Que en todas partes cuecen habas no es algo que merezca la pena discutir por su obviedad, pero sí la vara con la que se mide cada comportamiento en función del personaje o la familia de que se trate, pues en nuestro país la Constitución no permite la desigualdad ante la Ley, al menos formalmente.
La monarquía es una institución que está encarnada por personas obligadas a cumplir escrupulosamente con la elevada función de representar al Estado con lealtad y honestidad. Así lo hemos entendido desde la Transición para acá y así lo ha cumplido S.M. el Rey, quien ha gozado del reconocimiento de los ciudadanos al dar satisfacción a las aspiraciones de democracia, justicia y libertad de la sociedad española, alejándose tal vez de las intenciones del dictador Franco cuando lo eligió y educó para sucederle en la Jefatura del Estado, y frenando, aquella tarde/noche ominosa, la intentona golpista de Tejero y el grupúsculo ultra que lo auspiciaba.
Confiados de esa integridad en la cúspide del Estado, los españoles hemos sido -y somos- pacatos a la hora de controlar y enjuiciar a la monarquía cual cualquier otra institución de la estructura estatal, como se hace por ejemplo en el Reino Unido.
Siempre hemos mantenido al rey y su familia al margen de la diatriba política, exentos de rendir cuentas de los fondos con que se dota su financiación y de la curiosidad insana de los morbosos de las vísceras, salvo una superficial información acerca de sus aficiones deportivas y lugares de veraneo y del interés humano por el incremento del número de miembros.
Que sus Altezas crecen y se reproducen, trabajan y se divierten, viajan o negocian y mantienen relaciones con quienes les interesa es normal de cualquier familia. Lo anormal es cuando se descubre la comisión de alguna irregularidad penada por nuestro ordenamiento legal y ni la Fiscalía Anticorrupción adopta las medidas que emprendería en cualquier otra situación similar de no mediar sangre azul.
Se comete así un agravio inconstitucional con el común de españoles porque la ley no distingue linajes. Por ello resulta preocupante para nuestra salud democrática que el Duque de Palma, Iñaki Urdangarin, esposo de la infanta Cristina (séptima en la línea de sucesión al Trono), no sea siquiera imputado ni llamado a declarar por los tribunales que investigan la trama del Instituto Nóos, organización “sin ánimo de lucro” presidida por él y que, según datos de Hacienda, captaba dinero de la Generalitat Valenciana y del Govern balear de forma supuestamente fraudulenta.
Es sorprendente por cuanto han sido imputados el número dos del Instituto y socio de Urdangarin, Diego Torres, los responsables de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia y una decena más de personas que trabajaban en el entramado societario tejido para desviar las ganancias.
Estamos, pues, ante el mayor escándalo que salpica a la Corona por una trama que recaudó más de 16 millones de euros de entre 103 entidades públicas y privadas, y que hacía valer su pertenencia a la Familia Real como tarjeta de presentación para ganarse favores.
Ante los hechos, la Casa Real guarda un mutismo ensordecedor que, a buen seguro, evidencia la preocupación que le producen, pero que perjudica seriamente su prestigio y buena imagen. En otro ámbito ya se hubieran exigido responsabilidades, la pertinente aclaración de lo sucedido y la dimisión inmediata de los implicados.
Es lo que suele hacerse cuando surgen indicios que incriminan a personas que, por su condición de servidores o gestores de lo público, no sólo han de parecer inocentes, sino de serlo por el obligado cumplimiento de las funciones que tienen encomendadas, sujetas a una normativa que controla la administración de lo que se hace con el dinero de todos.
La confianza de los ciudadanos descansa en el correcto y buen funcionamiento de las instituciones, lo que prioriza su defensa y la limpieza de su cometido, alterado por los corruptos, sea en un ministerio, un ayuntamiento, el Gobierno o la propia monarquía.
Apartar al causante implicado, inhabilitarlo para el desempeño de cualquier actividad relacionada con la institución y una declaración de "acato" a las actuaciones judiciales, como cualquier ciudadano, hubiera bastado para preservar a la monárquica de las sospechas de corrupción que pudieran mancharle.
No es de recibo que un duque, por mucho que prefiera dedicarse a los chorizos, cause menosprecio y recelos de la hoja de servicios que la Corona de España ha prestado al país como símbolo de la Jefatura del Estado. No es de recibo por una simpatía monárquica o republicana, sino por resguardar las instituciones de la democracia de los manejos de cualquier aprovechado tentado de mancillarlas por una ambición y una avaricia desmedidas.
