La historia de las civilizaciones es una historia de dominación, el corolario de colonizaciones por el que las grandes potencias de cualquier época han expoliado a los pueblos y países poseedores de las riquezas sobre las que se sustenta el desarrollo y el progreso de aquellas.
Del sometimiento militar se ha pasado a la dominación colonial como mecanismo para los intercambios desiguales y el control de los medios de producción y comercio. Así se ha llegado a la economía mundial de mercado que impone cultivos, productos e intercambios comerciales totalmente dependientes del imperio dominante.
Ya no es necesario el control militar directo de los países colonizados, sino la simple “presión” de los mercados para garantizar el mantenimiento de unas relaciones “asimétricas” que enriquecen a las potencias a costa del empobrecimiento de esas antiguas colonias “descolonizadas”, pero en manos de regímenes autóctonos que han de adecuarse a una servidumbre fáctica, no sólo en lo económico, sino incluso en lo cultural y hasta en lo político.
Nace así una globalización que encumbra un modelo social y económico al que ha de adaptarse cualquier actividad humana susceptible de participar del mercado, ya sea como recurso natural, agrícola, ganadero, tecnológico, intelectual y de creación o de esparcimiento. Nada escapa a los mecanismos del capitalismo económico mundial.
De hecho, la mayoría de los problemas que existen hoy en el mundo proviene de estas situaciones de explotación política y económica que se han ejercido a lo largo de la historia y por las que algunas civilizaciones sienten socavados y menospreciados su identidad y su futuro independiente.
Un callejón sin salida que radicaliza reacciones violentas y generadoras de un terrorismo que intenta combatir la “bota aplastante” del imperio, poner en tela de juicio su modelo de sociedad y erosionar su aparente solidez.
Aunque parezca inapropiado, justo cuando asistimos en Europa a los dictados de “austeridad” que imponen los mismos entes instrumentales con los que el capitalismo hace prevalecer su supremacía imperante, es necesario plantearse un “nuevo orden mundial” basado en el diálogo y en la alianza de civilizaciones. Porque es, precisamente, en los momentos de crisis cuando hay que cuestionarse la idoneidad de las medidas que no acaban de resolver los problemas que enfrentan a los pueblos y sus diversas visones globales.
El profundo rechazo que genera la explotación del mundo en exclusivo beneficio de Occidente puede conducir, si no se resuelven tales conflictos, al aniquilamiento mutuo de manos de un terrorismo cada vez más ofensivo –hace tiempo que dejó de ser defensivo- y mortífero, que busca dotarse de armas nucleares, si pudiera.
Es en este contexto donde ha de contemplarse aquella propuesta del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, del 21 de septiembre de 2004, de poner en marcha un proceso multilateral, bajo los auspicios de la Asamblea General de Naciones Unidas, para combatir los extremismos y estereotipos que dificultan la convivencia y el diálogo entre civilizaciones.
Siendo el mundo islámico y el occidental los actores de las mayores divergencias, no es irrelevante que la Alianza de Civilizaciones cuente con el copatrocinio del primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogán, para trabajar en la búsqueda de alternativas pacíficas a los enfrentamientos entre Oriente y Occidente, y que cuenta con la adhesión de 130 países y organizaciones intergubernamentales.
Se trata de una iniciativa que el presidente español lanzó pocos meses después de los ataques terroristas en Madrid y que la ONU adoptó como propia, mediante la Resolución A/64/L.14, para darle continuidad y universalidad. No es, empero, una ocurrencia insólita, por mucho que la derecha de este país se mofe de ella.
Ya en 1977, el filósofo y político francés Roger Garaudy escribía un libro (Diálogo de Civilizaciones, ISBN: 84-229-0214-1) en el que afirmaba que era “preciso reencontrar nuevas dimensiones del hombre, estableciendo las bases de un nuevo orden mundial fundamentado en un diálogo enriquecedor con las civilizaciones de Asia, el Islam, África y América Latina”.
El pensador era consciente de no poder dar respuesta a todos los problemas planteados por medio milenio de hegemonía occidental, pero apuntaba los aspectos económicos, políticos y culturales que debían integrar cualquier propuesta de acuerdo o solución.
