Sencillamente, hay viajes de los que nunca vuelves. Sin embargo, hay lugares a los que nunca dejas de ir. Equipaje o no, poco importa. Este es un viaje extraño porque no he sido lugar, ni siquiera equipaje. Apenas viajero.
Un viaje es un acto de responsabilidad aunque no lo sepamos. Por varias razones. Una es sencillamente que vamos a un lugar que no nos pertenece... Un lugar que otros hicieron suyo antes. Un viaje es un desgarrado acto de expolio porque sin duda te llevas un trozo cuando te vas.
Un viaje es un acto de dolor porque cuando partes, algo tuyo se queda allí sangrando. Te alejas mientras un hilillo cárdeno, como las huellas de las lágrimas, te devuelve el camino andado. Con el tiempo la sangre se seca y no hay nada que te una.
Buscamos el destino. Incómodo viaje. Nunca dejas de andar pero jamás llegas. Son senderos inciertos. Voy subiendo las cuestas y caminando trochas para descubrir un nuevo paisaje. Parece que me da cordura. Es la Naturaleza el único lugar donde siempre vuelvo.
Así reparto mis ojos entre los árboles que se balancean indecisos de un lado a otro, dejándose someter al viento. Me gusta observar cómo sus hojas chisporrotean contra el sol que proyecta su sombra en mis pupilas. Me gusta ver cómo permanecen ahí en un viaje eterno y trepidante.
Sostienen su cuerpo contra el invierno. Caminan quietos sobre la nieve. Esparcen sus huellas que vuelan sorteando las brisas. Sus raíces socavan la quietud del mundo bajo mis pies. Puedo verlo. Puedo acariciarlo. ¡Puedo sentirlo! Eso es mucho más de lo que otros jamás podrán decir.
Cada día viajo entre las alas de algún insecto que se posa en alguna flor. Cada día miro la sombra que proyecta el helecho sobre la humedad vaporosa que le da vida. Trepo por ella. Me estremezco en un escalofrío. Me resuelvo como una vida más y entiendo que ese helecho me sobrevivirá cientos de años. Este es el único viaje que repito una, otra y otra vez.
Encuentro la terrible paz en diminutos sentimientos de naturaleza. Cuitada y eterna. Me conmueve sobremanera. Me tensa y destensa. Me desarma y me rompe como un niño extraviado. Me mece en el viento. Me acompasa con el temblor del filamento de un diente de león. Arrebatado por un temblor de mayo quiebra y echa a volar. Irreflexivo como un perro ante la puerta de la libertad, me cuelgo de su dulce vaivén y me embarco en su propio vuelo.
Ese es mi viaje eterno. Nunca paro. Nunca llego. Otros viajaron antes que yo a su viaje eterno. Nunca sabes lo que significa un hombre hasta que entiendes que jamás volverá. Ahí duele la distancia que a partir de ese momento se trenza. Ahí duele el tiempo inconcluso. Ahí duelen las fotos que dejaste para mañana y que nunca veréis. Ahí duele el tiempo perdido y el tiempo vivido. Ahí duele ése Mister Deivid acostumbrado y cariñoso. Al cabo dejan de doler los últimos días que se desvanecen en la sábana del sueño. Todo acaba. Suavemente.
Ver viajar es extender una maroma contra el barco que parte. Infinita. Insondable. Escribir es atarlo. El barco navegará el resto de tu vida por tu olvido. Siempre con un pequeño lazo y unido a un incierto amarre en la punta del corazón. Es la encomiable pero a veces inefectiva intención de no olvidar jamás.
Otros viajes son puros actos de cobardía. No trates de entender las razones. Entre miles de opciones sencillamente decides abdicar. Y ya está. Equipaje o no, poco importa. Nunca entendí aquellas razones pero me convertí en una leve consecuencia.
A las puertas de ese viaje, al abismo de ese puente, al borde de esa cuchilla puede que una leve consecuencia sea la distancia suficiente como para no saltar, entrar en el coche y volver a casa. No lo signifiqué y no me martiriza. Sé que ya lo hiciste tú al filo metálico de la partida. Y partiste.
Tampoco te culpo. Nunca sabes cómo acontece un viaje. Nunca sabes –nunca sé– cuándo partiré. Nunca sabes cuándo las fuerzas van a ser tan livianas como para rendirte cobarde. Y es cuando estás en el punto de inflexión entre la hoja afilada y el carmín de la derrota, cuando las leves consecuencias traicionan la firmeza del fracaso. Al fin todo queda en una tentativa fallida que poder esbozar en unas hojas escritas y humedecidas por el llanto.
