No soy neutral. No puedo ser imparcial ante la injustica, la crueldad, la sinrazón y lo inhumano de un Régimen que persiguió a quienes se opusieron a su ideal fascista. No soy ni quiero ser neutral con la maldad de quienes silenciaron las voces de los que no gritaban como ellos. La imparcialidad es la distancia equidistante entre la víctima y el verdugo.
No hace ni tres horas que he salido del cine de ver la película La voz dormida, del cineasta andaluz Benito Zambrano, basada en la novela homónima de la extremeña Dulce Chacón. Una historia de ficción pero que, en este caso, no significa inverosimilitud o mentira.
Desgraciadamente, es demasiado real para ser ficción porque Dulce se documentó para escribir su laureada novela. Entrevistó a rostros muy parecidos a los de Hortensia, Reme, Pepita, Ramona, Reme o Paulino. Recorrió pueblos cordobeses y su Zafra natal en busca de testimonios reales para construir una ficción tan real como el sufrimiento que padecen los personajes de su novela.
La sensibilidad de Dulce, que Zambrano ha traducido magníficamente al lenguaje cinematográfico, atemperó la atmósfera guerracivilista con la ternura, la ingenuidad y la fuerza de amor, que es capaz de triunfar hasta cuando se halla cerca de la muerte, engrandeciendo el valor de la cultura como rescatador de la memoria y mecanismo para impartir justicia.
La obra de mi admirada, querida y añorada Dulce Chacón aportó al debate político la deuda de la democracia con los mártires que murieron por defender los valores que consumimos sin ser conscientes del esfuerzo de su conquista. La extremeña murió en el momento más grato de su prolífica carrera literaria y, justamente, cuando más necesitamos de mentes lúcidas y valientes.
Por fortuna, nos ha dejado para la eternidad un magnífico relato literario sobre la tiranía de los que para ganar están obligados a eliminar al contrario. Reme, Hortensia, Ramona, Elvira o Pepita escenifican el papel de las republicanas que perdieron la Guerra Civil.
Perdedoras que triplicaron el resultado de su derrota por ser andaluzas o extremeñas –tierras castigadas por el látigo fascista como pocas-, analfabetas, pobres, republicanas, ateas, enamoradas de perdedores, leales a sus ideales y fieles a la conciencia que las sostenía.
El exilio, la orfandad de sus vástagos, los paredones, las cárceles, el ostracismo, los paseos desnudas o las palizas sellaron su memoria. Muchas de estas mujeres libres, dignas y conscientes fueron ajusticiadas por “deslealtad a la Patria y por complicidad con el comunismo soviético”, no sin antes recibir la extremaunción de los reclutas católicos que se aliaron con los asesinos en un cristiano ejercicio de neutralidad.
Los genocidas, liderados por el alcalde perpetuo de Valencia, pudieron segar las alas de la democracia española y de los hijos de ésta. Sin embargo, no serán capaces de borrar de la historia la memoria y la dignidad de quienes murieron de la forma más digna que existe: defendiendo los principios que te condenan.
Quienes sitúan en una distancia equidistante a las víctimas de sus verdugos se están colocando en la misma dirección que la bala fascista que arrebató de los brazos de Hortensia la mirada ingenua, limpia y cargada de futuro de su hija recién nacida. Ante la injusticia no se puede ser imparcial porque la equidistancia entre la maldad y su presa es más cruel que el tiro en la nuca a un alma libre.
No hace ni tres horas que he salido del cine de ver la película La voz dormida, del cineasta andaluz Benito Zambrano, basada en la novela homónima de la extremeña Dulce Chacón. Una historia de ficción pero que, en este caso, no significa inverosimilitud o mentira.
Desgraciadamente, es demasiado real para ser ficción porque Dulce se documentó para escribir su laureada novela. Entrevistó a rostros muy parecidos a los de Hortensia, Reme, Pepita, Ramona, Reme o Paulino. Recorrió pueblos cordobeses y su Zafra natal en busca de testimonios reales para construir una ficción tan real como el sufrimiento que padecen los personajes de su novela.
La sensibilidad de Dulce, que Zambrano ha traducido magníficamente al lenguaje cinematográfico, atemperó la atmósfera guerracivilista con la ternura, la ingenuidad y la fuerza de amor, que es capaz de triunfar hasta cuando se halla cerca de la muerte, engrandeciendo el valor de la cultura como rescatador de la memoria y mecanismo para impartir justicia.
La obra de mi admirada, querida y añorada Dulce Chacón aportó al debate político la deuda de la democracia con los mártires que murieron por defender los valores que consumimos sin ser conscientes del esfuerzo de su conquista. La extremeña murió en el momento más grato de su prolífica carrera literaria y, justamente, cuando más necesitamos de mentes lúcidas y valientes.
Por fortuna, nos ha dejado para la eternidad un magnífico relato literario sobre la tiranía de los que para ganar están obligados a eliminar al contrario. Reme, Hortensia, Ramona, Elvira o Pepita escenifican el papel de las republicanas que perdieron la Guerra Civil.
Perdedoras que triplicaron el resultado de su derrota por ser andaluzas o extremeñas –tierras castigadas por el látigo fascista como pocas-, analfabetas, pobres, republicanas, ateas, enamoradas de perdedores, leales a sus ideales y fieles a la conciencia que las sostenía.
El exilio, la orfandad de sus vástagos, los paredones, las cárceles, el ostracismo, los paseos desnudas o las palizas sellaron su memoria. Muchas de estas mujeres libres, dignas y conscientes fueron ajusticiadas por “deslealtad a la Patria y por complicidad con el comunismo soviético”, no sin antes recibir la extremaunción de los reclutas católicos que se aliaron con los asesinos en un cristiano ejercicio de neutralidad.
Los genocidas, liderados por el alcalde perpetuo de Valencia, pudieron segar las alas de la democracia española y de los hijos de ésta. Sin embargo, no serán capaces de borrar de la historia la memoria y la dignidad de quienes murieron de la forma más digna que existe: defendiendo los principios que te condenan.
Quienes sitúan en una distancia equidistante a las víctimas de sus verdugos se están colocando en la misma dirección que la bala fascista que arrebató de los brazos de Hortensia la mirada ingenua, limpia y cargada de futuro de su hija recién nacida. Ante la injusticia no se puede ser imparcial porque la equidistancia entre la maldad y su presa es más cruel que el tiro en la nuca a un alma libre.
RAÚL SOLÍS