- ¡Córrete ya! Y no me vengas con historias pomposas ni con tu poesía barata en la que me aseguras, mientras cerveceas en mi coño con el cañón de un revólver, que con una furcia como yo sientes los aleros desplegados de los ángeles.
Eneda se frunce, se relame las palmas, puntea el tocador de su mercancía que llora como hachazo espeluznante, el rubí de una fiera que sorbe un flan con los párpados muertos. Cada fibra de sus labios es una punzada adulta, la memoria fiel de las temperaturas y las recaídas. Sus ojos se prenden como escorpiones en un aullido pagano, en arrecifes de menta y osos negros. En un repudio violento. Deseo estrellar mi firma en su columpio.
Me hallo a mí mismo arrodillado, como un vagabundo reaparecido ante la lápida funeraria de un pozo, en una siniestra religión de susurros, gacho y desbaratado, abombado como una seta que viciosamente tiembla. Un clavel rueda en las páginas de una biblia. El tiempo se acolilla en los troncos secos de la avenida.
Flores y lanzas desarman la noche bastarda. Trepo por la cucaña de mis aniversarios y deseo con fuerza perpetrar una matanza callada. En el callejón de La Terna, tabaco flemático y cojeras guerreras. Gitanos ilustres y travestis con bombín de preñadura, disfrazándose con el alcohol. Dientes de leche en cada paredón.
Mis pensamientos ansían deshacerse donde se frotan los pies frescos, en el tren encharcado de cualquier barra, vestigiados como fruta ya mordida. Resisto el peso de este atardecer que desembarca borrascoso entre los encajes de cemento y las camisas mediocres del barrio antiguo. Resisto las tumbas anejas de los minutos, empatado con las punzadas de la luna.
Descubro guiños fantasmales en los percheros de las calles. La inercia jugando con las marionetas. Rouge de mujer. Neblina derramándose por cada cerradura. En el parque de San Camilo, decenas de extranjeros de cantera muerta, como luces de brandy ascuado, emergen abrazados a la noche como polluelos a un singular latido entre los exagerados afeites de las putas y sus relicarios bobos; se aparejan en convenientes levas, siendo lobos abatidos al pie de las escobas.
Contemplo el candelero dormido de la antigua muralla, toda su crestería rajando de oreja a oreja a todas sus tribus erradicadas. Y los viejos brigadistas republicanos, como bucles fláccidos devorados por la mosca, que tijeretean aún por entre los setos, novelando las últimas pizcas de aquellos que fueron tigres, dejan sus uniformes con asas y los muelles rotos de sus bocas en tanto bastonean el albero como perros encrespados.
Estoy encarcelado en el fragor de una arqueología fraudulenta, rodeado de afiligranados ventanucos de mugre que se llenan al caer de noche de cháchara y copla, de golpes ternarios y pistolas de hueso corto.
En mi destierro de escritor fracasado, el estaño maldito de las campanas reparte sus casquillos solemnes por entre sus doblones de plomo lloviznando escuelas diabólicas, repartiendo los ojos, los trajes de tragedia, las orejas, las aletas, los dientes de castor emparedados, la maniática propensión de los muertos a ser escuchados en los desfiles de sus óbitos.
Escucho toda una torrentera de carcajadas en el piso contiguo, sombras estatuarias se llevan la última copa de sangre. Sombras remolcadas, muertes con peinado nuevo. Escribo. Lo primero que asalta mi mente. Ello me relaja, me libera. Me hace olvidar.
Descubro las cartas. Un trébol, que recoge la orina. Arma tan francesa como el magret de pato. Juan Pablo Bellido me apremia y yo permanezco sordo ante el auricular del teléfono, sordo como el solomillo frío que forma parte de otro de mis folletos del invierno.
- Se acabaron tus días, tu discurso talludo para enfrentarte a los ovillos del café cada mañana -me digo derrotado, dejando caer una carcajada ociosa.
- Juan Pablo, no tengo nada escrito… Esperaré a que los espíritus de mis antepasados cobren vida en el humo de mi cigarro y me suelten el gas venenoso que espero: que soy todo un cabrón jugando con el chicle de mi vida.
Se escucha un aparato de televisión, el de los abuelos del piso de abajo, que suena como un mochuelo vivaracho. Me cuenta las bondades de la panadería: "Julio Iglesias tiene mucho magnesio", una tal Anita Ranger Obregón dixit.
Continúa en el mismo lugar. Un día más. Su sonrisa resbala en mi boca. Un espectro en el agua fría. Carolina. Batiendo el oro en las aguas tranquilas del vecindario, entre borlas colgantes y jabón de Marsella.
