Decididamente el invierno ha dicho "aquí estoy yo". Es el tiempo de la escarcha, con termómetros que tiritan, témpanos orgullosos y heladas tramposas, de resbaladizas. Es el sino de los ateridos que cuanto más vehementes, más pasmo dan.
No hace falta salir a la calle para palpar la naturaleza arrecida de las cosas. No es preciso esperar el turno del hombre (o la mujer) del tiempo en los informativos para saber que todo, incluso la política, está bajo cero: "congelada". Es la palabra de moda. Es la receta fría: recortes y congelaciones. Y como se esperaba, el nuevo Gobierno ha recurrido a ella para sacar del apuro al país, para remendar el tremendo descosido.
Su objetivo inmediato, reducir casi 9.000 millones de euros en el déficit público. Llama la atención que entre las medidas para conseguir esa meta y equilibrar las cuentas, de nuevo se ha puesto en la diana a los funcionarios.
Es verdad que se han acometen otras iniciativas (incrementos fiscales con subidas progresivas en el IBI y el IRPF, desgravaciones por compra de viviendas, congelación del salario mínimo interprofesional entre otras) pero salta a la vista que el nuevo Ejecutivo, como ya hiciera el gabinete socialista que le precedió, le da otro revolcón a los empleados públicos, los somete al viejo argumento del pim, pam, pum… ¡Fuego! Como si este colectivo, tan baqueteado históricamente, fuera la raíz de todos los males.
Y al hacerlo no deja de rondar la sospecha de la demagogia. Lo fácil y útil políticamente hablando es cargar contra quienes trabajan para la Administración. Es, por desgracia, una norma muy extendida y socorrida, porque parece que dirigir las acusaciones contra ellos da una importante rentabilidad electoral.
Se les presenta como una especie de casta con toda clase de privilegios, como un sector de vagos acostumbrados al escaqueo y a disfrutar de sueldos extraordinarios, y ya está, se quedan tan anchos. Se les difama, se les hace motivo de chanza y se les representa como parásitos sociales. Así que ataquémosles y tendremos de nuestra parte el favor popular.
A esta práctica tan peligrosa se han suscrito nuestros gobernantes de la forma más irresponsable que imaginarse pueda. Pero como sucede con todas las medias verdades, en ellas, y en ésta también, subsiste más mentira que certeza.
Los funcionarios no son quienes han llevado al despilfarro en la Administración. No son culpables de sus desatinos. Ellos no han organizado ni planificado la acción de gobierno. No se han autoadjudicado sueldos mareantes, ni han inventado departamentos inútiles para colocar a los afines ideológicos.
Pero está bien visto maltratarlos. Y todo porque su gran pecado, en pleno apogeo de la precariedad laboral (esos minicontratos ofensivos a la dignidad que se nos echan encima si alguien no lo evita), es que gozan de un empleo fijo. Y efectivamente así es, pero se lo tienen currado.
Miren a su alrededor, y lo verán. Funcionarios son los médicos que nos sacan de los apuros en los quirófanos y las consultas. También lo son las enfermeras que, aplicadas en su tarea, contribuyen a reparar la salud de los que la tienen maltrecha.
Funcionarios son, igualmente, los maestros de escuela, esos que en muchos casos conocen mejor a los hijos que los mismos padres, y que le dedican más tiempo que a su propia familia. Lo son además los profesores de instituto que se desgañitan en el empeño de inculcar una formación cultural a sus alumnos.
Lo son, cómo no, quienes desde sus puestos administran y procuran justicia. Y los que protegen y cuidan el medio ambiente. Y tantas otras cosas que, por rutinarias, se toman por corrientes y habituales.
Es el trabajo fijo que tienen, curarnos y enseñarnos, defendernos de los poderosos y mejorar la calidad de nuestra vida. Creo que, al menos, se merecen un respeto, una reparación moral ya que, por el carácter de su puesto de trabajo, están expuestos a que cualquier ministro de turno le meta las manos en los bolsillos cada vez que le venga en gana, sin que ellos puedan hacer nada para impedirlo.
Si les congelan el salario, se tienen que conformar; si se lo rebajan, también. De acuerdo, el coste de la crisis se debe soportar entre todos, pero a estas alturas no hay quien se crea, excepto los ignorantes sin remedio, que con poner firmes a los funcionarios y aumentarle el horario se arreglan los desaguisados.
