En el momento de escribir esta columna, hace escasamente veinte minutos que Mariano Rajoy ha jurado su cargo como presidente del Gobierno de España. Como siempre sucede en estos casos, hay una parte de la población que está satisfecha, otra parte totalmente indiferente y unos cuantos con cierto grado de decepción o cabreo.
El caso es que, siendo objetivo, la noticia es, sin duda alguna, una buena noticia. Principalmente porque la noticia consiste en que España ya tiene, por fin, un presidente de Gobierno. En condiciones normales, la noticia sería el cambio de uno por otro, pero en las circunstancias actuales, por más que desde las filas socialistas se empeñen en decir lo contrario, la ausencia total de una figura que ejerciera de líder del país ha sido la nota destacada, y por ello el nombramiento de Rajoy constituye, por sí sola, la condición necesaria -pero no suficiente- para el comienzo de la recuperación.
Aunque el mismo Rajoy ha tenido palabras amables para Zapatero -quizá en exceso-, lo cierto y verdad es que el ya expresidente no podrá presumir ni de eficacia en la gestión, ni de acierto en la filosofía general de su mandato.
Desacertado en general y especialmente desastroso en el terreno económico, no pasará a la Historia como uno de los grandes líderes de este país, sino más bien como un nefasto encantador de serpientes que puso en riesgo la convivencia de España como sociedad democrática y su credibilidad como potencia económica.
En su favor sólo cabe decir que intentó -eso sí, haciendo de tripas corazón- rectificar un rumbo expansivo equivocado, basado probablemente es sus conocimientos obtenidos a lo largo de "dos tardes" de clases con el exministro Sevilla.
En cualquier caso: buena, mala o peor, Zapatero ya es Historia. Tenemos un nuevo presidente que a algunos caerá mejor y a otros peor, pero del que no cabe duda acerca de su sensatez, seriedad y prudencia, virtudes de un gobernante que hemos echado muy de menos durante los últimos siete años.
¿Ambigüedad? Probablemente sí, dado que lo primero que hace un recién llegado es intentar sembrar esperanza, confianza e ilusión, y las medidas que deberá adoptar este Gobierno ni serán fáciles, ni por lo tanto agradables al gran público.
Mariano Rajoy tiene ante sí el mayor reto de la historia democrática española. Más complicado aún, a mi modesto entender, que el de Adolfo Suárez, quien a pesar de todo contó con las enormes ganas de democracia que tenían todos los partidos, incluyendo a quienes podrían habérselo puesto más complicado: socialistas y comunistas.
El reto ahora es distinto: generaciones enteras han vivido bajo el paraguas de la democracia, y por tanto de la supremacía de los derechos sobre los deberes. Convencer a una población entera de que es necesario hincar los codos, doblar los riñones y estrujarse las neuronas hasta la jaqueca para sacar esto adelante va a ser mucho más complicado, ahora que ya todos conocíamos la parte buena y fácil de la vida.
Deseo lo mejor para el presidente Rajoy. Pero no porque me caiga mejor o peor, o porque crea que es una buena persona o un buen gestor. Lo deseo porque si a Rajoy le va bien, querrá decir que a España le va bien, o sea que a todos nosotros nos va bien.
Confío -hasta cierto punto, porque con los políticos nunca se sabe- en que él y su equipo sabrán adoptar las medidas necesarias para que España, por fin, despierte de su letargo y de su miedo.
Por último, no quisiera finalizar esta columna semanal sin hacer una mención breve a la Fiesta que celebraremos, si Dios quiere, el próximo domingo. Sólo para hacer extensiva mi felicitación y mis mejores deseos a todos aquellos que, desde una posición u otra, desde el afecto intelectual o desde la crítica, siguen a este apóstata y su Diario semanalmente. A todos, sin excepción, Feliz Navidad.
El caso es que, siendo objetivo, la noticia es, sin duda alguna, una buena noticia. Principalmente porque la noticia consiste en que España ya tiene, por fin, un presidente de Gobierno. En condiciones normales, la noticia sería el cambio de uno por otro, pero en las circunstancias actuales, por más que desde las filas socialistas se empeñen en decir lo contrario, la ausencia total de una figura que ejerciera de líder del país ha sido la nota destacada, y por ello el nombramiento de Rajoy constituye, por sí sola, la condición necesaria -pero no suficiente- para el comienzo de la recuperación.
Aunque el mismo Rajoy ha tenido palabras amables para Zapatero -quizá en exceso-, lo cierto y verdad es que el ya expresidente no podrá presumir ni de eficacia en la gestión, ni de acierto en la filosofía general de su mandato.
Desacertado en general y especialmente desastroso en el terreno económico, no pasará a la Historia como uno de los grandes líderes de este país, sino más bien como un nefasto encantador de serpientes que puso en riesgo la convivencia de España como sociedad democrática y su credibilidad como potencia económica.
En su favor sólo cabe decir que intentó -eso sí, haciendo de tripas corazón- rectificar un rumbo expansivo equivocado, basado probablemente es sus conocimientos obtenidos a lo largo de "dos tardes" de clases con el exministro Sevilla.
En cualquier caso: buena, mala o peor, Zapatero ya es Historia. Tenemos un nuevo presidente que a algunos caerá mejor y a otros peor, pero del que no cabe duda acerca de su sensatez, seriedad y prudencia, virtudes de un gobernante que hemos echado muy de menos durante los últimos siete años.
¿Ambigüedad? Probablemente sí, dado que lo primero que hace un recién llegado es intentar sembrar esperanza, confianza e ilusión, y las medidas que deberá adoptar este Gobierno ni serán fáciles, ni por lo tanto agradables al gran público.
Mariano Rajoy tiene ante sí el mayor reto de la historia democrática española. Más complicado aún, a mi modesto entender, que el de Adolfo Suárez, quien a pesar de todo contó con las enormes ganas de democracia que tenían todos los partidos, incluyendo a quienes podrían habérselo puesto más complicado: socialistas y comunistas.
El reto ahora es distinto: generaciones enteras han vivido bajo el paraguas de la democracia, y por tanto de la supremacía de los derechos sobre los deberes. Convencer a una población entera de que es necesario hincar los codos, doblar los riñones y estrujarse las neuronas hasta la jaqueca para sacar esto adelante va a ser mucho más complicado, ahora que ya todos conocíamos la parte buena y fácil de la vida.
Deseo lo mejor para el presidente Rajoy. Pero no porque me caiga mejor o peor, o porque crea que es una buena persona o un buen gestor. Lo deseo porque si a Rajoy le va bien, querrá decir que a España le va bien, o sea que a todos nosotros nos va bien.
Confío -hasta cierto punto, porque con los políticos nunca se sabe- en que él y su equipo sabrán adoptar las medidas necesarias para que España, por fin, despierte de su letargo y de su miedo.
Por último, no quisiera finalizar esta columna semanal sin hacer una mención breve a la Fiesta que celebraremos, si Dios quiere, el próximo domingo. Sólo para hacer extensiva mi felicitación y mis mejores deseos a todos aquellos que, desde una posición u otra, desde el afecto intelectual o desde la crítica, siguen a este apóstata y su Diario semanalmente. A todos, sin excepción, Feliz Navidad.
MARIO J. HURTADO