Si hubiera que plasmar en una imagen la dicotomía esquizoide de los tiempos actuales, ésta sería la del magistrado Baltasar Garzón, imputado de prevaricación por haber ordenado las escuchas en el caso Gürtel, y Francisco Camps, expresidente de la Generalitat de Valencia, enjuiciado por cohecho impropio en la misma trama Gürtel, ambos sentados en el banquillo de los acusados.
Justamente ayer comenzó el juicio del político valenciano, mientras que el del exjuez de la Audiencia Nacional está a la espera de que se resuelvan las recusaciones que tiene presentadas contra cinco de los siete magistrados que han de juzgarle.
Ambas piezas del mismo caso constituyen las dos caras de un fenómeno que caracteriza a la España de los últimos años: la de la corrupción que se propaga por instituciones y palacios e infecta las finanzas, el deporte y hasta la SGAE, por citar focos diversos y extremos. Ni siquiera la Iglesia, a través de la caja cordobesa bajo su responsabilidad -CajaSur-, se ha librado de las sospechas de una administración que condujo la entidad directamente a la intervención del Banco de España.
Claro que hay acusados y acusados. Unos lo son por la utilización política de la Justicia y otros por hacer justicia de la política y otras actividades increíblemente lucrativas. El exjuez Garzón, denunciado también por haberse declarado competente para investigar los crímenes del franquismo, afrontará el próximo mes de enero unos juicios que persiguen -como de hecho ya han conseguido- apartarlo de la Judicatura y del mayor caso de corrupción que afecta al Partido Popular, hoy con las riendas del Gobierno.
Su especial y fructífera cruzada contra el terrorismo de ETA y el narcotráfico gallego no ha impedido, pese al escándalo mundial denunciado incluso por la Asociación de Derechos Humanos, que sea imputado por investigar a las víctimas desaparecidas durante la Guerra Civil española, convirtiéndose así en el primer magistrado que se sienta en el banquillo por perseguir la verdad y la justicia sobre más de 100.000 muertes no esclarecidas bajo la dictadura de Franco.
Por su parte, Francisco Camps deberá demostrar estos días que pagó los trajes por los que se le acusa de cohecho impropio, aunque admite no disponer de comprobante alguno de compra ni haber utilizado nunca la tarjeta de crédito.
En el juicio tendrá que rebatir la declaración del jefe de ventas de la tienda, José Tomás, quien afirma que el exhonorable jamás pagó ni una peseta. Según la Fiscalía Anticorrupción, Camps, Ricardo Costa, Víctor Campos y Rafael Betoret, altas personalidades del Gobierno valenciano y dirigentes del PP en la Comunidad, recibieron prendas de vestir como regalos de la trama Gürtel desde 2005 hasta 2008, a cambio de concesiones del ejecutivo autónomo, recursos que también sirvieron para financiar actos del partido en la región.
Son asuntos entrelazados, feos y vergonzosos, que reflejan una época en que la corrupción campaba por sus respetos, sin al parecer tener término, como demuestra el caso Urdangarin, un yerno del Rey a punto de ser llamado a declarar por presidir una empresa que captaba dinero presuntamente fraudulento de, ¡mira por dónde!, la Generalitat valenciana y del Gobierno balear, éste último también investigado por corrupción en el caso Palma Arena bajo la dirección de Jaume Matas, otro expresidente que acude periódicamente a los juzgados.
Lo grave, contra lo que pudiera parecer, no es que se trate de casos aislados de corrupción, sino de un mal tan extendido que parece endémico y que afecta prácticamente a todos los partidos políticos que han tenido responsabilidad de gobierno en España o en las autonomías, es decir, a todos en los que se ha depositado la responsabilidad de administrar nuestros recursos.
Sin remontarnos a los arcanos de Filesa, Rumasa o Gescartera, la malversación de caudales públicos para el enriquecimiento personal o la financiación de partidos se ha convertido en una constante que ha caracterizado a todo el período democrático contemporáneo, dando lugar a los casos Hormaechea, Naseiro y Gürtel, entre otros, en el ámbito del Partido Popular, junto a los Roldán, GAL o ERE, del PSOE, además de los Malayas, Gil, Pretoria, Palau de la Música o Campeón.
Escándalos surgidos ante la incapacidad de control de la propia Administración y la devaluación moral de unos “aprovechados” de las circunstancias, que posibilitaron la proliferación de personajes tan obscenos como el presidente provincial del PP en Castellón, Carlos Fabra, la persona con más suerte en la Lotería; o Jesús Gil, el alcalde más impúdico de Marbella; o Javier de la Rosa, el “inversor” –es un decir- de los fondos kuwaitíes en España que acabó en la cárcel.
Todos estos brotes de corrupción ofrecen una estampa poco atractiva de la España democrática, en la que interesa destacar lo que todavía aquí no se ha subrayado: que la Justicia, aunque tarde, consigue descubrir y condenar a los “listillos” que ensucian la nobleza de la política y la gestión pública, en la que una mayoría de personas se dedica a cumplir con su deber con la sociedad con honestidad y probidad.
Sin embargo, como en un bar con fumadores, unos pocos consiguen transmitir la sensación de que todos fuman, lo que, gracias a Dios, no es cierto. Garzón y Camps (y mañana, un duque) son muestras ejemplarizantes, más allá de la plástica grotesca que conforman, de que nadie se libra de tener que rendir cuentas cuando interviene la Justicia, aunque el procedimiento garantista avance lento e inexorablemente. Eso no frena a los corruptos, es verdad, pero ofrece seguridad y confianza a los ciudadanos. Algo es algo ante la visión del cuadro.