Sería ridículo pretender idealizarlos y ponerlos como seres inmaculados (en todos los gremios hay malages y aprovechados, también por supuesto entre los burócratas) pero siendo objetivos es un gremio que no merece la imagen que se trata de perpetuar, tan tópica y anacrónica.
Es pronto para reprochar falta de contundencia y profundidad a las primeras decisiones económicas de Rajoy, conforme. Por lo pronto ahí están éstas y dentro de poco lo más seguro es que vendrán algunas de mayor envergadura.
Entre ellas, se echa de menos desde hace tiempo una verdadera reforma fiscal que saque a flote la economía sumergida, bajo la que se esconden cifras multimillonarias, de las que únicamente se benefician sus poseedores.
Pero no sólo es una cuestión monetaria, es que detrás de ese mundo opaco lo que hay es, sobre todo, un comportamiento radicalmente insolidario (eluden sus obligaciones fiscales y tapan sus fortunas pero se aprovechan al máximo de las prestaciones públicas).
Si se consiguiera aflorar esa bolsa de dinero oculto se habría dado un gran paso, y se podría empezar a hablar de transparencia y equidad. Y lo mismo sucede con la necesidad de un control más eficaz de la actividad bancaria, tras la que se parapetan privilegios tributarios y formas de negocios que no rinden cuentas al Estado.
Con estos toros tan difíciles de lidiar nadie se ha atrevido hasta ahora, ni antes con un signo político supuestamente progresista ni por ahora en que corresponde el turno a los llamados conservadores. Y si fue decepcionante que no lo hicieran los sucesivos gobiernos de izquierdas, no lo será menos que, en adelante, todo eso continúe siendo algo intocable.
Para empezar no se puede tachar de "timoratos" estos pasos iniciales para aplacar el desequilibrio presupuestario, pero no pocas de las medidas adoptadas desprenden un inequívoco tufo populista. La consigna es recortar todo lo que se pueda, y si con esto se produce un escarmiento público, mucho mejor.
La gente, que está envenenada por el derroche y el dispendio que se viene atribuyendo a las subvenciones, es fácil de satisfacer. Les hace felices que se hayan reducido las ayudas a partidos políticos, sindicatos y patronal, “esos mangantes”.
Pero todo el mundo sabe que, en las grandes cuentas de la nación, esas cantidades no significan un ahorro sustancial. Su incidencia es relativa y eso lo puede deducir hasta el más torpe de los expertos. Pero, ahora bien, tienen un formidable efecto propagandístico.
No hace falta salir a la calle para palpar la naturaleza arrecida de las cosas. No es preciso esperar el turno del hombre (o la mujer) del tiempo en los informativos para saber que todo, incluso la política, está bajo cero: "congelada". Es la palabra de moda. Es la receta fría: recortes y congelaciones. Y como se esperaba, el nuevo Gobierno ha recurrido a ella para sacar del apuro al país, para remendar el tremendo descosido.
Su objetivo inmediato, reducir casi 9.000 millones de euros en el déficit público. Llama la atención que entre las medidas para conseguir esa meta y equilibrar las cuentas, de nuevo se ha puesto en la diana a los funcionarios.
Es verdad que se han acometen otras iniciativas (incrementos fiscales con subidas progresivas en el IBI y el IRPF, desgravaciones por compra de viviendas, congelación del salario mínimo interprofesional entre otras) pero salta a la vista que el nuevo Ejecutivo, como ya hiciera el gabinete socialista que le precedió, le da otro revolcón a los empleados públicos, los somete al viejo argumento del pim, pam, pum… ¡Fuego! Como si este colectivo, tan baqueteado históricamente, fuera la raíz de todos los males.
Y al hacerlo no deja de rondar la sospecha de la demagogia. Lo fácil y útil políticamente hablando es cargar contra quienes trabajan para la Administración. Es, por desgracia, una norma muy extendida y socorrida, porque parece que dirigir las acusaciones contra ellos da una importante rentabilidad electoral.
Se les presenta como una especie de casta con toda clase de privilegios, como un sector de vagos acostumbrados al escaqueo y a disfrutar de sueldos extraordinarios, y ya está, se quedan tan anchos. Se les difama, se les hace motivo de chanza y se les representa como parásitos sociales. Así que ataquémosles y tendremos de nuestra parte el favor popular.
A esta práctica tan peligrosa se han suscrito nuestros gobernantes de la forma más irresponsable que imaginarse pueda. Pero como sucede con todas las medias verdades, en ellas, y en ésta también, subsiste más mentira que certeza.