Y es que apostar por el diálogo y la comprensión del “otro” en vez de la fuerza y la dominación marca la diferencia entre la paz y la guerra, entre la concordia y el recelo, entre la convivencia y la conflictividad.
Hemos sido testigos de intervenciones militares abiertas o encubiertas en áreas estratégicas para los intereses occidentales que nunca han ofrecido los resultados apetecidos. Es más, muchas veces el daño ocasionado ha sido mayor que el “mal” que se pretendía extirpar quirúrgicamente.
Basta recordar los focos de tensión que actualmente sacuden al mundo para percatarse de las consecuencias irresolubles de este choque de civilizaciones, desde Oriente Medio hasta Afganistán, pasando por los países árabes mediterráneos, África y América Latina.
En todos emerge como causa germinal la confrontación entre sometidos y conquistadores, el Norte y el Sur, el primer y tercer mundo, entre Oriente y Occidente. Y hasta ahora la supremacía occidental, pese a lo que pudiera creerse, no se ha debido a una superioridad cultural, sino a una agresiva y poderosa capacidad militar que se extiende por el orbe entero y que posibilita la interdependencia de las economías nacionales en el interior de un sistema único: el sistema capitalista mundial.
Es posible que la magnitud de la tarea impulsada por el presidente del Gobierno español con la Alianza de Civilizaciones sea quimérica, pero es preferible a la simple invasión militar de países bajo justificaciones vergonzantes para asegurarse el control de los recursos.
Han sido los anhelos utópicos, en cualquier caso, los que han permitido a la Humanidad materializar sus más elevados sueños. La democracia, la lucha contra la miseria y el hambre, la solidaridad, la erradicación de enfermedades, la igualdad, la sostenibilidad y la paz, entre otras aspiraciones, hunden sus raíces en iniciativas visionarias que sólo con el tiempo enraizaron y dieron fruto.
Es por ello que tan importante como la conquista del espacio es, para el futuro del planeta y de quienes lo habitan, la búsqueda de un diálogo y de una alianza de civilizaciones. Una iniciativa que nos debería llenar de orgullo por su paternidad española y su sensibilidad racional.
Del sometimiento militar se ha pasado a la dominación colonial como mecanismo para los intercambios desiguales y el control de los medios de producción y comercio. Así se ha llegado a la economía mundial de mercado que impone cultivos, productos e intercambios comerciales totalmente dependientes del imperio dominante.
Ya no es necesario el control militar directo de los países colonizados, sino la simple “presión” de los mercados para garantizar el mantenimiento de unas relaciones “asimétricas” que enriquecen a las potencias a costa del empobrecimiento de esas antiguas colonias “descolonizadas”, pero en manos de regímenes autóctonos que han de adecuarse a una servidumbre fáctica, no sólo en lo económico, sino incluso en lo cultural y hasta en lo político.
Nace así una globalización que encumbra un modelo social y económico al que ha de adaptarse cualquier actividad humana susceptible de participar del mercado, ya sea como recurso natural, agrícola, ganadero, tecnológico, intelectual y de creación o de esparcimiento. Nada escapa a los mecanismos del capitalismo económico mundial.
De hecho, la mayoría de los problemas que existen hoy en el mundo proviene de estas situaciones de explotación política y económica que se han ejercido a lo largo de la historia y por las que algunas civilizaciones sienten socavados y menospreciados su identidad y su futuro independiente.
Un callejón sin salida que radicaliza reacciones violentas y generadoras de un terrorismo que intenta combatir la “bota aplastante” del imperio, poner en tela de juicio su modelo de sociedad y erosionar su aparente solidez.
Aunque parezca inapropiado, justo cuando asistimos en Europa a los dictados de “austeridad” que imponen los mismos entes instrumentales con los que el capitalismo hace prevalecer su supremacía imperante, es necesario plantearse un “nuevo orden mundial” basado en el diálogo y en la alianza de civilizaciones. Porque es, precisamente, en los momentos de crisis cuando hay que cuestionarse la idoneidad de las medidas que no acaban de resolver los problemas que enfrentan a los pueblos y sus diversas visones globales.