Justamente ayer comenzó el juicio del político valenciano, mientras que el del exjuez de la Audiencia Nacional está a la espera de que se resuelvan las recusaciones que tiene presentadas contra cinco de los siete magistrados que han de juzgarle.
Ambas piezas del mismo caso constituyen las dos caras de un fenómeno que caracteriza a la España de los últimos años: la de la corrupción que se propaga por instituciones y palacios e infecta las finanzas, el deporte y hasta la SGAE, por citar focos diversos y extremos. Ni siquiera la Iglesia, a través de la caja cordobesa bajo su responsabilidad -CajaSur-, se ha librado de las sospechas de una administración que condujo la entidad directamente a la intervención del Banco de España.
Claro que hay acusados y acusados. Unos lo son por la utilización política de la Justicia y otros por hacer justicia de la política y otras actividades increíblemente lucrativas. El exjuez Garzón, denunciado también por haberse declarado competente para investigar los crímenes del franquismo, afrontará el próximo mes de enero unos juicios que persiguen -como de hecho ya han conseguido- apartarlo de la Judicatura y del mayor caso de corrupción que afecta al Partido Popular, hoy con las riendas del Gobierno.
Su especial y fructífera cruzada contra el terrorismo de ETA y el narcotráfico gallego no ha impedido, pese al escándalo mundial denunciado incluso por la Asociación de Derechos Humanos, que sea imputado por investigar a las víctimas desaparecidas durante la Guerra Civil española, convirtiéndose así en el primer magistrado que se sienta en el banquillo por perseguir la verdad y la justicia sobre más de 100.000 muertes no esclarecidas bajo la dictadura de Franco.
Por su parte, Francisco Camps deberá demostrar estos días que pagó los trajes por los que se le acusa de cohecho impropio, aunque admite no disponer de comprobante alguno de compra ni haber utilizado nunca la tarjeta de crédito.
En el juicio tendrá que rebatir la declaración del jefe de ventas de la tienda, José Tomás, quien afirma que el exhonorable jamás pagó ni una peseta. Según la Fiscalía Anticorrupción, Camps, Ricardo Costa, Víctor Campos y Rafael Betoret, altas personalidades del Gobierno valenciano y dirigentes del PP en la Comunidad, recibieron prendas de vestir como regalos de la trama Gürtel desde 2005 hasta 2008, a cambio de concesiones del ejecutivo autónomo, recursos que también sirvieron para financiar actos del partido en la región.
Son asuntos entrelazados, feos y vergonzosos, que reflejan una época en que la corrupción campaba por sus respetos, sin al parecer tener término, como demuestra el caso Urdangarin, un yerno del Rey a punto de ser llamado a declarar por presidir una empresa que captaba dinero presuntamente fraudulento de, ¡mira por dónde!, la Generalitat valenciana y del Gobierno balear, éste último también investigado por corrupción en el caso Palma Arena bajo la dirección de Jaume Matas, otro expresidente que acude periódicamente a los juzgados.
Lo grave, contra lo que pudiera parecer, no es que se trate de casos aislados de corrupción, sino de un mal tan extendido que parece endémico y que afecta prácticamente a todos los partidos políticos que han tenido responsabilidad de gobierno en España o en las autonomías, es decir, a todos en los que se ha depositado la responsabilidad de administrar nuestros recursos.
Sin remontarnos a los arcanos de Filesa, Rumasa o Gescartera, la malversación de caudales públicos para el enriquecimiento personal o la financiación de partidos se ha convertido en una constante que ha caracterizado a todo el período democrático contemporáneo, dando lugar a los casos Hormaechea, Naseiro y Gürtel, entre otros, en el ámbito del Partido Popular, junto a los Roldán, GAL o ERE, del PSOE, además de los Malayas, Gil, Pretoria, Palau de la Música o Campeón.
Escándalos surgidos ante la incapacidad de control de la propia Administración y la devaluación moral de unos “aprovechados” de las circunstancias, que posibilitaron la proliferación de personajes tan obscenos como el presidente provincial del PP en Castellón, Carlos Fabra, la persona con más suerte en la Lotería; o Jesús Gil, el alcalde más impúdico de Marbella; o Javier de la Rosa, el “inversor” –es un decir- de los fondos kuwaitíes en España que acabó en la cárcel.
Todos estos brotes de corrupción ofrecen una estampa poco atractiva de la España democrática, en la que interesa destacar lo que todavía aquí no se ha subrayado: que la Justicia, aunque tarde, consigue descubrir y condenar a los “listillos” que ensucian la nobleza de la política y la gestión pública, en la que una mayoría de personas se dedica a cumplir con su deber con la sociedad con honestidad y probidad.
Sin embargo, como en un bar con fumadores, unos pocos consiguen transmitir la sensación de que todos fuman, lo que, gracias a Dios, no es cierto. Garzón y Camps (y mañana, un duque) son muestras ejemplarizantes, más allá de la plástica grotesca que conforman, de que nadie se libra de tener que rendir cuentas cuando interviene la Justicia, aunque el procedimiento garantista avance lento e inexorablemente. Eso no frena a los corruptos, es verdad, pero ofrece seguridad y confianza a los ciudadanos. Algo es algo ante la visión del cuadro.
DANIEL GUERRERO