— Hace tiempo que no me cuentas un cuento... –sonó tras el auricular–. Desde que te das a la buena vida sólo escribes para el periódico este del pueblo…
— Son las seis de la mañana, llevamos cuatro horas y pico hablando ¿y ahora me vienes con esto de los cuentos? –contestó irónica–. Quiero algo a cambio.
— Nada.
— Tú, como de costumbre. ¿Te acuerdas de la última vez que nos vimos?
— Recuérdamelo…
— Imagina una cafetería solitaria, a eso de las cinco de la tarde. Tiene esos cristales enormes a través de los cuales puedes ver la avenida, los coches que pasan... La gente que camina y observa y que trata de aplacar sus ganas de cobijarse del frío y tomarse un buen café.
Ella está esperando. Lleva un jersey color caldera algo ajustado y una cazadora colocada en el respaldo de la silla; el pelo suelto cubriendo sus orejas, la piel de su cuello y otros rincones. Un sorbo al cortado y un par de vueltas con la cucharilla mientras el tiempo pasa. La gente entra y sale, las camareras caminan de un lado a otro, recogiendo tazas vacías y aparentando amabilidad.
Está impaciente, nerviosa; “¿Y si no llega?, ¿Y si no quiere verme?” –de nuevo, las dudas de siempre.
La puerta se abre. Entra mansamente, como queriendo quitarse de encima el ruido de la calle, el olor a tierra mojada de la tormenta que cayó al mediodía. La busca un par de segundos, la encuentra sentada en la última mesa pegada a la cristalera y va hacia ella.
Sonríe. Ella le corresponde. Se abrazan. Y menudo abrazo, como si fueran conscientes de que el mundo fuera a terminarse en cuestión de horas. Y un corto y tímido beso cerca de la comisura de la boca, a manera de prólogo.
Comienzan a charlar, primero de cosas más triviales: las clases, el trabajo, el tiempo libre y el menos libre, el “hay que ver lo guapa que estás”… Finalmente, de lo que pasó y no pasó. Causas, motivos, consecuencias; todo bajo el temor y la duda que dilatadamente se disipa. Por algo están allí.
En algún momento de la conversación sus manos se encuentran para no soltarse. Sonríen y la calma se cierne sobre ellos. La conversación empieza a tornarse en otra dirección, como un ladrón que entra sigiloso a hurtar a una mansión con el único fin de encontrar el objeto más valioso. Y para ellos el objeto más preciado está siempre al alcance, a corta distancia.
La memoria, los recuerdos, aquel mes y las disculpas. Tal vez volver a intentarlo. Ya pasó tiempo suficiente, ¿qué mas hace falta? Lo llevan en cada recoveco de la piel, en el brillo de los ojos, temblar y no poder ignorarlo. Pasa el tiempo, a veces ríen o se quedan mirando a los transeúntes pasar a través de la cristalera.
— Arruinamos muchas cosas –oyó tras el teléfono– y eso no se olvida. Sería ridículo pedirte que al menos lo intentaras.
Guardó silencio, atenta.
— De todos modos, haz el esfuerzo. Olvídalo, por favor…
Y se rinde tratando de sacar a relucir todo el arsenal de figuras retóricas para seguir con aquella historia.
— ¿Sigo? –trata de decir torpemente.
— Sigue.
— Los últimos rayos de un sol de otoño empiezan a esconderse bajo la campiña. Los coches han encendido las luces y los más jóvenes comienzan a tomar las calles para hacer suya la noche. Él dice algo sobre una oportunidad, ella sobre necesidad. Se necesitan, lo afirman; y su reacción, como de costumbre, fueron lágrimas.
Sus manos se entrelazan y el resto del mundo comienza paulatinamente a disiparse. Con voz serena y casi rayando el susurro y el pánico, ella dice “te quiero” y se desata la jauría en sus estómagos, un pasado que vuelve y los pilla desprevenidos. Y…
— ¿Qué pasa al final?
— Se han perdonado; las farolas del parque iluminan el pequeño milagro. Echan a andar de nuevo juntos y somos juez y parte. Sabes quién eres, lo que eres y duele. Sabes que podrías ser tú y te es imposible. Confórmate con mirar el contacto, el roce… cómo se besan ese par de bocas heridas intentando sincronizarse y la dulzura acumulada del tiempo perdido.
Una historia que, como un cañón, causó daños, suspiros a granel, y noches de insomnio como esta. Imagina la escena, no te duermas. Tras el beso, un abrazo que contiene el mundo. Mírales, no te duermas… Podrías ser tú, tiene tu misma sombra, y tal vez ella es lo que estabas buscando.