La monarquía es una institución que está encarnada por personas obligadas a cumplir escrupulosamente con la elevada función de representar al Estado con lealtad y honestidad. Así lo hemos entendido desde la Transición para acá y así lo ha cumplido S.M. el Rey, quien ha gozado del reconocimiento de los ciudadanos al dar satisfacción a las aspiraciones de democracia, justicia y libertad de la sociedad española, alejándose tal vez de las intenciones del dictador Franco cuando lo eligió y educó para sucederle en la Jefatura del Estado, y frenando, aquella tarde/noche ominosa, la intentona golpista de Tejero y el grupúsculo ultra que lo auspiciaba.
Confiados de esa integridad en la cúspide del Estado, los españoles hemos sido -y somos- pacatos a la hora de controlar y enjuiciar a la monarquía cual cualquier otra institución de la estructura estatal, como se hace por ejemplo en el Reino Unido.
Siempre hemos mantenido al rey y su familia al margen de la diatriba política, exentos de rendir cuentas de los fondos con que se dota su financiación y de la curiosidad insana de los morbosos de las vísceras, salvo una superficial información acerca de sus aficiones deportivas y lugares de veraneo y del interés humano por el incremento del número de miembros.
Que sus Altezas crecen y se reproducen, trabajan y se divierten, viajan o negocian y mantienen relaciones con quienes les interesa es normal de cualquier familia. Lo anormal es cuando se descubre la comisión de alguna irregularidad penada por nuestro ordenamiento legal y ni la Fiscalía Anticorrupción adopta las medidas que emprendería en cualquier otra situación similar de no mediar sangre azul.
Se comete así un agravio inconstitucional con el común de españoles porque la ley no distingue linajes. Por ello resulta preocupante para nuestra salud democrática que el Duque de Palma, Iñaki Urdangarin, esposo de la infanta Cristina (séptima en la línea de sucesión al Trono), no sea siquiera imputado ni llamado a declarar por los tribunales que investigan la trama del Instituto Nóos, organización “sin ánimo de lucro” presidida por él y que, según datos de Hacienda, captaba dinero de la Generalitat Valenciana y del Govern balear de forma supuestamente fraudulenta.
Es sorprendente por cuanto han sido imputados el número dos del Instituto y socio de Urdangarin, Diego Torres, los responsables de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia y una decena más de personas que trabajaban en el entramado societario tejido para desviar las ganancias.
Estamos, pues, ante el mayor escándalo que salpica a la Corona por una trama que recaudó más de 16 millones de euros de entre 103 entidades públicas y privadas, y que hacía valer su pertenencia a la Familia Real como tarjeta de presentación para ganarse favores.
Ante los hechos, la Casa Real guarda un mutismo ensordecedor que, a buen seguro, evidencia la preocupación que le producen, pero que perjudica seriamente su prestigio y buena imagen. En otro ámbito ya se hubieran exigido responsabilidades, la pertinente aclaración de lo sucedido y la dimisión inmediata de los implicados.
Es lo que suele hacerse cuando surgen indicios que incriminan a personas que, por su condición de servidores o gestores de lo público, no sólo han de parecer inocentes, sino de serlo por el obligado cumplimiento de las funciones que tienen encomendadas, sujetas a una normativa que controla la administración de lo que se hace con el dinero de todos.
La confianza de los ciudadanos descansa en el correcto y buen funcionamiento de las instituciones, lo que prioriza su defensa y la limpieza de su cometido, alterado por los corruptos, sea en un ministerio, un ayuntamiento, el Gobierno o la propia monarquía.
Apartar al causante implicado, inhabilitarlo para el desempeño de cualquier actividad relacionada con la institución y una declaración de "acato" a las actuaciones judiciales, como cualquier ciudadano, hubiera bastado para preservar a la monárquica de las sospechas de corrupción que pudieran mancharle.
No es de recibo que un duque, por mucho que prefiera dedicarse a los chorizos, cause menosprecio y recelos de la hoja de servicios que la Corona de España ha prestado al país como símbolo de la Jefatura del Estado. No es de recibo por una simpatía monárquica o republicana, sino por resguardar las instituciones de la democracia de los manejos de cualquier aprovechado tentado de mancillarlas por una ambición y una avaricia desmedidas.
DANIEL GUERRERO