Aunque nunca dejé de visitar aquel país, un año volví y encontré que no era lo que había aprendido de él. De repente vi a un hombre del cual solamente había entendido una cara que no tenía mucho que entender. En ciertos momentos de tu existencia haces recopilatorio, extiendes tu vida como un mapa en mitad de algún lugar incierto. Tratas de ubicarte. Localizas tus puntos cardinales. Observas las líneas que dibujan montañas. Miras con cierta distancia el camino que te ha traído y tratas de entender dónde estás. Más o menos, sí, aciertas. ¿Pero en qué punto del mapa pone quién eres?
Puente de S. Antoni de Grella || © orádea 2011
Aquel lugar vivió en mí como un hombre. Era un rostro frío pero entretenido. Disfrutaba sus luces, sus amigos. Su lugar y el lugar que me daba. Aprendí ciertas lecciones en la vida. Una de ellas, con el paso de los años, que el tiempo nunca se detiene.
Sus rostros envejecieron en el justo instante en que descubrí que yo ya era mayor. Hasta entonces es muy difícil saber que el tiempo pasa en quien ves continuamente. Quizá sea una lección. Mientras más cerca estás, mientras más miras, menos ves. Eso me lo explicó el tiempo y aquél hombre. Aquel país.
Retazos de mi infancia sucedieron ahí. Puntuales. Pero algo queda por esas calles empinadas y frías. Sin embargo, miro y apenas veo aquel niño abrigado, agarrado de la mano de sus padres, encerrado entre montañas.
Recuerdo la nieve, los trineos. La nieve blanca y la nieve sucia. Y luces. Muchas luces. Quizá casi es lo único que persiste. También un perro muy grande y muy noble. Y una gata con muy malas pulgas pero buenas garras. ¡Qué terror me causaba! Recuerdo un comedor de una casa que ya no existe.
Los años pasaron. Eso lo sé de buena tinta. Ahora miro con cierta distancia y la verdad, no sé si conozco a aquel infante. Ni siquiera si lo llegué a conocer o si coincidimos alguna vez mirando los guantes que llevaba su padre para conducir. No sé si aquel niño y yo coincidimos en el umbral de su primer sueño. Creo que sonreí con él alguna vez. Pero no podría asegurarlo. Creo que cuando teníamos ya veinte años… ¡veinte años! nos encontramos allí de nuevo.
S. Joan de Caselles || © orádea 2011
El año que aquel hombre no fue el mismo, yo iba retratando estrellas. Buscaba espacios desconocidos y los encontré allí. Conocía la nieve, pero no el placer de ser montaña y sentirme perdido y encontrado en mitad de la noche en lo alto, muerto de frío pero inmensamente feliz.
Conocía las luces, pero no sabía que, aparte de las tiendas, iluminan un camino. La única historia que conocía por aquel entonces era la mía, no la de aquel hombre. Su rostro no era más mayor. Era nuevo.
Una sonrisa escondida entre unas calles que jamás en la vida había pisado, ocultándose en una bufanda de invierno. Olvidé las carreteras y miré con profundidad, como si nunca antes hubiera mirado. Él me preguntó: "¿qué ves ahora que no hayas visto antes?". Con treinta años me ruboricé como un chiquillo.
Ahora miro a un niño cualquiera y siempre encuentro algo que hubo en mí. Aunque sigas sin encontrar al muchacho que fuiste. Maldita sea. Esquiva infancia. No puedes culparla a ella. Ni a aquel niño. Ni a ti mismo siquiera. Ahora hago memoria y sobre el mapa veo los lugares que visité. Sin embargo, son todo lugares desconocidos.
Somos el mapa marcado. Somos el camino andado. Somos un viaje. Miro las huellas e intento coincidir con aquel niño del que únicamente conservo su cuerpo. No sé si perdí su infancia en una calle en bicicleta. No sé si lo extravié mientras le preguntaba cosas que no sabía contestarme.
