No estaba el patio para muchos sustos, pero desde luego esta semana nos llevamos otros dos de órdago. Siendo objetivos, uno de ellos lo esperábamos, por más que desde las filas de soldados –fantasma del Gobierno y el Partido Socialista- nos prometieran el oro y el moro.
Me refiero al brutal resultado de la Encuesta de Población Activa (EPA), que ha significado el último disparo directo a la línea de flotación de las esperanzas electorales del PSOE. Tanto divagar sobre si la elección de la fecha del 20 de noviembre obedecía a razones de memoria histérica o a la posibilidad de recuperar crédito tras los resultados de la temporada alta en cuanto a empleo y, al final, ni una cosa ni otra: la debacle del zapaterismo y del rubalcabismo está más que cantada.
Una prueba más de ello es lo ocurrido con Valeriano Gómez, ministro de Trabajo de esta horrible pandilla que se hace llamar "Gobierno de España". Inmediatamente después de conocerse los resultados de la EPA, va el hombre y dice que la culpa es de la destrucción de empleo público debido a los recortes en las Comunidades gobernadas por el Partido Popular.
Pero ¿es que aún no han aprendido que se coge antes a un mentiroso que a un cojo? Sólo minutos después, el mismo autor de la encuesta, el Instituto Nacional de Estadística, le deja como un trapo cagao –que dicen en Cádiz- mostrando el aumento de empleo público en toda España en el trimestre considerado, por un lado, y el descenso del desempleo en bastantes de las Comunidades populares.
El otro susto, para muchos aún más gordo que el anterior, fue la temible exigencia de la Unión Europea de recapitalizar la banca patria, con el objeto de mejorar los índices de solvencia hasta un mínimo del 9 por ciento. Explicado rápido: los recursos propios de los bancos (capital social, reservas y beneficios no distribuidos) deben ser como mínimo el 9 por ciento del total de activos bancarios (préstamos, créditos y operaciones diversas de riesgo).
Digo que este ha sido mayor susto que el otro porque, a pesar de la terrible realidad que se esconde tras los números de la EPA, resulta que la exigencia de la UE a los bancos españoles puede devenir en una nueva contracción del flujo de crédito a las pequeñas, medianas y grandes empresas. O sea, insistiendo en el título de hoy, lo que nos faltaba. Éramos pocos y parieron Merkel, Sarkozy, y Papandreu.
Porque que a nadie se le despiste que esta nueva exigencia tiene mucho que ver con el trágico resultado de la crisis griega. Por cierto, que en una última exhibición de populismo inoportuno, al bueno del presidente heleno no se le ocurre más que decir que va a someter las medidas de ajuste a referéndum. Hay que fastidiarse: encima de que le hemos quitado la mitad de la deuda, ahora quiere pedirle a los paisanos que acepten en la urnas lo que nadie en su sano ejercicio del propio interés egoísta aceptaría. Vivir para ver.
Sin embargo, la cuestión para nosotros es otra. A ver si lo explico con claridad: sin posibilidad de recurrir a la emisión de monedas y billetes para sufragar gasto e inversión públicos –no tenemos acceso a la política monetaria-; sin posibilidad tampoco de facilitar el flujo sanguíneo que supone el crédito en el sistema económico; con una deuda pública cada vez menos interesante –es más, yo diría cada vez más temible-: ¿qué nos queda? ¿Qué herramientas podemos usar para estimular de una vez la economía y que esto arranque por fin?
La respuesta es tan obvia que ni siquiera el Partido Popular, en el avance de su ambiguo programa electoral, ha querido dejarlo patente. Ya sabíamos que la política monetaria está fuera de nuestras atribuciones, por lo que nos queda sólo la política fiscal. Y en este ámbito, ha quedado ya suficiente demostrado que el estímulo procedente del aumento de los gastos es tan ineficiente como inútil y peligroso. Lo que nos queda, por lo tanto, es la gestión de los ingresos públicos.
Aquí es donde viene la gran diatriba. Unos sostienen que es necesario aumentarlos para poder así cubrir mayores gastos. Pero, naturalmente, otros decimos: si está más que confirmado que gran parte del gasto no influye en el crecimiento de la actividad económica, lo que no podemos es asfixiar a los verdaderos creadores de riqueza: las empresas.
Por tanto, habrá que reducir la presión fiscal sobre las empresas, especialmente sobre las más pequeñas, que son a su vez las que más dificultades tienen para salir adelante. Y también hay que bajar la presión fiscal de los consumidores, vía reducciones del IVA, ya que este impuesto eleva el precio de los bienes y, por ende, reduce las cantidades consumidas de éstos.
Otra cosa que habrá que hacer, aunque nos disguste, enajene y ponga nerviosos, es facilitar la movilidad en el mercado de trabajo. Rubalcaba saltó el otro día con una sorprendente propuesta: abaratar la contratación, en lugar de abaratar el despido.
Muy bonito, sí, pero tan tonto y absurdo que ni siquiera merece la pena comentar que el contrato de trabajo no cuesta dinero. Lo que cuesta –y mucho- es el salario del trabajador, su Seguridad Social, y finalmente, su indemnización por despido en el caso de que se demuestre que no es válido para la empresa. ¿Está Rubalcaba, por tanto, proponiendo reducciones de los salarios y de las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social?
En definitiva, nos guste o no, lo que nos viene encima es duro, muy duro. Y habrá que conformarse o, de lo contrario, irnos todos al carajo. Ya sé que muchos de ustedes no estarán de acuerdo –algunos incluso me insultarán, pero qué le vamos a hacer-. Sin embargo, piensen que la situación es elegir entre dos opciones: o estar desempleado mucho, mucho tiempo, o tener un empleo, aunque sea con una indemnización de doce días.
