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En defensa de la política

Las crisis económicas siempre conllevan un enfado generalizado de la ciudadanía con la clase política. Así ocurrió en 1995, cuando las encuestas del CIS situaban a la clase política como uno de los quebraderos de cabeza de los españoles. Igual que ocurre en la actualidad. La única diferencia entre los noventa y la crisis actual es que de la primera había visos de recuperación y de la segunda, la recuperación ni se huele.

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Otro mal que llevan aparejadas las crisis económicas es el repunte de la xenofobia y del populismo como estrategia electoral. Cuando a grandes problemas no se encuentran grandes soluciones, lo más efectivo para el recuento electoral es buscar enemigos a los que culpar del triste panorama.

Todos los problemas parecen solucionarse con “menos privilegios para los políticos”. Y en la categorización de "privilegio" entra todo: desde la vigilancia policial hasta el avión en el que vuela el presidente del Gobierno. El diario El Mundo, en una demostración de lo que no ha de ser el periodismo serio y riguroso, denuncia el “excesivo gasto” que suponen las cumbres europeas.

En el cómputo del rotativo de Pedro J. Ramírez no se salva el gasto en comidas, alojamiento, seguridad vial y los guardaespaldas que acompañan a los líderes de los Veintisiete. Todo vale si la finalidad es tener un buen blanco al que lanzarle la responsabilidad de la grave crisis que padece Europa.

Nadie se dio cuenta durante los tiempos de bonanza que nuestros políticos gastaban y ganaban como ahora. Que la Unión Europea no era una unión política, económica ni de ciudadanos. Que las diputaciones provinciales eran el chiringuito perfecto para la colocación de los caciques.

Tampoco se quejó ningún “demócrata real” de la vulnerabilidad del sistema universitario español. Una máquina de lanzar titulados sin competencias reales para ejercer la función que se debería saber desempeñar. Del mismo modo que es un almacén de profesores con la etiqueta de "ilustres" sin que lo sean.

El marroquí que cogía la aceituna, mientras los oriundos se iban a la costa a hacerse ricos por obra y gracia del ladrillo, no era molestia para encontrar empleo. Al contrario, era un romántico modo de mezclarnos con otras culturas y crear riqueza.

Ni el cambio climático era un estorbo para la felicidad de Occidente. Ni, mucho menos, los políticos que nos gobernaban eran la causa de todos los males. Es más, los súbditos acudían a las puertas de los tribunales cuando sus mesiánicos alcaldes eran juzgados por ingresar en su cuenta bancaria la mitad de las plusvalías urbanísticas que pertenecían a los ciudadanos.

Todos, políticos y electores, hemos creado el sistema de codicia y pillaje en el que vivimos. Y, por muy cabreados que estemos, sólo con buscar chivos expiatorios contra los que estampar nuestra frustración no vamos a despejar la incertidumbre que nos invade.

Probablemente, sólo servirá para que los enemigos de la política, que no la necesitan para ser poderosos, consigan su fin: que sólo ejerzan el poder los que no precisan de “privilegios públicos” para asistir al hospital o para llevar a sus hijos al colegio.

El debate se ha reducido a un balance contable que se reduce a “fulanito gana tanto, le dan un ordenador, un IPhone, y encima le abonan los viajes”. Más de uno nos sorprenderíamos, si nos preguntáramos cuántas virtudes de las que le exigimos a nuestros representantes cumplimos: honestidad, formación, austeridad, respeto por lo público, sinceridad, eficacia, decencia, humanismo, dominio de idiomas y coherencia.

Defiendo la política como el mecanismo más noble que tenemos para cambiar la realidad. De igual manera que aplaudo la incidencia de la sociedad civil para que nuestra democracia sea más real e igualitaria.

Pero si extendemos la visión de que todos nuestros políticos son unos corruptos, mediocres y mezquinos, estamos siendo injustos con los miles y miles de cargos públicos que no reciben ni un euro de más en su cuenta de resultados.

Exigir "democracia real" no debería ser nunca la excusa para considerar que todos los políticos son iguales o levantar una sospecha generalizada sobre cualquier político. Después de la política, a los pobres no les queda nada más para defenderse de los que tienen poder sin necesidad de concurrir a unas elecciones.
RAÚL SOLÍS
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