Los funcionarios no son quienes han llevado al despilfarro en la Administración. No son culpables de sus desatinos. Ellos no han organizado ni planificado la acción de gobierno. No se han autoadjudicado sueldos mareantes, ni han inventado departamentos inútiles para colocar a los afines ideológicos.
Pero está bien visto maltratarlos. Y todo porque su gran pecado, en pleno apogeo de la precariedad laboral (esos minicontratos ofensivos a la dignidad que se nos echan encima si alguien no lo evita), es que gozan de un empleo fijo. Y efectivamente así es, pero se lo tienen currado.
Miren a su alrededor, y lo verán. Funcionarios son los médicos que nos sacan de los apuros en los quirófanos y las consultas. También lo son las enfermeras que, aplicadas en su tarea, contribuyen a reparar la salud de los que la tienen maltrecha.
Funcionarios son, igualmente, los maestros de escuela, esos que en muchos casos conocen mejor a los hijos que los mismos padres, y que le dedican más tiempo que a su propia familia. Lo son además los profesores de instituto que se desgañitan en el empeño de inculcar una formación cultural a sus alumnos.
Lo son, cómo no, quienes desde sus puestos administran y procuran justicia. Y los que protegen y cuidan el medio ambiente. Y tantas otras cosas que, por rutinarias, se toman por corrientes y habituales.
Es el trabajo fijo que tienen, curarnos y enseñarnos, defendernos de los poderosos y mejorar la calidad de nuestra vida. Creo que, al menos, se merecen un respeto, una reparación moral ya que, por el carácter de su puesto de trabajo, están expuestos a que cualquier ministro de turno le meta las manos en los bolsillos cada vez que le venga en gana, sin que ellos puedan hacer nada para impedirlo.
Si les congelan el salario, se tienen que conformar; si se lo rebajan, también. De acuerdo, el coste de la crisis se debe soportar entre todos, pero a estas alturas no hay quien se crea, excepto los ignorantes sin remedio, que con poner firmes a los funcionarios y aumentarle el horario se arreglan los desaguisados.
Sería ridículo pretender idealizarlos y ponerlos como seres inmaculados (en todos los gremios hay malages y aprovechados, también por supuesto entre los burócratas) pero siendo objetivos es un gremio que no merece la imagen que se trata de perpetuar, tan tópica y anacrónica.
Es pronto para reprochar falta de contundencia y profundidad a las primeras decisiones económicas de Rajoy, conforme. Por lo pronto ahí están éstas y dentro de poco lo más seguro es que vendrán algunas de mayor envergadura.
Entre ellas, se echa de menos desde hace tiempo una verdadera reforma fiscal que saque a flote la economía sumergida, bajo la que se esconden cifras multimillonarias, de las que únicamente se benefician sus poseedores.
Pero no sólo es una cuestión monetaria, es que detrás de ese mundo opaco lo que hay es, sobre todo, un comportamiento radicalmente insolidario (eluden sus obligaciones fiscales y tapan sus fortunas pero se aprovechan al máximo de las prestaciones públicas).
Si se consiguiera aflorar esa bolsa de dinero oculto se habría dado un gran paso, y se podría empezar a hablar de transparencia y equidad. Y lo mismo sucede con la necesidad de un control más eficaz de la actividad bancaria, tras la que se parapetan privilegios tributarios y formas de negocios que no rinden cuentas al Estado.
Con estos toros tan difíciles de lidiar nadie se ha atrevido hasta ahora, ni antes con un signo político supuestamente progresista ni por ahora en que corresponde el turno a los llamados conservadores. Y si fue decepcionante que no lo hicieran los sucesivos gobiernos de izquierdas, no lo será menos que, en adelante, todo eso continúe siendo algo intocable.
Para empezar no se puede tachar de "timoratos" estos pasos iniciales para aplacar el desequilibrio presupuestario, pero no pocas de las medidas adoptadas desprenden un inequívoco tufo populista. La consigna es recortar todo lo que se pueda, y si con esto se produce un escarmiento público, mucho mejor.
La gente, que está envenenada por el derroche y el dispendio que se viene atribuyendo a las subvenciones, es fácil de satisfacer. Les hace felices que se hayan reducido las ayudas a partidos políticos, sindicatos y patronal, “esos mangantes”.
Pero todo el mundo sabe que, en las grandes cuentas de la nación, esas cantidades no significan un ahorro sustancial. Su incidencia es relativa y eso lo puede deducir hasta el más torpe de los expertos. Pero, ahora bien, tienen un formidable efecto propagandístico.
MANUEL BELLIDO MORA