Todo tiene un principio. Del cálido refugio materno salimos a la guerra del día a a día. Por un trabajo, un mendrugo de pan, un beso. Soldados del ejército más poderoso del mundo toman las calles. El ser humano. Hay hijos de puta triunfadores, grandes personas que jamás tuvieron en sus bolsillos más que lo necesario para que sus piernas aguanten para la jornada siguiente. No sé por dónde empezar. Ignoro qué me hizo creer que era digno de contar una historia que seguramente no le interesará a nadie.
Será todo más fácil si pensamos en una meta. Pon de tu parte, por favor. Imagina que estas líneas son el último soplo de aire de un náufrago en medio de una isla desierta, y tú, el barco salvavidas.
Soy normal. Sangre, pulmones, pupila. Sudor, pelo, dientes. Sueños, frustraciones. No tengo la fecha exacta, los nombres van y vienen, es un caos. Perdonad el desorden. Alguien intentará poner orden: gracias por el esfuerzo. Estoy sin control.
Los dedos aporrean el teclado como si tuvieran vida propia. Todas las palabras suenan bien en mi cabeza. De hecho, me preocupa que no existan las suficientes para decir todo lo que hay que decir. Es una de las grandes frustraciones de la humanidad. Irnos de este mundo sin decir todo lo que queríamos soltar por nuestra boca. La medicina moderna intenta alargarnos la vida cada vez más para que esto no ocurra y que nadie se quede con una última frase en los labios.
Seguramente a estas alturas, más de uno, y de dos, pensará: "otro pesimista". Jamás me consideré eso. Creo en la felicidad por encima de todas las cosas. El único dios verdadero. Bien es cierto que no puede rezársele, que no tiene ningún libro sagrado, pero todos soñamos con ella. Creemos que algún día llegará. Tarde o temprano nos hará una visita. Puede que dure un día, unos instantes, una semana, meses, años, cinco jodidos minutos. Por ella merece la pena levantase cada mañana, abrir bien los ojos, echarle cojones a la ciudad cuando quiera hundirnos.
Llegamos a la gran cuestión. Un motivo. No pretendo hacer reír ni hacer llorar. Ni siquiera haceros pensar en algún asunto en particular. Peco de ser poco trabajador. Aquí, incluso, de egoísta.
Este conjunto de letras, es fruto de una mente inquieta. Si no hubieran sido escritas, quién sabe qué habría hecho en su lugar. Pongamos que estáis leyendo una vomitona. Metralla de un puesto fronterizo. Y buscad vuestro propio motivo para leerlas. Yo solo las deposito en una caja de Pandora. Sólo faltan valientes que la abran, para que todo esto tenga algún sentido.
Siempre he odiado los hospitales. Su olor a enfermedad. Los doctores que creen que cuidan a máquinas. Sabía que no venía a un hotel de cinco estrellas precisamente. No podía más. Este día tenía que llegar. La hora de decir basta. Era sólo cuestión de tiempo que me mirase al espejo y viera mi reflejo deforme.
Quizás sin darme cuenta -ocurre muchas veces en las grandes ciudades-, cruzo la frontera que separa el mundo real de la imaginación. Demasiadas mentiras. Para no dormir solo, arrancar bellas y efímeras sonrisas de descocidas los sábados por la noche. Para sobrevivir. Creía en la utopía de que por pura estadística alguna de mis historias cobraría vida. Muchas veces soñé ahogarme en el fondo de un vaso. Que mi cabeza impactaría contra algún hielo.
Los amigos, la familia... eran escaso cemento para tapar las grietas que asoman en mi interior. No puedo dejar de sentirme triste. Este es el problema. Los falsos viajes, las amantes, los falsos ascensos en el trabajo. Triunfos de humo. Supongo que estoy donde me corresponde. Un loco, un manicomio.
Antiguamente, se creía que los locos eran personas que tenían contacto con los dioses. Se les respetaba e, incluso, se les pedía consejo. Ahora se les encierran. Los que no tienen la suerte de recibir atención médica, vagan por las ciudades, aislados. Temidos por la gente. Marginados.