Ante ella me siento como la presa de una terrible cacería. Rugidos enredados, pulsaciones de muerte en los cercados, con el aliento desollado en los arroyos. Deseo cegar el interior de sus muslos con el remate irritado de mi polla. Su saliva mana en su encogimiento, el cuerpo vulcanizado estalla, se contrae, se arroja como un hábito monástico devorado por la bestia.
Tras el cristal, con piezas sueltas de su nombre, sostenida como un guiñol destronado, con su carita de armiño sin expresión, el pelo afierado y cardado, el carmín sangrando la tala de sus labios. Los filones pueriles de su mirada emiten un desmañado trago de persecución.
La imagino ensogada como una perra mártir mientras sus votos secretos le van cayendo con el sayo y sus tetas se extienden como la lava de un recado hablante. Gesticula. Aparte. Con los dedos despreocupados, repletos de piezas mojadas. Con su fiebre de hembra castaña. Quiere que me masturbe para ella. Que lo hagamos al unísono.
Cada palmo, cada ingrediente trabado, asoma mojado y transluciente. Nos atragantamos en la distancia como cachorros en sus juegos sangrientos. Gesticula con gracia cíngara, elevando el bajo vientre rasurado y húmedo de plata, como una anguila que despierta violentamente, acolchada en un chateau para locos.
Parece un dado alzado en el poniente, numerando un azar goteante, con ojos insensatos de regaliz, con mejillas azuladas, con recorrido incrustado de escarabajo egipcio.
La presiento en mi subconsciente, sucia, vagabunda, con olor pajizo a vaca y torta de maíz, revolcada en un pastizal con vaquero ceñido abierto y desgarrado por los turgentes muslos de dueña. Botas altas, negras, puntiagudas, y ella, una puritana evangélica frente a la cruz de San Patricio, acariciando los labios góticos de su sexo con un osito de peluche, una fiebre que no se amansa con las cavadas.
"Elige tú las armas", me susurra boquiabierta desde el disparador sucio de su boca. Reptan sus brazos con procacidad por el vientre, por su manuscrito vil, se deshace del burdo paño que come de sus pezones.
Puedo observar la cerilla mestiza de sus nalgas, la rastra pictórica del aceite en el dragón Long Wang que cubre las escudillas de su culo. Trato de convencerme de que ella es la única bruja acorralada en los árboles, una duda súbita de los sentimientos amarrada a los pies de un caballo libre. Cobran vida las leyendas, las galaxias lejanas, las correrías de una maestra cruel con sabor fresco de violencia.
Guardo silencio con el último rescoldo de la respiración, donde cae ejecutada la exhalación del moribundo, siento el perfume infinito, inabarcable, de sus estoques en el aire. Pienso en el sabor de los cartuchos, en mi propia boca vendada, en las velas alargadas que en ocasiones la penetran.
Pienso en el vino de la misa que es fiebre caribe cuando se corre. Pienso en cómo secciona las barajas y deseo beberla con bourbon y que su coño me llore la música olorosa que guardo para mi guitarra.
Eneda me muestra la rapadura de su sexo, la cuchillada de las ropas que aún le quedan, recalca su palma en los labios de su niño grande, puedo escuchar el timbre ametrallando su vulva, lo siento enfermar en mi boca, removerse con la pólvora, los brotes tiernos subir mis escalones, el arriar de sus manos, jugando como vicarios del demonio, matando ya mi cuna.
Súbitamente se quema, la levadura hambrienta en la rinconera del pulgar, mi mandíbula se arruina, sus balidos me ensordecen, la carne se levanta, la sustancia que le da vueltas, las piernas se recrean, separadamente, se confunden, se reducen a una sola cosa.
Ese sermón en forma de bastas curvas, esos perros que la rastrearían, ese vello apartadizo del que se apea el clítoris, aldeana rumiando bajo las mantas, la magia arcana de las caderas y los henchidos creciendo ante mis ojos, sus aletas agitándose… Se muere, se muere; los cascos de las nalgas fuman de lo lindo.
Eneda retuerce sus propios jugos, en su pórtico del ateísmo, en la frontera muerta, conmocionada, donde el orgasmo aún entabla una guerra de guerrillas pasto de las llamas.
Yo balbuceo, perdido en sus brotes animados, en la uva pisada de su sexo, en los juegos afirmados de las piernas. Las manos engarzadas atrás, torcido por un repentino frío, bizqueando con incredulidad y acuclillado como una costura enmarañada y temblorosa a la pared.
