Varias empresas han anunciado la retirada de sus anuncios del programa de Telecinco La Noria tras la polémica suscitada con la entrevista que realizaron a la madre de El Cuco, uno de los jóvenes implicados en el asesinato de Marta del Castillo, cuyo cadáver aún no ha sido encontrado.
Al parecer, es indigno contratar publicidad en un espacio que se dedica a escarbar en los asuntos más morbosos y miserables de la sociedad, como es éste presentado por Jordi González, que lleva años en antena ofreciendo productos de similares características.
Sin embargo, estando el foco de la actualidad concentrado en el juicio que se celebra en la Audiencia de Sevilla contra el autor confeso del asesinato de la joven y de sus presuntos cómplices, como el susodicho Cuco -los cuales no aclaran el relato fiable de lo sucedido aquella macabra noche-, la expectación que alimentan los medios provoca un estallido de pseudoindignación que obnubila el sentido común y la razón.
Porque parece que no es la audiencia de estos programas lo que permite su existencia, sino la colaboración necesaria de unos anunciantes que, para no verse implicados en un escándalo hipócrita, optan por retirar su publicidad.
Ninguno de los "indignados" con la entrevista remunerada efectuada a la madre del presunto cómplice declara que dejará de ver el programa o cualquier espacio de telebasura, sino que muestra su asombro por que alguien se aproveche del espectáculo y participe ofreciendo su interesada versión en este circo mediático que juzga a los encausados sin importarle ni las garantías procesales ni los procedimientos de la justicia.
Alguien tiene que pagar la santa indignación social y los publicistas, ante una opinión pública tan ciega como veleta, prefieren alejar sus marcas del centro de atención de la masa.
La hoya en la que todos chapoteamos consumiendo inmundicia no es lo rechazable y problemático de este asunto, sino la posibilidad de negocio que los anunciantes aprovechan para vender sus productos en programas con índices de audiencia estimables.
Un programa de televisión es un producto audiovisual que persigue el beneficio económico de la cadena que lo emite. Lo lógico es que, si atrae el interés de la gente, sea rentable para contratar y acaparar publicidad.
La ética del mismo es compartida por esa audiencia que lo encumbra y rentabiliza. Ningún programa se emite si no tiene un respaldo mínimo de seguidores. Trasladar el repudio por lo que viene siendo la seña de identidad del espacio a los anunciantes es simplemente no reconocer que los culpables de este tipo de programas son los televidentes que lo consumen.
Son ellos los que continuamente saltan de la noria a la hoya de la indecencia y la vacuidad. Los espectadores son los que mantienen la televisión que prefieren, no los anuncios de televisión. Que sean estos últimos los que se alejen de estos programas de la carne es lamentable y equivocado, porque quienes deberían hacerlo serían los que encienden la televisión para verlos.
La culpa de la existencia de La Noria no es de El Corte Inglés, sino de todos cuantos apoyan cada día su emisión hasta el extremo de consentir la televisión que merecemos. Lamentablemente.
Al parecer, es indigno contratar publicidad en un espacio que se dedica a escarbar en los asuntos más morbosos y miserables de la sociedad, como es éste presentado por Jordi González, que lleva años en antena ofreciendo productos de similares características.
Sin embargo, estando el foco de la actualidad concentrado en el juicio que se celebra en la Audiencia de Sevilla contra el autor confeso del asesinato de la joven y de sus presuntos cómplices, como el susodicho Cuco -los cuales no aclaran el relato fiable de lo sucedido aquella macabra noche-, la expectación que alimentan los medios provoca un estallido de pseudoindignación que obnubila el sentido común y la razón.
Porque parece que no es la audiencia de estos programas lo que permite su existencia, sino la colaboración necesaria de unos anunciantes que, para no verse implicados en un escándalo hipócrita, optan por retirar su publicidad.
Ninguno de los "indignados" con la entrevista remunerada efectuada a la madre del presunto cómplice declara que dejará de ver el programa o cualquier espacio de telebasura, sino que muestra su asombro por que alguien se aproveche del espectáculo y participe ofreciendo su interesada versión en este circo mediático que juzga a los encausados sin importarle ni las garantías procesales ni los procedimientos de la justicia.
Alguien tiene que pagar la santa indignación social y los publicistas, ante una opinión pública tan ciega como veleta, prefieren alejar sus marcas del centro de atención de la masa.
La hoya en la que todos chapoteamos consumiendo inmundicia no es lo rechazable y problemático de este asunto, sino la posibilidad de negocio que los anunciantes aprovechan para vender sus productos en programas con índices de audiencia estimables.
Un programa de televisión es un producto audiovisual que persigue el beneficio económico de la cadena que lo emite. Lo lógico es que, si atrae el interés de la gente, sea rentable para contratar y acaparar publicidad.
La ética del mismo es compartida por esa audiencia que lo encumbra y rentabiliza. Ningún programa se emite si no tiene un respaldo mínimo de seguidores. Trasladar el repudio por lo que viene siendo la seña de identidad del espacio a los anunciantes es simplemente no reconocer que los culpables de este tipo de programas son los televidentes que lo consumen.
Son ellos los que continuamente saltan de la noria a la hoya de la indecencia y la vacuidad. Los espectadores son los que mantienen la televisión que prefieren, no los anuncios de televisión. Que sean estos últimos los que se alejen de estos programas de la carne es lamentable y equivocado, porque quienes deberían hacerlo serían los que encienden la televisión para verlos.
La culpa de la existencia de La Noria no es de El Corte Inglés, sino de todos cuantos apoyan cada día su emisión hasta el extremo de consentir la televisión que merecemos. Lamentablemente.
DANIEL GUERRERO