Viajar es como vivir. Y a veces vivir es entrar en una habitación vacía que vas decorando con momentos de felicidad y dolor. Una mesita, un beso, un cuadro. Escribir –como ahora- sobre una pérdida es entrar en esa misma habitación con las manos cargadas de letras. Yo la decoro con verbos dolidos, sustantivos intangible, adjetivos iracundos… metáforas.
Casi sin haber cruzado la puerta empiezas a lanzar palabras con rabia contra todas las paredes, pleno de furia y traicionado por la vida misma. A veces esas palabras te hacen destrozarlo todo inmerso en una espiral huracanada. Pintas los muros con toda la saliva que te alienta quizá, en un intento de aliviar el alma.
Al cabo todas las paredes acaban chorreando tinta o sangre... vísceras. Quizá solo por extender la maroma y recordar. Probablemente vuelvas alguna vez a esa habitación. Probablemente encuentres ese papel en algún momento, aunque sea en tu mente. Con solo abrir la puerta vuestro recuerdo me asaltará de nuevo. Eso espero.
Ves pues el barco partir. Así quedas con un expolio en las manos y un hueco en el alma. Hace frío, mucho frío. El viento zarandea las fotos dentro de la caja que nunca abristeis. Quizá ya no valga la pena verlas. Sientes todos los verbos en las manos y los lanzas sin importar donde impacten.
Siempre inexperto, ves la cuerda que queda junto con el tiempo, flotando en el agua, entre el barco y tú. Te sorprendes a ti mismo tarareando una canción mientras anudas con todas tus fuerza la cuerda. El barco se aleja y la estira y la tensa. Así el recuerdo navegará para siempre pendiente de una efímera maroma. Solo espero que jamás se quiebre.
El viento me devuelve el eco de la canción: Así si me dejas no te dejaré de querer. / …Y al final, te ataré con todas mis fuerzas, / mis brazos serán cuerdas al bailar este vals... [Fragmento de Y al final, de Enrique Búnbury].
Por orden, para Carlos, mi abuela y Satur.
In memoriam
Un viaje es un acto de responsabilidad aunque no lo sepamos. Por varias razones. Una es sencillamente que vamos a un lugar que no nos pertenece... Un lugar que otros hicieron suyo antes. Un viaje es un desgarrado acto de expolio porque sin duda te llevas un trozo cuando te vas.
Un viaje es un acto de dolor porque cuando partes, algo tuyo se queda allí sangrando. Te alejas mientras un hilillo cárdeno, como las huellas de las lágrimas, te devuelve el camino andado. Con el tiempo la sangre se seca y no hay nada que te una.
Buscamos el destino. Incómodo viaje. Nunca dejas de andar pero jamás llegas. Son senderos inciertos. Voy subiendo las cuestas y caminando trochas para descubrir un nuevo paisaje. Parece que me da cordura. Es la Naturaleza el único lugar donde siempre vuelvo.
Así reparto mis ojos entre los árboles que se balancean indecisos de un lado a otro, dejándose someter al viento. Me gusta observar cómo sus hojas chisporrotean contra el sol que proyecta su sombra en mis pupilas. Me gusta ver cómo permanecen ahí en un viaje eterno y trepidante.
Sostienen su cuerpo contra el invierno. Caminan quietos sobre la nieve. Esparcen sus huellas que vuelan sorteando las brisas. Sus raíces socavan la quietud del mundo bajo mis pies. Puedo verlo. Puedo acariciarlo. ¡Puedo sentirlo! Eso es mucho más de lo que otros jamás podrán decir.
Cada día viajo entre las alas de algún insecto que se posa en alguna flor. Cada día miro la sombra que proyecta el helecho sobre la humedad vaporosa que le da vida. Trepo por ella. Me estremezco en un escalofrío. Me resuelvo como una vida más y entiendo que ese helecho me sobrevivirá cientos de años. Este es el único viaje que repito una, otra y otra vez.