Algún día lluvioso coincidimos corriendo por los pasillos del cole, pisando juntos el serrín sobre las baldosas de la infancia, jugando a pillar. Nunca nos preguntamos si aquellos días podrían ser los más felices de nuestras vidas, cuando cimentábamos un mundo desconocido con irrisorias adversidades. Sin embargo, qué difícil es hacer un mundo e inventarte una historia sin saber de qué va a ir el cuento.
Recogí las instantáneas en una carpeta. Aquel hombre me enseñó a mirar de nuevo a todos los hombres que conociera y a todos los lugares en los que había estado. Como un país completamente nuevo en mitad de los Pirineos, Andorra me enseñó su historia de piedra románica.
A cada pequeña iglesia, a cada torre, a cada campanario –y son muchos- me sentía más y más necio. A lo largo de sus carreteras y entre apartamentos, se podía encontrar vestigios del país que Andorra fue. No es que no lo sea, pero con tristeza recuerdo cómo me mostraba las luces de las tiendas y las pistas de esquí. Donde tantas veces compré y por las que tantas veces me deslicé.
Si descubres que no has conocido lo que has vivido en la infancia, cómo voy a saber si conozco a la persona que soy. Hoy vuelvo de vez en cuando y damos largos paseos hablando sobre éste y mil temas más. Siempre fue gran conversador.
Cuando buscaba, según las indicaciones, la capilla de San Andrés o la iglesia de San Juan de Canillo o el mismo puente de San Antoni de Grella, muchas veces oculto entre edificios y luces, pienso que Andorra tampoco sabe bien dónde quedó su infancia. Me gusta pensar que cuando lo iba descubriendo me encontraba al niño que aquel hombre fue e interrumpía sus juegos para preguntarle cosas que de mayor le hubiera gustado saber.
Capilla de S. Andrés || © orádea 2011
Cuando camino por la calle y veo a un niño, irremediablemente encuentro algo de él en el niño que fui. Como si quisiera otorgarle cierta ayuda inestimable, aunque no la pida, trato de ubicarlo en el mapa de mi vida y en el viaje que soy, que más o menos, a grandes rasgos, es como el de todas las personas.
Quizá alguno de ustedes, paseando por la calle, encuentre al niño que un día fui. Si lo ven, díganle que aún querría preguntarle algunas cosas. Aunque estoy casi seguro que seguirá sin saber contestarme.
Postdata: Más fotos de Andorra en esta web. Para obtener más información sobre Andorra, puede acceder aquí.
Puente de S. Antoni de Grella || © orádea 2011
Aquel lugar vivió en mí como un hombre. Era un rostro frío pero entretenido. Disfrutaba sus luces, sus amigos. Su lugar y el lugar que me daba. Aprendí ciertas lecciones en la vida. Una de ellas, con el paso de los años, que el tiempo nunca se detiene.
Sus rostros envejecieron en el justo instante en que descubrí que yo ya era mayor. Hasta entonces es muy difícil saber que el tiempo pasa en quien ves continuamente. Quizá sea una lección. Mientras más cerca estás, mientras más miras, menos ves. Eso me lo explicó el tiempo y aquél hombre. Aquel país.
Retazos de mi infancia sucedieron ahí. Puntuales. Pero algo queda por esas calles empinadas y frías. Sin embargo, miro y apenas veo aquel niño abrigado, agarrado de la mano de sus padres, encerrado entre montañas.
Recuerdo la nieve, los trineos. La nieve blanca y la nieve sucia. Y luces. Muchas luces. Quizá casi es lo único que persiste. También un perro muy grande y muy noble. Y una gata con muy malas pulgas pero buenas garras. ¡Qué terror me causaba! Recuerdo un comedor de una casa que ya no existe.
Los años pasaron. Eso lo sé de buena tinta. Ahora miro con cierta distancia y la verdad, no sé si conozco a aquel infante. Ni siquiera si lo llegué a conocer o si coincidimos alguna vez mirando los guantes que llevaba su padre para conducir. No sé si aquel niño y yo coincidimos en el umbral de su primer sueño. Creo que sonreí con él alguna vez. Pero no podría asegurarlo. Creo que cuando teníamos ya veinte años… ¡veinte años! nos encontramos allí de nuevo.
