos ahorcados y los coletos de lo medieval.
Cayetano me ha blanqueado con violentas palpitaciones, con esos golpes ternarios, con el cruel baile de todas sus pulgadas y de todo su oro viejo. Desde los biombos del campo, como un cuervo en las quebradillas remotas, con su falda ahuecada, disecado tras los espejos.
No sabía que escarbara en las cloacas de las gallinas. Ni que vigilara la montanera de Andalucía estornudando como una serpiente. Maldigo que las huchas de los ladrones sólo sean para ratones. Ustedes, ilustrísimos señores, se mueren con peinado nuevo, su sombra la remolcan por las pendientes blandas, se visten con puntillas y se calan con la ignorancia.
Yo he escuchado toda mi vida el aydiosmío del último tosío de mis abuelos, armados con pedazos de dignidad, tomando un último trago valiente. Han puesto las remeras al servicio de este país bajo el mecanismo de risas de vuestros nobles antepasados; han tropezado con sus escuadras y con la patria; se han hartao de máuser y de plantar vísceras con hambre, con locura, con presunción. Desde el atril más arcano, desde sus costillas luminosas.
Ustedes, en tanto, retorcían amuletos y se hacían un hangar con la bilis; ellos, los andaluces, nosotros, hacíamos un agujero más en la correa: apretad, apretad, dadnos cuchara y veneno. Patinad con vuestros vasitos gustavianos, mostrad el mentón fiero, vuestro empobrecimiento maníaco, agitad vuestra chapa estropeada.
No nos dañáis. Ya no. Ni con vuestra brillantina ni aunque os revolváis en la ensenada. Ni con vuestro sexo chotuno ni con vuestras bocas blandas, endomingados y cobardes.
Escuchar a todo un Conde de Salvatierra, filisteo, desde su cálamo de pijote, con los ojos de un partero, haciendo censos con la mugre, con los sorbitos patéticos sobre la lengua, me ha recordado a los afiladores en la artesa, a una cáscara de arroz, a un gato hambreao cavándose un hoyo sin iniciales.
Con gestos como éste, describís círculos con un cuchillo alrededor de vuestra calavera. Cayetano, deje de retrotar y vuélvase a su cuadra. Aquí, y en California, cuando alguien invita a un trago, lo acepta; después paga una ronda.
Como en el lejano oeste, usted ha mostrado que va desarmado, las manitas fuera de los bolsillos. De lo contrario, le hubiesen acribillado a esputos con la rudeza de un búfalo. Haga como los andaluces: no tenemos puntería, tal vez, pero el revólver lo llevamos delante, junto al segundo botón del cinturón, al lado derecho. Y se dispara, sin tomar puntería.
Hay que consumirlos a ustedes los aristócrtas como a ese porno añejo de retrete y sobrenoche: a oscuras. Y con las baguetas del mosquetón muy largas. Muchos de ustedes siguen encerrados en un pozo muy profundo, dando bocados a los caballos y estregando escopetas. Se abichan como en el pasado, cuando acamparon su toldería, gente alargada y pegajosa; se abichan como chamizonas, como putas viejas.
Se delatan como esa luna congelada de Moscú, flotando el garabato en las pechugas de tanto vacío. Y siempre resuenan a lo mismo, a falso zafarrancho, a desangelada mampostería desde un capitoné de alto bordo. Por favor, un padrenuestro gota a gota por el borboteo ininteligible del jinete.
Le gusta bien poco, conde, el petardeo de los andaluces y su hueso corto, qué se le va a hacer. Tener medallas ventrales y un muelle roto en la boca da para eso y para descolgar el auricular. Para poco más. Y para manosear lienzos acolillándose con los perros que ahorca cuando no le sirven.
Se ha metido usted en un jardín de shogunes japoneses sobre una lápida robada. Prefiero leer sobre la coleta de un hacha que sobre su suéter afinado de capón anestesiado.
Su mayor infortunio ha sido cargar con timbre fraudulento sobre el pueblo andaluz. ¡Cómo les gusta batear después de dejarnos los sarmientos! En toda casa cuecen habas. Hay astillas más que ojos. También hay ríos extendidos y planos. Buena gente y mala. Emprendedores y holgazanes.
Hay algo más que la bigotera de una espada. En Andalucía habrá de todo. Sobre todo hay seda limpia. Lo que sí hay es aceite mágico alrededor de las sogas en el cuello, sonrisas sobre las aceras y acorde de séptimas. Nos sobran los tábanos ahorcados y los coletos de lo medieval.
Cayetano me ha blanqueado con violentas palpitaciones, con esos golpes ternarios, con el cruel baile de todas sus pulgadas y de todo su oro viejo. Desde los biombos del campo, como un cuervo en las quebradillas remotas, con su falda ahuecada, disecado tras los espejos.
No sabía que escarbara en las cloacas de las gallinas. Ni que vigilara la montanera de Andalucía estornudando como una serpiente. Maldigo que las huchas de los ladrones sólo sean para ratones. Ustedes, ilustrísimos señores, se mueren con peinado nuevo, su sombra la remolcan por las pendientes blandas, se visten con puntillas y se calan con la ignorancia.
Yo he escuchado toda mi vida el aydiosmío del último tosío de mis abuelos, armados con pedazos de dignidad, tomando un último trago valiente. Han puesto las remeras al servicio de este país bajo el mecanismo de risas de vuestros nobles antepasados; han tropezado con sus escuadras y con la patria; se han hartao de máuser y de plantar vísceras con hambre, con locura, con presunción. Desde el atril más arcano, desde sus costillas luminosas.
Ustedes, en tanto, retorcían amuletos y se hacían un hangar con la bilis; ellos, los andaluces, nosotros, hacíamos un agujero más en la correa: apretad, apretad, dadnos cuchara y veneno. Patinad con vuestros vasitos gustavianos, mostrad el mentón fiero, vuestro empobrecimiento maníaco, agitad vuestra chapa estropeada.
No nos dañáis. Ya no. Ni con vuestra brillantina ni aunque os revolváis en la ensenada. Ni con vuestro sexo chotuno ni con vuestras bocas blandas, endomingados y cobardes.
Escuchar a todo un Conde de Salvatierra, filisteo, desde su cálamo de pijote, con los ojos de un partero, haciendo censos con la mugre, con los sorbitos patéticos sobre la lengua, me ha recordado a los afiladores en la artesa, a una cáscara de arroz, a un gato hambreao cavándose un hoyo sin iniciales.
Con gestos como éste, describís círculos con un cuchillo alrededor de vuestra calavera. Cayetano, deje de retrotar y vuélvase a su cuadra. Aquí, y en California, cuando alguien invita a un trago, lo acepta; después paga una ronda.
Como en el lejano oeste, usted ha mostrado que va desarmado, las manitas fuera de los bolsillos. De lo contrario, le hubiesen acribillado a esputos con la rudeza de un búfalo. Haga como los andaluces: no tenemos puntería, tal vez, pero el revólver lo llevamos delante, junto al segundo botón del cinturón, al lado derecho. Y se dispara, sin tomar puntería.
J. DELGADO-CHUMILLA