Postdata: Dedicado al amor de mi vida, Aurora Ceballos. ¿Quieres casarte conmigo?
Eneda se frunce, se relame las palmas, puntea el tocador de su mercancía que llora como hachazo espeluznante, el rubí de una fiera que sorbe un flan con los párpados muertos. Cada fibra de sus labios es una punzada adulta, la memoria fiel de las temperaturas y las recaídas. Sus ojos se prenden como escorpiones en un aullido pagano, en arrecifes de menta y osos negros. En un repudio violento. Deseo estrellar mi firma en su columpio.
Me hallo a mí mismo arrodillado, como un vagabundo reaparecido ante la lápida funeraria de un pozo, en una siniestra religión de susurros, gacho y desbaratado, abombado como una seta que viciosamente tiembla. Un clavel rueda en las páginas de una biblia. El tiempo se acolilla en los troncos secos de la avenida.
Flores y lanzas desarman la noche bastarda. Trepo por la cucaña de mis aniversarios y deseo con fuerza perpetrar una matanza callada. En el callejón de La Terna, tabaco flemático y cojeras guerreras. Gitanos ilustres y travestis con bombín de preñadura, disfrazándose con el alcohol. Dientes de leche en cada paredón.
Mis pensamientos ansían deshacerse donde se frotan los pies frescos, en el tren encharcado de cualquier barra, vestigiados como fruta ya mordida. Resisto el peso de este atardecer que desembarca borrascoso entre los encajes de cemento y las camisas mediocres del barrio antiguo. Resisto las tumbas anejas de los minutos, empatado con las punzadas de la luna.
Descubro guiños fantasmales en los percheros de las calles. La inercia jugando con las marionetas. Rouge de mujer. Neblina derramándose por cada cerradura. En el parque de San Camilo, decenas de extranjeros de cantera muerta, como luces de brandy ascuado, emergen abrazados a la noche como polluelos a un singular latido entre los exagerados afeites de las putas y sus relicarios bobos; se aparejan en convenientes levas, siendo lobos abatidos al pie de las escobas.
Contemplo el candelero dormido de la antigua muralla, toda su crestería rajando de oreja a oreja a todas sus tribus erradicadas. Y los viejos brigadistas republicanos, como bucles fláccidos devorados por la mosca, que tijeretean aún por entre los setos, novelando las últimas pizcas de aquellos que fueron tigres, dejan sus uniformes con asas y los muelles rotos de sus bocas en tanto bastonean el albero como perros encrespados.
Estoy encarcelado en el fragor de una arqueología fraudulenta, rodeado de afiligranados ventanucos de mugre que se llenan al caer de noche de cháchara y copla, de golpes ternarios y pistolas de hueso corto.
En mi destierro de escritor fracasado, el estaño maldito de las campanas reparte sus casquillos solemnes por entre sus doblones de plomo lloviznando escuelas diabólicas, repartiendo los ojos, los trajes de tragedia, las orejas, las aletas, los dientes de castor emparedados, la maniática propensión de los muertos a ser escuchados en los desfiles de sus óbitos.
Escucho toda una torrentera de carcajadas en el piso contiguo, sombras estatuarias se llevan la última copa de sangre. Sombras remolcadas, muertes con peinado nuevo. Escribo. Lo primero que asalta mi mente. Ello me relaja, me libera. Me hace olvidar.
Descubro las cartas. Un trébol, que recoge la orina. Arma tan francesa como el magret de pato. Juan Pablo Bellido me apremia y yo permanezco sordo ante el auricular del teléfono, sordo como el solomillo frío que forma parte de otro de mis folletos del invierno.
- Se acabaron tus días, tu discurso talludo para enfrentarte a los ovillos del café cada mañana -me digo derrotado, dejando caer una carcajada ociosa.
- Juan Pablo, no tengo nada escrito… Esperaré a que los espíritus de mis antepasados cobren vida en el humo de mi cigarro y me suelten el gas venenoso que espero: que soy todo un cabrón jugando con el chicle de mi vida.
Se escucha un aparato de televisión, el de los abuelos del piso de abajo, que suena como un mochuelo vivaracho. Me cuenta las bondades de la panadería: "Julio Iglesias tiene mucho magnesio", una tal Anita Ranger Obregón dixit.
Continúa en el mismo lugar. Un día más. Su sonrisa resbala en mi boca. Un espectro en el agua fría. Carolina. Batiendo el oro en las aguas tranquilas del vecindario, entre borlas colgantes y jabón de Marsella.
