Comienza –es un decir- la campaña electoral para elegir a nuestros representantes a las Cortes Generales de España. Nuestro voto servirá para que un número determinado de personas (350 al Congreso de los Diputados y 208 de los 264 del Senado), que se nos ofrecen en las listas de cada partido, puedan acceder a esos escaños. 614 personas, en total, encarnarán la encumbrada Soberanía nacional; es decir, serán los representantes del pueblo y en su nombre llevarán las riendas del país.
De entre ellos se escogerá al presidente del Gobierno y a algunos miembros de su Consejo de Ministros. El peso de más de 47 millones de españoles descansará sobre los hombros de menos de mil personas que podremos seleccionar el próximo día 20 de noviembre mediante un simple trozo de papel.
Un rito al que acudimos cada cuatro años sin dedicarle demasiada atención y al que se presta cada vez menos gente, para que poco más de la mitad de la población elija en nombre de todos.
En nuestro sistema electoral elegimos listas cerradas: la papeleta que nos presenta cada partido, sin poder alterar el orden de los candidatos ni combinarlos con los de otro partido. Votamos al partido que más nos agrada –o el que menos desagrada- sin conocer, en la mayoría de los casos, a las personas que configuran cada candidatura, salvo los líderes que más salen en los medios y alguna que otra figura destacada.
Nos fiamos, por tanto, de que en la confección de las listas hayan escogido a los más idóneos, entre los mejor preparados y con mayores conocimientos de los problemas de la circunscripción por la que se presentan.
Los partidos -herramientas que posibilitan la participación de los ciudadanos en la cosa pública- son tremendas estructuras cuya función básica es seleccionar a sus candidatos y organizar campañas electorales para conquistar el Poder.
Como cualquier asociación, disponen de unos Estatutos que regulan su funcionamiento, siendo la Asamblea General (Congreso) el órgano donde se deciden la Junta Directiva y las principales directrices que lo conducirán durante un período determinado.
Esa mecánica interna está muy controlada por el “aparato” del partido, de tal manera que los escogidos serán siempre los afines al mismo. Si a ello añadimos que la afiliación política en nuestro país es realmente ridícula, habrá de convenirse que sólo una minoría privilegiada es la que realmente participa para competir por un lugar en nuestros parlamentos nacionales y autonómicos, y representarnos donde se gobierna el conjunto de la Nación.
Sin embargo, así es una democracia: dejamos en manos de unos pocos elegidos -la mayoría, desconocidos para nosotros- los asuntos que nos conciernen a todos, con la despreocupación de depositar un voto en la urna. Ni siquiera nos molestamos en leer el programa electoral que los partidos han de presentarnos como compromiso y garantía de su gestión.
Declarar una guerra, reducir o elevar salarios, diseñar la estrategia de nuestras relaciones internacionales o elaborar las leyes que regularán nuestra convivencia son algunas de las tareas que corresponden a esos representantes que actúan en nuestro nombre.
Sería deseable que, de la misma manera que exigimos responsabilidad a nuestros políticos, nos la exijamos a nosotros mismos. Las consecuencias de lo que hacemos -se vote o no- afectan a todos los ciudadanos.
Votar es algo muy serio para tomárselo a la ligera o dejarlo en manos de unos pocos. La democracia no es la solución de los problemas, sino la vía para abordarlos con la aquiescencia de la mayoría. No es un procedimiento perfecto, pero se ha demostrado el más justo y estable.
La democracia no ha sido un regalo, sino una conquista larga y cruel. Muchas personas han entregado sus vidas para que podamos disfrutar en la actualidad de un sistema que nos permite elegir a nuestros gobernantes periódicamente. La democracia no sólo nos concede derechos, sino también obligaciones. Nos exige actuar con responsabilidad y criterio ¿O acaso piensa que su participación no es importante?
De entre ellos se escogerá al presidente del Gobierno y a algunos miembros de su Consejo de Ministros. El peso de más de 47 millones de españoles descansará sobre los hombros de menos de mil personas que podremos seleccionar el próximo día 20 de noviembre mediante un simple trozo de papel.
Un rito al que acudimos cada cuatro años sin dedicarle demasiada atención y al que se presta cada vez menos gente, para que poco más de la mitad de la población elija en nombre de todos.
En nuestro sistema electoral elegimos listas cerradas: la papeleta que nos presenta cada partido, sin poder alterar el orden de los candidatos ni combinarlos con los de otro partido. Votamos al partido que más nos agrada –o el que menos desagrada- sin conocer, en la mayoría de los casos, a las personas que configuran cada candidatura, salvo los líderes que más salen en los medios y alguna que otra figura destacada.
Nos fiamos, por tanto, de que en la confección de las listas hayan escogido a los más idóneos, entre los mejor preparados y con mayores conocimientos de los problemas de la circunscripción por la que se presentan.
Los partidos -herramientas que posibilitan la participación de los ciudadanos en la cosa pública- son tremendas estructuras cuya función básica es seleccionar a sus candidatos y organizar campañas electorales para conquistar el Poder.
Como cualquier asociación, disponen de unos Estatutos que regulan su funcionamiento, siendo la Asamblea General (Congreso) el órgano donde se deciden la Junta Directiva y las principales directrices que lo conducirán durante un período determinado.
Esa mecánica interna está muy controlada por el “aparato” del partido, de tal manera que los escogidos serán siempre los afines al mismo. Si a ello añadimos que la afiliación política en nuestro país es realmente ridícula, habrá de convenirse que sólo una minoría privilegiada es la que realmente participa para competir por un lugar en nuestros parlamentos nacionales y autonómicos, y representarnos donde se gobierna el conjunto de la Nación.
Sin embargo, así es una democracia: dejamos en manos de unos pocos elegidos -la mayoría, desconocidos para nosotros- los asuntos que nos conciernen a todos, con la despreocupación de depositar un voto en la urna. Ni siquiera nos molestamos en leer el programa electoral que los partidos han de presentarnos como compromiso y garantía de su gestión.
Declarar una guerra, reducir o elevar salarios, diseñar la estrategia de nuestras relaciones internacionales o elaborar las leyes que regularán nuestra convivencia son algunas de las tareas que corresponden a esos representantes que actúan en nuestro nombre.
Sería deseable que, de la misma manera que exigimos responsabilidad a nuestros políticos, nos la exijamos a nosotros mismos. Las consecuencias de lo que hacemos -se vote o no- afectan a todos los ciudadanos.
Votar es algo muy serio para tomárselo a la ligera o dejarlo en manos de unos pocos. La democracia no es la solución de los problemas, sino la vía para abordarlos con la aquiescencia de la mayoría. No es un procedimiento perfecto, pero se ha demostrado el más justo y estable.
La democracia no ha sido un regalo, sino una conquista larga y cruel. Muchas personas han entregado sus vidas para que podamos disfrutar en la actualidad de un sistema que nos permite elegir a nuestros gobernantes periódicamente. La democracia no sólo nos concede derechos, sino también obligaciones. Nos exige actuar con responsabilidad y criterio ¿O acaso piensa que su participación no es importante?
DANIEL GUERRERO