Me refiero al brutal resultado de la Encuesta de Población Activa (EPA), que ha significado el último disparo directo a la línea de flotación de las esperanzas electorales del PSOE. Tanto divagar sobre si la elección de la fecha del 20 de noviembre obedecía a razones de memoria histérica o a la posibilidad de recuperar crédito tras los resultados de la temporada alta en cuanto a empleo y, al final, ni una cosa ni otra: la debacle del zapaterismo y del rubalcabismo está más que cantada.
Una prueba más de ello es lo ocurrido con Valeriano Gómez, ministro de Trabajo de esta horrible pandilla que se hace llamar "Gobierno de España". Inmediatamente después de conocerse los resultados de la EPA, va el hombre y dice que la culpa es de la destrucción de empleo público debido a los recortes en las Comunidades gobernadas por el Partido Popular.
Pero ¿es que aún no han aprendido que se coge antes a un mentiroso que a un cojo? Sólo minutos después, el mismo autor de la encuesta, el Instituto Nacional de Estadística, le deja como un trapo cagao –que dicen en Cádiz- mostrando el aumento de empleo público en toda España en el trimestre considerado, por un lado, y el descenso del desempleo en bastantes de las Comunidades populares.
El otro susto, para muchos aún más gordo que el anterior, fue la temible exigencia de la Unión Europea de recapitalizar la banca patria, con el objeto de mejorar los índices de solvencia hasta un mínimo del 9 por ciento. Explicado rápido: los recursos propios de los bancos (capital social, reservas y beneficios no distribuidos) deben ser como mínimo el 9 por ciento del total de activos bancarios (préstamos, créditos y operaciones diversas de riesgo).
Digo que este ha sido mayor susto que el otro porque, a pesar de la terrible realidad que se esconde tras los números de la EPA, resulta que la exigencia de la UE a los bancos españoles puede devenir en una nueva contracción del flujo de crédito a las pequeñas, medianas y grandes empresas. O sea, insistiendo en el título de hoy, lo que nos faltaba. Éramos pocos y parieron Merkel, Sarkozy, y Papandreu.
Porque que a nadie se le despiste que esta nueva exigencia tiene mucho que ver con el trágico resultado de la crisis griega. Por cierto, que en una última exhibición de populismo inoportuno, al bueno del presidente heleno no se le ocurre más que decir que va a someter las medidas de ajuste a referéndum. Hay que fastidiarse: encima de que le hemos quitado la mitad de la deuda, ahora quiere pedirle a los paisanos que acepten en la urnas lo que nadie en su sano ejercicio del propio interés egoísta aceptaría. Vivir para ver.
Sin embargo, la cuestión para nosotros es otra. A ver si lo explico con claridad: sin posibilidad de recurrir a la emisión de monedas y billetes para sufragar gasto e inversión públicos –no tenemos acceso a la política monetaria-; sin posibilidad tampoco de facilitar el flujo sanguíneo que supone el crédito en el sistema económico; con una deuda pública cada vez menos interesante –es más, yo diría cada vez más temible-: ¿qué nos queda? ¿Qué herramientas podemos usar para estimular de una vez la economía y que esto arranque por fin?
La respuesta es tan obvia que ni siquiera el Partido Popular, en el avance de su ambiguo programa electoral, ha querido dejarlo patente. Ya sabíamos que la política monetaria está fuera de nuestras atribuciones, por lo que nos queda sólo la política fiscal. Y en este ámbito, ha quedado ya suficiente demostrado que el estímulo procedente del aumento de los gastos es tan ineficiente como inútil y peligroso. Lo que nos queda, por lo tanto, es la gestión de los ingresos públicos.
Aquí es donde viene la gran diatriba. Unos sostienen que es necesario aumentarlos para poder así cubrir mayores gastos. Pero, naturalmente, otros decimos: si está más que confirmado que gran parte del gasto no influye en el crecimiento de la actividad económica, lo que no podemos es asfixiar a los verdaderos creadores de riqueza: las empresas.
Por tanto, habrá que reducir la presión fiscal sobre las empresas, especialmente sobre las más pequeñas, que son a su vez las que más dificultades tienen para salir adelante. Y también hay que bajar la presión fiscal de los consumidores, vía reducciones del IVA, ya que este impuesto eleva el precio de los bienes y, por ende, reduce las cantidades consumidas de éstos.
Otra cosa que habrá que hacer, aunque nos disguste, enajene y ponga nerviosos, es facilitar la movilidad en el mercado de trabajo. Rubalcaba saltó el otro día con una sorprendente propuesta: abaratar la contratación, en lugar de abaratar el despido.
Muy bonito, sí, pero tan tonto y absurdo que ni siquiera merece la pena comentar que el contrato de trabajo no cuesta dinero. Lo que cuesta –y mucho- es el salario del trabajador, su Seguridad Social, y finalmente, su indemnización por despido en el caso de que se demuestre que no es válido para la empresa. ¿Está Rubalcaba, por tanto, proponiendo reducciones de los salarios y de las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social?
En definitiva, nos guste o no, lo que nos viene encima es duro, muy duro. Y habrá que conformarse o, de lo contrario, irnos todos al carajo. Ya sé que muchos de ustedes no estarán de acuerdo –algunos incluso me insultarán, pero qué le vamos a hacer-. Sin embargo, piensen que la situación es elegir entre dos opciones: o estar desempleado mucho, mucho tiempo, o tener un empleo, aunque sea con una indemnización de doce días.
MARIO J. HURTADO