Igual no es que estén enfermos, es que el resto tendría que estar encerrado por ser los verdaderos dementes. Cómo cambia todo. La evolución, dicen. Sinceramente, a veces me encantaría dirigirme al encargado de que todo vaya hacia adelante, pero mal. Por favor, no apriete más el botón. A no ser que esté completamente seguro de que esta vez no va a meter la pata.
Será todo más fácil si pensamos en una meta. Pon de tu parte, por favor. Imagina que estas líneas son el último soplo de aire de un náufrago en medio de una isla desierta, y tú, el barco salvavidas.
Soy normal. Sangre, pulmones, pupila. Sudor, pelo, dientes. Sueños, frustraciones. No tengo la fecha exacta, los nombres van y vienen, es un caos. Perdonad el desorden. Alguien intentará poner orden: gracias por el esfuerzo. Estoy sin control.
Los dedos aporrean el teclado como si tuvieran vida propia. Todas las palabras suenan bien en mi cabeza. De hecho, me preocupa que no existan las suficientes para decir todo lo que hay que decir. Es una de las grandes frustraciones de la humanidad. Irnos de este mundo sin decir todo lo que queríamos soltar por nuestra boca. La medicina moderna intenta alargarnos la vida cada vez más para que esto no ocurra y que nadie se quede con una última frase en los labios.
Seguramente a estas alturas, más de uno, y de dos, pensará: "otro pesimista". Jamás me consideré eso. Creo en la felicidad por encima de todas las cosas. El único dios verdadero. Bien es cierto que no puede rezársele, que no tiene ningún libro sagrado, pero todos soñamos con ella. Creemos que algún día llegará. Tarde o temprano nos hará una visita. Puede que dure un día, unos instantes, una semana, meses, años, cinco jodidos minutos. Por ella merece la pena levantase cada mañana, abrir bien los ojos, echarle cojones a la ciudad cuando quiera hundirnos.
Llegamos a la gran cuestión. Un motivo. No pretendo hacer reír ni hacer llorar. Ni siquiera haceros pensar en algún asunto en particular. Peco de ser poco trabajador. Aquí, incluso, de egoísta.
Este conjunto de letras, es fruto de una mente inquieta. Si no hubieran sido escritas, quién sabe qué habría hecho en su lugar. Pongamos que estáis leyendo una vomitona. Metralla de un puesto fronterizo. Y buscad vuestro propio motivo para leerlas. Yo solo las deposito en una caja de Pandora. Sólo faltan valientes que la abran, para que todo esto tenga algún sentido.
Siempre he odiado los hospitales. Su olor a enfermedad. Los doctores que creen que cuidan a máquinas. Sabía que no venía a un hotel de cinco estrellas precisamente. No podía más. Este día tenía que llegar. La hora de decir basta. Era sólo cuestión de tiempo que me mirase al espejo y viera mi reflejo deforme.
Quizás sin darme cuenta -ocurre muchas veces en las grandes ciudades-, cruzo la frontera que separa el mundo real de la imaginación. Demasiadas mentiras. Para no dormir solo, arrancar bellas y efímeras sonrisas de descocidas los sábados por la noche. Para sobrevivir. Creía en la utopía de que por pura estadística alguna de mis historias cobraría vida. Muchas veces soñé ahogarme en el fondo de un vaso. Que mi cabeza impactaría contra algún hielo.
Los amigos, la familia... eran escaso cemento para tapar las grietas que asoman en mi interior. No puedo dejar de sentirme triste. Este es el problema. Los falsos viajes, las amantes, los falsos ascensos en el trabajo. Triunfos de humo. Supongo que estoy donde me corresponde. Un loco, un manicomio.
Antiguamente, se creía que los locos eran personas que tenían contacto con los dioses. Se les respetaba e, incluso, se les pedía consejo. Ahora se les encierran. Los que no tienen la suerte de recibir atención médica, vagan por las ciudades, aislados. Temidos por la gente. Marginados.
Igual no es que estén enfermos, es que el resto tendría que estar encerrado por ser los verdaderos dementes. Cómo cambia todo. La evolución, dicen. Sinceramente, a veces me encantaría dirigirme al encargado de que todo vaya hacia adelante, pero mal. Por favor, no apriete más el botón. A no ser que esté completamente seguro de que esta vez no va a meter la pata.
CARLOS SERRANO