— Son las seis de la mañana, llevamos cuatro horas y pico hablando ¿y ahora me vienes con esto de los cuentos? –contestó irónica–. Quiero algo a cambio.
— Nada.
— Tú, como de costumbre. ¿Te acuerdas de la última vez que nos vimos?
— Recuérdamelo…
— Imagina una cafetería solitaria, a eso de las cinco de la tarde. Tiene esos cristales enormes a través de los cuales puedes ver la avenida, los coches que pasan... La gente que camina y observa y que trata de aplacar sus ganas de cobijarse del frío y tomarse un buen café.
Ella está esperando. Lleva un jersey color caldera algo ajustado y una cazadora colocada en el respaldo de la silla; el pelo suelto cubriendo sus orejas, la piel de su cuello y otros rincones. Un sorbo al cortado y un par de vueltas con la cucharilla mientras el tiempo pasa. La gente entra y sale, las camareras caminan de un lado a otro, recogiendo tazas vacías y aparentando amabilidad.
Está impaciente, nerviosa; “¿Y si no llega?, ¿Y si no quiere verme?” –de nuevo, las dudas de siempre.
La puerta se abre. Entra mansamente, como queriendo quitarse de encima el ruido de la calle, el olor a tierra mojada de la tormenta que cayó al mediodía. La busca un par de segundos, la encuentra sentada en la última mesa pegada a la cristalera y va hacia ella.
Sonríe. Ella le corresponde. Se abrazan. Y menudo abrazo, como si fueran conscientes de que el mundo fuera a terminarse en cuestión de horas. Y un corto y tímido beso cerca de la comisura de la boca, a manera de prólogo.
Comienzan a charlar, primero de cosas más triviales: las clases, el trabajo, el tiempo libre y el menos libre, el “hay que ver lo guapa que estás”… Finalmente, de lo que pasó y no pasó. Causas, motivos, consecuencias; todo bajo el temor y la duda que dilatadamente se disipa. Por algo están allí.
En algún momento de la conversación sus manos se encuentran para no soltarse. Sonríen y la calma se cierne sobre ellos. La conversación empieza a tornarse en otra dirección, como un ladrón que entra sigiloso a hurtar a una mansión con el único fin de encontrar el objeto más valioso. Y para ellos el objeto más preciado está siempre al alcance, a corta distancia.
La memoria, los recuerdos, aquel mes y las disculpas. Tal vez volver a intentarlo. Ya pasó tiempo suficiente, ¿qué mas hace falta? Lo llevan en cada recoveco de la piel, en el brillo de los ojos, temblar y no poder ignorarlo. Pasa el tiempo, a veces ríen o se quedan mirando a los transeúntes pasar a través de la cristalera.
— Arruinamos muchas cosas –oyó tras el teléfono– y eso no se olvida. Sería ridículo pedirte que al menos lo intentaras.
Guardó silencio, atenta.
— De todos modos, haz el esfuerzo. Olvídalo, por favor…
Y se rinde tratando de sacar a relucir todo el arsenal de figuras retóricas para seguir con aquella historia.
— ¿Sigo? –trata de decir torpemente.
— Sigue.
— Los últimos rayos de un sol de otoño empiezan a esconderse bajo la campiña. Los coches han encendido las luces y los más jóvenes comienzan a tomar las calles para hacer suya la noche. Él dice algo sobre una oportunidad, ella sobre necesidad. Se necesitan, lo afirman; y su reacción, como de costumbre, fueron lágrimas.
Sus manos se entrelazan y el resto del mundo comienza paulatinamente a disiparse. Con voz serena y casi rayando el susurro y el pánico, ella dice “te quiero” y se desata la jauría en sus estómagos, un pasado que vuelve y los pilla desprevenidos. Y…
— ¿Qué pasa al final?
— Se han perdonado; las farolas del parque iluminan el pequeño milagro. Echan a andar de nuevo juntos y somos juez y parte. Sabes quién eres, lo que eres y duele. Sabes que podrías ser tú y te es imposible. Confórmate con mirar el contacto, el roce… cómo se besan ese par de bocas heridas intentando sincronizarse y la dulzura acumulada del tiempo perdido.
Una historia que, como un cañón, causó daños, suspiros a granel, y noches de insomnio como esta. Imagina la escena, no te duermas. Tras el beso, un abrazo que contiene el mundo. Mírales, no te duermas… Podrías ser tú, tiene tu misma sombra, y tal vez ella es lo que estabas buscando.
CARMEN LIROLA