Ante ella me siento como la presa de una terrible cacería. Rugidos enredados, pulsaciones de muerte en los cercados, con el aliento desollado en los arroyos. Deseo cegar el interior de sus muslos con el remate irritado de mi polla. Su saliva mana en su encogimiento, el cuerpo vulcanizado estalla, se contrae, se arroja como un hábito monástico devorado por la bestia.
Tras el cristal, con piezas sueltas de su nombre, sostenida como un guiñol destronado, con su carita de armiño sin expresión, el pelo afierado y cardado, el carmín sangrando la tala de sus labios. Los filones pueriles de su mirada emiten un desmañado trago de persecución.
La imagino ensogada como una perra mártir mientras sus votos secretos le van cayendo con el sayo y sus tetas se extienden como la lava de un recado hablante. Gesticula. Aparte. Con los dedos despreocupados, repletos de piezas mojadas. Con su fiebre de hembra castaña. Quiere que me masturbe para ella. Que lo hagamos al unísono.
Cada palmo, cada ingrediente trabado, asoma mojado y transluciente. Nos atragantamos en la distancia como cachorros en sus juegos sangrientos. Gesticula con gracia cíngara, elevando el bajo vientre rasurado y húmedo de plata, como una anguila que despierta violentamente, acolchada en un chateau para locos.
Parece un dado alzado en el poniente, numerando un azar goteante, con ojos insensatos de regaliz, con mejillas azuladas, con recorrido incrustado de escarabajo egipcio.
La presiento en mi subconsciente, sucia, vagabunda, con olor pajizo a vaca y torta de maíz, revolcada en un pastizal con vaquero ceñido abierto y desgarrado por los turgentes muslos de dueña. Botas altas, negras, puntiagudas, y ella, una puritana evangélica frente a la cruz de San Patricio, acariciando los labios góticos de su sexo con un osito de peluche, una fiebre que no se amansa con las cavadas.
"Elige tú las armas", me susurra boquiabierta desde el disparador sucio de su boca. Reptan sus brazos con procacidad por el vientre, por su manuscrito vil, se deshace del burdo paño que come de sus pezones.
Puedo observar la cerilla mestiza de sus nalgas, la rastra pictórica del aceite en el dragón Long Wang que cubre las escudillas de su culo. Trato de convencerme de que ella es la única bruja acorralada en los árboles, una duda súbita de los sentimientos amarrada a los pies de un caballo libre. Cobran vida las leyendas, las galaxias lejanas, las correrías de una maestra cruel con sabor fresco de violencia.
Guardo silencio con el último rescoldo de la respiración, donde cae ejecutada la exhalación del moribundo, siento el perfume infinito, inabarcable, de sus estoques en el aire. Pienso en el sabor de los cartuchos, en mi propia boca vendada, en las velas alargadas que en ocasiones la penetran.
Pienso en el vino de la misa que es fiebre caribe cuando se corre. Pienso en cómo secciona las barajas y deseo beberla con bourbon y que su coño me llore la música olorosa que guardo para mi guitarra.
Eneda me muestra la rapadura de su sexo, la cuchillada de las ropas que aún le quedan, recalca su palma en los labios de su niño grande, puedo escuchar el timbre ametrallando su vulva, lo siento enfermar en mi boca, removerse con la pólvora, los brotes tiernos subir mis escalones, el arriar de sus manos, jugando como vicarios del demonio, matando ya mi cuna.
Súbitamente se quema, la levadura hambrienta en la rinconera del pulgar, mi mandíbula se arruina, sus balidos me ensordecen, la carne se levanta, la sustancia que le da vueltas, las piernas se recrean, separadamente, se confunden, se reducen a una sola cosa.
Ese sermón en forma de bastas curvas, esos perros que la rastrearían, ese vello apartadizo del que se apea el clítoris, aldeana rumiando bajo las mantas, la magia arcana de las caderas y los henchidos creciendo ante mis ojos, sus aletas agitándose… Se muere, se muere; los cascos de las nalgas fuman de lo lindo.
Eneda retuerce sus propios jugos, en su pórtico del ateísmo, en la frontera muerta, conmocionada, donde el orgasmo aún entabla una guerra de guerrillas pasto de las llamas.
Yo balbuceo, perdido en sus brotes animados, en la uva pisada de su sexo, en los juegos afirmados de las piernas. Las manos engarzadas atrás, torcido por un repentino frío, bizqueando con incredulidad y acuclillado como una costura enmarañada y temblorosa a la pared.
Postdata: Dedicado al amor de mi vida, Aurora Ceballos. ¿Quieres casarte conmigo?
J. DELGADO-CHUMILLA