Durante las últimas semanas, multitud de acontecimientos han puesto de relieve el debate sobre la utilidad y eficacia de la institución monárquica en España. Lejos de querer reavivar la discusión entre monarquía y república, sí quisiera esbozar en estas líneas las razones por las que me parece injustificada esta especie de campaña en contra de la figura de Don Juan Carlos.
Al igual que yo, seguramente ustedes han leído y escuchado comentarios y argumentos de todos los colores, incluyendo algunos bastante radicales. Como esos que arguyen que los casi ocho millones y medio de euros que el Presupuesto del Estado asigna a la Casa Real son dineros tirados, dádivas sin sentido que se otorgan a una institución trasnochada, parásita e inútil.
Todo ello se suele complementar con el equívoco argumento de que a un hipotético presidente de República lo elige el pueblo, mientras que al Rey lo eligió un dictador. Equívoco, digo, por las dos partes: al presidente no lo elegiría el pueblo, sino el partido, y al Rey lo eligió el pueblo en el momento en que votó a favor de una reforma política y una Constitución que consagra la Monarquía Parlamentaria como forma política del Estado.
Como digo, creo que esos euros que conforman la asignación económica a la Casa Real no son, en ningún modo, dinero tirado a la basura. Tampoco creo que los integrantes de la Familia Real sean vagos ni parásitos: realmente no me gustaría estar en el pellejo de Don Felipe ni ahora -eso de representar al país en actos diversos requiere un esfuerzo de estudio y de actualización permanentes que no todos son capaces de afrontar- ni en el momento en que tenga que suceder a su padre. Es más, creo que la labor de Don Juan Carlos y Doña Sofía debiera merecer algo más de respeto y apreciación de lo que reciben en este desmemoriado país.
Lo quieran o no reconocer los detractores del monarca, a él -y a Adolfo Suárez- se debe que hoy podamos celebrar elecciones libres; que disfrutemos -aunque a veces deberíamos decir "padezcamos"- un sistema más o menos democrático; si no fuera por su empeño, y por la jugada jurídico-legal que diseñaran para él Suárez y Fernández-Miranda para jubilar las Leyes Fundamentales del Estado franquista y convertirlas en una Ley para la Reforma Política y en la Constitución Española de 1978, sencillamente España no sería hoy como es.
El joven Rey tuvo claro, desde el principio, que el país necesitaba ese cambio, la llegada de la soberanía real del pueblo, y así se esforzó por conseguirla sin grandes traumas, revoluciones ni alzamientos militares.
Precisamente en este sentido, ninguno de estos anti-monarquía parece recordar que el tragicómico intento de golpe de febrero de 1981 fue parado, desautorizado y desmantelado por el mismo Rey, a pesar de la crítica situación que se vivía en esos momentos en el país.
Pero, más allá de todas estas cosas conocidas, tampoco parece nadie recordar otras como la intervención del entonces Príncipe de Asturias allá por los principios de la década de los setenta, cuando en medio de una inmensa crisis petrolera, usó su influencia con el Rey de Arabia Saudí para que el crudo siguiera llegando regularmente a España. O cuando tapó la boca al imprentable gorila rojo -Hugo Chávez- en la Cumbre Iberoamericana con el famoso "¿Por qué no te callas?".
En fin, opiniones habrá para todos los gustos -y casi todas serán respetables- pero personalmente opino que deberíamos ser más agradecidos con este hombre. Y puestos a escoger, cuando Don Juan Carlos deba dejar la Corona en manos de su hijo, seguiré prefieriendo a un tipo de mi edad que tiene varias carreras y un montón de experiencia en relaciones internacionales que a cualquier profesional de la política elegido por las bases de un partido político cuyo objetivo fundamental es la captación de votos. Es decir, el poder.
Al igual que yo, seguramente ustedes han leído y escuchado comentarios y argumentos de todos los colores, incluyendo algunos bastante radicales. Como esos que arguyen que los casi ocho millones y medio de euros que el Presupuesto del Estado asigna a la Casa Real son dineros tirados, dádivas sin sentido que se otorgan a una institución trasnochada, parásita e inútil.
Todo ello se suele complementar con el equívoco argumento de que a un hipotético presidente de República lo elige el pueblo, mientras que al Rey lo eligió un dictador. Equívoco, digo, por las dos partes: al presidente no lo elegiría el pueblo, sino el partido, y al Rey lo eligió el pueblo en el momento en que votó a favor de una reforma política y una Constitución que consagra la Monarquía Parlamentaria como forma política del Estado.
Como digo, creo que esos euros que conforman la asignación económica a la Casa Real no son, en ningún modo, dinero tirado a la basura. Tampoco creo que los integrantes de la Familia Real sean vagos ni parásitos: realmente no me gustaría estar en el pellejo de Don Felipe ni ahora -eso de representar al país en actos diversos requiere un esfuerzo de estudio y de actualización permanentes que no todos son capaces de afrontar- ni en el momento en que tenga que suceder a su padre. Es más, creo que la labor de Don Juan Carlos y Doña Sofía debiera merecer algo más de respeto y apreciación de lo que reciben en este desmemoriado país.
Lo quieran o no reconocer los detractores del monarca, a él -y a Adolfo Suárez- se debe que hoy podamos celebrar elecciones libres; que disfrutemos -aunque a veces deberíamos decir "padezcamos"- un sistema más o menos democrático; si no fuera por su empeño, y por la jugada jurídico-legal que diseñaran para él Suárez y Fernández-Miranda para jubilar las Leyes Fundamentales del Estado franquista y convertirlas en una Ley para la Reforma Política y en la Constitución Española de 1978, sencillamente España no sería hoy como es.
El joven Rey tuvo claro, desde el principio, que el país necesitaba ese cambio, la llegada de la soberanía real del pueblo, y así se esforzó por conseguirla sin grandes traumas, revoluciones ni alzamientos militares.
Precisamente en este sentido, ninguno de estos anti-monarquía parece recordar que el tragicómico intento de golpe de febrero de 1981 fue parado, desautorizado y desmantelado por el mismo Rey, a pesar de la crítica situación que se vivía en esos momentos en el país.
Pero, más allá de todas estas cosas conocidas, tampoco parece nadie recordar otras como la intervención del entonces Príncipe de Asturias allá por los principios de la década de los setenta, cuando en medio de una inmensa crisis petrolera, usó su influencia con el Rey de Arabia Saudí para que el crudo siguiera llegando regularmente a España. O cuando tapó la boca al imprentable gorila rojo -Hugo Chávez- en la Cumbre Iberoamericana con el famoso "¿Por qué no te callas?".
En fin, opiniones habrá para todos los gustos -y casi todas serán respetables- pero personalmente opino que deberíamos ser más agradecidos con este hombre. Y puestos a escoger, cuando Don Juan Carlos deba dejar la Corona en manos de su hijo, seguiré prefieriendo a un tipo de mi edad que tiene varias carreras y un montón de experiencia en relaciones internacionales que a cualquier profesional de la política elegido por las bases de un partido político cuyo objetivo fundamental es la captación de votos. Es decir, el poder.
MARIO J. HURTADO