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Manuel Bellido Mora | Qué sinvivir es la muerte

Con el cine sostengo un trato cordial. Aparte de la relación que mantengo con mi familia, los amigos y por supuesto los vinilos, no recuerdo otra, entre las que se me achacan, que sea tan perdurable y provechosa. Por lo general no salgo descompuesto de las (multi) salas, es decir que en la mayoría de los casos, soy bastante consciente de lo que voy a ver. Es como cuando de chico se acude al médico con tu madre para hacerte una radiografía. En el cuarto oscuro de la consulta sabía a lo que me exponía.


De modo que, precavido, no suelo despotricar de lo que se proyecta en la pantalla, a no ser que sea un insoportable tostón. Pero es que entre sus innumerables beneficios, los aficionados al cine tienen muy desarrollada la virtud de la paciencia, bastante más que el resto de los humanos.

No me parece, como muchos colegas opinan, que casi todo es bazofia de la peor especie. Sencillamente creo que la industria del cine, como siempre ha hecho desde que Lumiere la fundó, adapta su producción al gusto mayoritario del público. Y, si como ahora ocurre, éste es abrumadoramente joven y poco exigente (cada vez más), predominan las gansadas. Es ese tipo de argumentos en los que los personajes alcanzan notoriedad en proporción a las barrabasadas que son capaces de perpetrar, es lo que se lleva.

Ignoro desde cuándo no se dan una vuelta por el cine, pero les prevengo que en la cartelera este tipo de subproductos ejerce una aplastante mayoría absoluta. Es lo que hay. Lo digo para evitar chascos y reclamaciones. Sé de un menda que, defraudado en un concierto de jazz, presentó una denuncia porque lo que estaba escuchando ni era esa música ni se parecía.

Lo joven manda ante la huída en masa del público adulto que, con su deserción, renuncia a su derecho de elegir entre una programación alternativa. Por si fuera poco, este relevo generacional no viene solo ya que, además, trae sus propios ídolos, desplazando a los que había al paro.

Cuando las arrugas se obstinan en manifestarse, los artistas empiezan a sentirse invisibles. Es cumplir años y notar al instante que los estudios se olvidan de ellos. Primero sus rostros, tan admirables hace unos cuantos años, desaparecen de las preferencias de la audiencia. Y acto seguido empiezan a escasear los contratos. Así son las cosas.

La industria del entretenimiento devora a sus hijos, y lo hace sin compasión. Los jubila antes de tiempo, los arroja al ostracismo y no los compensa de ninguna forma. A la inmensa mayoría ni siquiera les queda el consuelo de pasar a la galería de viejas glorias. Porque también aquí el cupo está cerrado desde hace tiempo.

No hay más que repasar el panteón de los mitos del celuloide para comprobar que no existen nuevos ingresos desde tiempo inmemorial, que ese Olimpo del ajado esplendor tiene la quietud de una tumba. Allí los muertos (Marilyn, James Dean, Grace Kelly) son los que están más vivos en la memoria de la gente. Siguen siendo los titulares indiscutibles en la alineación de los mitos eternos del séptimo arte.

Por eso resulta gratificante el reencuentro cara a cara con quienes alguna vez fueron grandes, pero por los caprichos de la taquilla han dejado de serlo. Dos de ellos, William Hurt (Fuego en el cuerpo) e Isabella Rossellini (Blue Velvet) han tenido su ratito de gloria en el Festival de Cine Europeo de Sevilla, cuya undécima edición concluye esta noche.

Ambos protagonizan Tres veces 20 años, de Julie Gavras, una estupenda comedia amarga en la que una pareja ve cercada su duradera estabilidad por el estrago de la vejez inminente.

Él es arquitecto pero es incapaz de diseñar un final adecuado a su vida laboral y sentimental. Es un renombrado creador de puentes y aeropuertos, las catedrales de nuestro tiempo, pero últimamente sólo le salen encargos para construir residencias para ancianos, urbanizaciones equipadas con todo lujo de detalles para hacer más llevadero el envejecimiento, otro de los signos de esta época en la que es un hecho innegable la prolongación de esperanza de vida. Lo que los ha convertido, a sus años, en uno de los mayores colectivos humanos.

Es decir que como dicen los cursis modernos, por su abundancia (la de los viejos), constituyen un "nicho de nuevos empleos" para atender sus necesidades, dicho esto sin intención macabra alguna en la expresión.

En la mencionada película se bromea con esto. Con lo remiso que somos a aceptar el paso del tiempo y el declive físico, aunque está claro que los avances de la medicina, y la geriátrica en particular, están sirviendo de paliativo a la decadencia inevitable, a veces por cierto con efecto que rondan lo milagroso.

La publicidad no ha tardado en sacarle partido a la nueva situación, por lo que en los anuncios ya hemos visto a abuelos en situaciones de lo más inverosímil: la anciana que está en el cielo tirándose en paracaídas es un buen ejemplo de esta corriente.

En Tres veces 20 años, el film del que les hablo, también se hace chanza de lo mucho que, con tanto adelanto científico, se ha diversificado la forma de morir. Uno de los personajes, no sin cierto punto agrio, comenta que en algunos sitios ahora se puede elegir a la carta el billete para el otro mundo. Viendo la escena en un mes, noviembre, de tanto regusto fúnebre pensé en que en estos aspectos, los aparejados a las defunciones, el que se queda atrás está condenado al fracaso y a la ruina.

Con toda la razón se han puesto al día las empresas de servicios funerarios. Ofrecen tantas novedades, algunas realmente estrafalarias, que el trámite de la muerte se ha convertido en una complicación.

En Alemania, siempre tan punteros van (con los pies) por delante. Allí, según los periódicos, el último grito (con perdón) en materia de entierros es hacerlos creando “espacios de duelo positivos y optimistas, abiertos a la vida, motivadores”. Son despedidas, dice la información, “innovadoras y contrarias a toda solemnidad”. Para que el finado, digo yo, se vaya contento.

MANUEL BELLIDO MORA
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