El profundo rechazo que genera la explotación del mundo en exclusivo beneficio de Occidente puede conducir, si no se resuelven tales conflictos, al aniquilamiento mutuo de manos de un terrorismo cada vez más ofensivo –hace tiempo que dejó de ser defensivo- y mortífero, que busca dotarse de armas nucleares, si pudiera.
Es en este contexto donde ha de contemplarse aquella propuesta del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, del 21 de septiembre de 2004, de poner en marcha un proceso multilateral, bajo los auspicios de la Asamblea General de Naciones Unidas, para combatir los extremismos y estereotipos que dificultan la convivencia y el diálogo entre civilizaciones.
Siendo el mundo islámico y el occidental los actores de las mayores divergencias, no es irrelevante que la Alianza de Civilizaciones cuente con el copatrocinio del primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogán, para trabajar en la búsqueda de alternativas pacíficas a los enfrentamientos entre Oriente y Occidente, y que cuenta con la adhesión de 130 países y organizaciones intergubernamentales.
Se trata de una iniciativa que el presidente español lanzó pocos meses después de los ataques terroristas en Madrid y que la ONU adoptó como propia, mediante la Resolución A/64/L.14, para darle continuidad y universalidad. No es, empero, una ocurrencia insólita, por mucho que la derecha de este país se mofe de ella.
Ya en 1977, el filósofo y político francés Roger Garaudy escribía un libro (Diálogo de Civilizaciones, ISBN: 84-229-0214-1) en el que afirmaba que era “preciso reencontrar nuevas dimensiones del hombre, estableciendo las bases de un nuevo orden mundial fundamentado en un diálogo enriquecedor con las civilizaciones de Asia, el Islam, África y América Latina”.
El pensador era consciente de no poder dar respuesta a todos los problemas planteados por medio milenio de hegemonía occidental, pero apuntaba los aspectos económicos, políticos y culturales que debían integrar cualquier propuesta de acuerdo o solución.
Y es que apostar por el diálogo y la comprensión del “otro” en vez de la fuerza y la dominación marca la diferencia entre la paz y la guerra, entre la concordia y el recelo, entre la convivencia y la conflictividad.
Hemos sido testigos de intervenciones militares abiertas o encubiertas en áreas estratégicas para los intereses occidentales que nunca han ofrecido los resultados apetecidos. Es más, muchas veces el daño ocasionado ha sido mayor que el “mal” que se pretendía extirpar quirúrgicamente.
Basta recordar los focos de tensión que actualmente sacuden al mundo para percatarse de las consecuencias irresolubles de este choque de civilizaciones, desde Oriente Medio hasta Afganistán, pasando por los países árabes mediterráneos, África y América Latina.
En todos emerge como causa germinal la confrontación entre sometidos y conquistadores, el Norte y el Sur, el primer y tercer mundo, entre Oriente y Occidente. Y hasta ahora la supremacía occidental, pese a lo que pudiera creerse, no se ha debido a una superioridad cultural, sino a una agresiva y poderosa capacidad militar que se extiende por el orbe entero y que posibilita la interdependencia de las economías nacionales en el interior de un sistema único: el sistema capitalista mundial.
Es posible que la magnitud de la tarea impulsada por el presidente del Gobierno español con la Alianza de Civilizaciones sea quimérica, pero es preferible a la simple invasión militar de países bajo justificaciones vergonzantes para asegurarse el control de los recursos.
Han sido los anhelos utópicos, en cualquier caso, los que han permitido a la Humanidad materializar sus más elevados sueños. La democracia, la lucha contra la miseria y el hambre, la solidaridad, la erradicación de enfermedades, la igualdad, la sostenibilidad y la paz, entre otras aspiraciones, hunden sus raíces en iniciativas visionarias que sólo con el tiempo enraizaron y dieron fruto.
Es por ello que tan importante como la conquista del espacio es, para el futuro del planeta y de quienes lo habitan, la búsqueda de un diálogo y de una alianza de civilizaciones. Una iniciativa que nos debería llenar de orgullo por su paternidad española y su sensibilidad racional.
DANIEL GUERRERO