Encuentro la terrible paz en diminutos sentimientos de naturaleza. Cuitada y eterna. Me conmueve sobremanera. Me tensa y destensa. Me desarma y me rompe como un niño extraviado. Me mece en el viento. Me acompasa con el temblor del filamento de un diente de león. Arrebatado por un temblor de mayo quiebra y echa a volar. Irreflexivo como un perro ante la puerta de la libertad, me cuelgo de su dulce vaivén y me embarco en su propio vuelo.
Ese es mi viaje eterno. Nunca paro. Nunca llego. Otros viajaron antes que yo a su viaje eterno. Nunca sabes lo que significa un hombre hasta que entiendes que jamás volverá. Ahí duele la distancia que a partir de ese momento se trenza. Ahí duele el tiempo inconcluso. Ahí duelen las fotos que dejaste para mañana y que nunca veréis. Ahí duele el tiempo perdido y el tiempo vivido. Ahí duele ése Mister Deivid acostumbrado y cariñoso. Al cabo dejan de doler los últimos días que se desvanecen en la sábana del sueño. Todo acaba. Suavemente.
Ver viajar es extender una maroma contra el barco que parte. Infinita. Insondable. Escribir es atarlo. El barco navegará el resto de tu vida por tu olvido. Siempre con un pequeño lazo y unido a un incierto amarre en la punta del corazón. Es la encomiable pero a veces inefectiva intención de no olvidar jamás.
Otros viajes son puros actos de cobardía. No trates de entender las razones. Entre miles de opciones sencillamente decides abdicar. Y ya está. Equipaje o no, poco importa. Nunca entendí aquellas razones pero me convertí en una leve consecuencia.
A las puertas de ese viaje, al abismo de ese puente, al borde de esa cuchilla puede que una leve consecuencia sea la distancia suficiente como para no saltar, entrar en el coche y volver a casa. No lo signifiqué y no me martiriza. Sé que ya lo hiciste tú al filo metálico de la partida. Y partiste.
Tampoco te culpo. Nunca sabes cómo acontece un viaje. Nunca sabes –nunca sé– cuándo partiré. Nunca sabes cuándo las fuerzas van a ser tan livianas como para rendirte cobarde. Y es cuando estás en el punto de inflexión entre la hoja afilada y el carmín de la derrota, cuando las leves consecuencias traicionan la firmeza del fracaso. Al fin todo queda en una tentativa fallida que poder esbozar en unas hojas escritas y humedecidas por el llanto.
Viajar es como vivir. Y a veces vivir es entrar en una habitación vacía que vas decorando con momentos de felicidad y dolor. Una mesita, un beso, un cuadro. Escribir –como ahora- sobre una pérdida es entrar en esa misma habitación con las manos cargadas de letras. Yo la decoro con verbos dolidos, sustantivos intangible, adjetivos iracundos… metáforas.
Casi sin haber cruzado la puerta empiezas a lanzar palabras con rabia contra todas las paredes, pleno de furia y traicionado por la vida misma. A veces esas palabras te hacen destrozarlo todo inmerso en una espiral huracanada. Pintas los muros con toda la saliva que te alienta quizá, en un intento de aliviar el alma.
Al cabo todas las paredes acaban chorreando tinta o sangre... vísceras. Quizá solo por extender la maroma y recordar. Probablemente vuelvas alguna vez a esa habitación. Probablemente encuentres ese papel en algún momento, aunque sea en tu mente. Con solo abrir la puerta vuestro recuerdo me asaltará de nuevo. Eso espero.
Ves pues el barco partir. Así quedas con un expolio en las manos y un hueco en el alma. Hace frío, mucho frío. El viento zarandea las fotos dentro de la caja que nunca abristeis. Quizá ya no valga la pena verlas. Sientes todos los verbos en las manos y los lanzas sin importar donde impacten.
Siempre inexperto, ves la cuerda que queda junto con el tiempo, flotando en el agua, entre el barco y tú. Te sorprendes a ti mismo tarareando una canción mientras anudas con todas tus fuerza la cuerda. El barco se aleja y la estira y la tensa. Así el recuerdo navegará para siempre pendiente de una efímera maroma. Solo espero que jamás se quiebre.
El viento me devuelve el eco de la canción: Así si me dejas no te dejaré de querer. / …Y al final, te ataré con todas mis fuerzas, / mis brazos serán cuerdas al bailar este vals... [Fragmento de Y al final, de Enrique Búnbury].
Por orden, para Carlos, mi abuela y Satur.
In memoriam
DAVID CANTILLO