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Tras la huella de los tintos montillanos

La próxima semana se cumplirán 38 años desde que comenzaran a implantarse de manera experimental las primeras variedades tintas en la zona Montilla-Moriles. El artífice de aquella aventura fue un hombre que, no sin muchas dificultades y bastantes opiniones en contra, se decidió a estudiar la aclimatación en la comarca de una veintena de variedades tintas.

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Como casi siempre ocurre por estas latitudes, nadie profetiza en su tierra y, evidentemente, este inquieto conurbano no iba a ser una excepción. Así, muchas voces se alzaron entonces contra lo que se consideraba una "agresión al patrimonio vitivinícola autóctono de la zona". Fueron muchos los que, allá por 1973, criticaron esta experiencia que comenzó a desarrollarse en el Cortijo de El Caño de La Rambla.

Los más reacios pronosticaban que, de fructificar el experimento -y nunca mejor dicho-, lagares y bodegas de la zona corrían el riesgo de enfrentarse a toda una "invasión" de variedades tintas que pusieran en entredicho los valores más tradicionales de las vides del marco Montilla-Moriles.

Pero, lejos de achantarse, el protagonista de esta historia comenzó a probar hasta veinte variedades de uva tinta y algunas de uva blanca, al objeto de poder diferenciar en su sistema de plantación factores experimentales como la calidad, la producción y la época de maduración del fruto.

Tras estudiar el comportamiento de las variedades tintas en comarcas vitivinícolas tan importantes como La Rioja, Ribera del Duero o Jerez de la Frontera, este montillano que hoy cuenta 78 años se atrevió a trasladar sus conocimientos a la tierra que lo vio nacer y, además, lo hizo diseñando un tipo de poda específico para cada una de las variedades importadas.

Pese a que su artífice estaba considerado como uno de los mayores expertos de España en poda de la vid, la experiencia siguió despertando la desconfianza del sector vitivinícola, que en plena década de los setenta no entendía que hubiera necesidad alguna de diversificar la producción hacia variedades tintas, a pesar de generar unos caldos entonces ya mucho más demandados en los mercados nacionales e internacionales.

Ni el Consejo Regulador de la Denominación de Origen ni las instituciones agrícolas competentes supieron ver en aquellos momentos los problemas estructurales por los que atravesaba el sector. Problemas que, desgraciadamente, aún hoy se mantienen.

Pero la aventura no terminaría ahí. Tras haber asesorado a firmas bodegueras tan reconocidas como Domecq, Garvey o González Byass en Jerez de la Frontera, este contumaz innovador se propuso elaborar en Montilla un vino multivarietal obtenido de las diferentes uvas tintas plantadas a lo largo de toda la experiencia.

La producción de este caldo genuino y singular se llevó a cabo en el lagar montillano de Las Capotas y tuvo como resultado la elaboración de un vino de "excelente calidad", tal y como subrayaron varias publicaciones especializadas de la época.

Fue el filósofo cordobés Lucio Anneo Séneca el que dijo que “el tiempo descubre la verdad”. Y, en este caso, la experiencia no pudo ser más satisfactoria, como terminaron demostrando los hechos. Hoy día, nadie duda de la necesidad de diversificar la producción en un marco como el de Montilla-Moriles que, solamente este año, ha recolectado nada menos que 8,5 millones de kilos de uva tinta, amparada bajo el indicativo de Vinos de la Tierra de Córdoba.

Ahora, casi cuatro décadas después de aquel hito, es momento de hacer justicia. Más que nada porque, con más frecuencia de la recomendable, algunos prohombres bastante proclives a salir en las fotos se atribuyen méritos ajenos con una habilidad pasmosa. Y resulta injusto.

Así que, por todo ello, y por otras muchas cosas más que prefiero reservarme, escribo hoy estas líneas que, espero, reciban ustedes con el mismo cariño que yo las envío. Por cierto, este paisano nuestro, que ni ha recibido homenajes ni falta que le hacen, se llama Francisco Bellido Herrador. Y es mi padre.
JUAN PABLO BELLIDO
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