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Los clubs contraatacan

Ya les aviso que a quien suscribe, la Navidad no está entre sus fiestas preferidas. Son días excesivamente evocadores, con una tremenda carga de profundidad sentimental, en los que resulta inevitable acordarse de quienes ya solo viven en la foto de la memoria y de no pocos retazos de un pasado vivido y en el que no es bueno hacer parada y fonda, pues su factura emocional es siempre larga y muy puñetera.

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Lo único que para mí hace la Navidad una fecha ligeramente más soportable son los críos propios y los ajenos que te tocan más cerca. Bueno, eso y, también, parar el carro del día a día para tomarte algo con la familia carnal y la que eliges, que es la de los amigos.

Con la excusa de pasar Navidades entre amigos, colegas, compañeros de primeras farras y cuchipandas varias, surgió hace años en Montilla el fenomeno de “los clubs” –¿lo ven? Ya me he puesto evocador-.

Cualquier cochera, rincón, tugurio, ojo patio, despensa, cuarto destartalado y, en el mejor de los casos, casa en obra y/o alquiler, servía para hacer soñar a esas pandillas de “juniors” (que dirían en México), que danzábamos en la discoteca Studio 54 de Nueva York y que Travolta a nuestro lado era “estático y paraíto” (Pino Dónaggio dixit).

Para montar la marimorena bastaban unas bombillas de colores, cuatro posters del Super Pop (o mangados al Ortiz de los grupos que traía para la Uva Rock), además del equipo hi-fi, que fijo había pasado por las manos de un maestro del sonido como era y es Mariano Ruz, o en su defecto, un radio casete atronador que nos habían traído de Ceuta.

El fenómeno del club nació a comienzos de los años ochenta por pura necesidad, dado que no había en Montilla muchos puntos de esparcimiento para adolescentes y para quienes andaban con los 18 recién cumplidos.

Se trataba de una solución propia, barata y relativamente alejada de padres fisgones. Pero lo mejor era ese puntillo de libertad en Navidades de primeros cubatas, de llegar tarde, de poner la música a todo trapo como no hacías en tu casa, de piques a ver quién tenía el Club más chulo, el equipo que mejor sonaba y las amigas más monas o más molonas, porque también eran días de los primeros devaneos erótico-festivos para los más suertudos.

Hubo en ellos fiestas memorables, de logistica y preparativos casi profesionales (que se lo digan a Miguel Bellido o Jesús Varo entre otros muchos). Y, por supuesto, la música de los clubs, con sesiones que iban de la disco más petarda hasta los Queen o el repaso a todo el catálogo Chapa Discos…

Y ese Hotel California, junto con El año del gato, de Eagles y Al Stewart respectivamente, hábilmente pinchadas a la hora en que se apagaban las luces y las féminas permitían algún “ataque a Las Vegas”.

Inevitable no acordarse de los clubs (¡ojo, clubs, que no clubes!), de Solani Mora, Rafa Paula, Antonio Pérez y Manuel Luis del Pino, Francis Robles y una larguísima lista de nombres propios entregados a la causa festivalera, que ahora sería impensable por muchas y variadas razones relacionadas con la legalidad vigente.

Este año ya he celebrado Hanuka con mi camarero de cabecera del Salduba de Puerto Banús, lo hacemos por llevar la contraria, pues en pleno mes de agosto nos saludamos al grito de “Feliz Navidad, señor”. No obstante, me tomaré un cubata como los de antes, en recuerdo de los clubs y unos cuantos amigos de tan entrañables rincones –va por Juan Antonio Arce e Ignacio Pérez- que ya volaron al País de Nunca Jamás.

JOSÉ LUIS SALAS
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