S. Joan de Caselles || © orádea 2011
El año que aquel hombre no fue el mismo, yo iba retratando estrellas. Buscaba espacios desconocidos y los encontré allí. Conocía la nieve, pero no el placer de ser montaña y sentirme perdido y encontrado en mitad de la noche en lo alto, muerto de frío pero inmensamente feliz.
Conocía las luces, pero no sabía que, aparte de las tiendas, iluminan un camino. La única historia que conocía por aquel entonces era la mía, no la de aquel hombre. Su rostro no era más mayor. Era nuevo.
Una sonrisa escondida entre unas calles que jamás en la vida había pisado, ocultándose en una bufanda de invierno. Olvidé las carreteras y miré con profundidad, como si nunca antes hubiera mirado. Él me preguntó: "¿qué ves ahora que no hayas visto antes?". Con treinta años me ruboricé como un chiquillo.
Ahora miro a un niño cualquiera y siempre encuentro algo que hubo en mí. Aunque sigas sin encontrar al muchacho que fuiste. Maldita sea. Esquiva infancia. No puedes culparla a ella. Ni a aquel niño. Ni a ti mismo siquiera. Ahora hago memoria y sobre el mapa veo los lugares que visité. Sin embargo, son todo lugares desconocidos.
Somos el mapa marcado. Somos el camino andado. Somos un viaje. Miro las huellas e intento coincidir con aquel niño del que únicamente conservo su cuerpo. No sé si perdí su infancia en una calle en bicicleta. No sé si lo extravié mientras le preguntaba cosas que no sabía contestarme.
Algún día lluvioso coincidimos corriendo por los pasillos del cole, pisando juntos el serrín sobre las baldosas de la infancia, jugando a pillar. Nunca nos preguntamos si aquellos días podrían ser los más felices de nuestras vidas, cuando cimentábamos un mundo desconocido con irrisorias adversidades. Sin embargo, qué difícil es hacer un mundo e inventarte una historia sin saber de qué va a ir el cuento.
Recogí las instantáneas en una carpeta. Aquel hombre me enseñó a mirar de nuevo a todos los hombres que conociera y a todos los lugares en los que había estado. Como un país completamente nuevo en mitad de los Pirineos, Andorra me enseñó su historia de piedra románica.
A cada pequeña iglesia, a cada torre, a cada campanario –y son muchos- me sentía más y más necio. A lo largo de sus carreteras y entre apartamentos, se podía encontrar vestigios del país que Andorra fue. No es que no lo sea, pero con tristeza recuerdo cómo me mostraba las luces de las tiendas y las pistas de esquí. Donde tantas veces compré y por las que tantas veces me deslicé.
Si descubres que no has conocido lo que has vivido en la infancia, cómo voy a saber si conozco a la persona que soy. Hoy vuelvo de vez en cuando y damos largos paseos hablando sobre éste y mil temas más. Siempre fue gran conversador.
Cuando buscaba, según las indicaciones, la capilla de San Andrés o la iglesia de San Juan de Canillo o el mismo puente de San Antoni de Grella, muchas veces oculto entre edificios y luces, pienso que Andorra tampoco sabe bien dónde quedó su infancia. Me gusta pensar que cuando lo iba descubriendo me encontraba al niño que aquel hombre fue e interrumpía sus juegos para preguntarle cosas que de mayor le hubiera gustado saber.
Capilla de S. Andrés || © orádea 2011
Cuando camino por la calle y veo a un niño, irremediablemente encuentro algo de él en el niño que fui. Como si quisiera otorgarle cierta ayuda inestimable, aunque no la pida, trato de ubicarlo en el mapa de mi vida y en el viaje que soy, que más o menos, a grandes rasgos, es como el de todas las personas.
Quizá alguno de ustedes, paseando por la calle, encuentre al niño que un día fui. Si lo ven, díganle que aún querría preguntarle algunas cosas. Aunque estoy casi seguro que seguirá sin saber contestarme.
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DAVID CANTILLO