Curiosamente, en estos días en que los dos principales candidatos se deshacen en promesas electorales hablando de la apremiante necesidad de emprendedores de nuestro país, resulta que servidor de ustedes anda liado con un modesto proyecto de inversión para abrir un pequeño negocio en una también pequeña localidad costera gaditana. Constato con una mezcla de indignación y decepción que el apoyo al emprendedor en nuestra tierra es poco menos que una leyenda urbana.
La cosa es como sigue: en 2008, según las estadísticas publicadas por la Comisión Europea, de algo más de dos millones y medio de empresas en España, el 93,10 por ciento eran microempresas; esto es, de acuerdo con los criterios contables de la Unión Europea, empresas con un máximo de diez trabajadores, una facturación inferior a los dos millones de euros y un activo no superior al millón de euro. Un porcentaje, por cierto, bastante en la media de la Unión. Si ampliamos el tamaño hasta el concepto pyme –hasta 50 trabajadores de plantilla- el porcentaje llega al 99,2 por ciento.
Es evidente entonces que el empleo, en España –como en cualquier otro país de la UE- se crea gracias a las pequeñas empresas. Entonces ¿a qué esperamos para facilitar la creación y la vida de estas indispensables células en el cuerpo de la sociedad?
Fíjense: si uno quiere abrir un pequeño negocio, lo primero que tiene que hacer es armarse de valor y enfrentarse al Ayuntamiento de turno. Necesitamos Licencia de Obras para adecuar el local y Licencia de Apertura una vez que el local esté listo.
Pero claro, no es sólo el coste económico de estas tasas –al fin y al cabo, auténticos impuestos al emprendedor-, sino que probablemente en la documentación de la Licencia de Apertura nos encontraremos con que necesitamos un proyecto técnico firmado por un arquitecto colegiado. O sea, multiplicando el coste original por dos.
Si además tenemos en cuenta que entre que solicitamos las correspondientes licencias hasta que nos las dan pueden transcurrir dos, tres y hasta cinco meses –dependiendo, naturalmente, del grado de ineficiencia del correspondiente Ayuntamiento-, pues nos encontramos con que tenemos que disponer de un local –alquilado o comprado, me es lo mismo: generando coste- sin poder abrir el negocio y, por tanto, sin generar ingresos. Teoría económica de la lelocracia, o sea.
Ahora, váyase usted al banco, a ver si tiene suerte y al menos le dejan entrar. Está claro que el bancario local le va a pedir mucha pasta para poder asegurarse de que usted devolverá lo prestado. Y digo yo: si ya tengo la pasta que aseguraría la devolución del préstamo… ¿para qué diablos pido un préstamo?
Más aún, acuda a su Oficina de Fomento local para preguntar por las posibles subvenciones a que tiene derecho. Si tiene suerte, y se encuentra con que reúne los requisitos para alguna de estas ayudas, amárrese los machos cuando decida preparar la documentación para solicitarla.
Por supuesto, su proyecto tendrá más subvención cuanto más empleo neto cree. Así que se va usted a un asesor a enterarse de cómo puede contratar personal. Y cuando le diga el asesor que la normativa básica laboral española se basa en los mismos principios desde antes de que se muriera el general Franco, échese directamente a llorar.
Aunque a lo mejor piensa usted que, ya que ha llegado hasta aquí, no puede echarse atrás. Así que se decide y abre, por fin, su anhelado negocio, su oportunidad de oro de tener un trabajo rentable, por su cuenta, sin un jefe que le diga qué tiene que hacer y cómo lo ha de hacer.
Efectivamente, sin un jefe. Ahora tendrá tantos jefes como personas se relacionan con su empresa. Los clientes, los proveedores, los bancos, los trabajadores. Todos le mandarán continuamente mensajes sobre cómo debe usted gestionar su empresa. Algunos con más tacto y otros, por las malas. Y sobre todo, cada tres meses, la tita Agencia Tributaria llamará a su puerta para pedirle el diezmo que, de no pagar, le traerá no uno, sino cientos de problemas más.
Y todavía hay quien se extraña de que en España prefiramos el trabajo por cuenta ajena, y si no lo hay, el maravilloso y descansado funcionariado. ¿Emprender? Que emprendan ellos.
La cosa es como sigue: en 2008, según las estadísticas publicadas por la Comisión Europea, de algo más de dos millones y medio de empresas en España, el 93,10 por ciento eran microempresas; esto es, de acuerdo con los criterios contables de la Unión Europea, empresas con un máximo de diez trabajadores, una facturación inferior a los dos millones de euros y un activo no superior al millón de euro. Un porcentaje, por cierto, bastante en la media de la Unión. Si ampliamos el tamaño hasta el concepto pyme –hasta 50 trabajadores de plantilla- el porcentaje llega al 99,2 por ciento.
Es evidente entonces que el empleo, en España –como en cualquier otro país de la UE- se crea gracias a las pequeñas empresas. Entonces ¿a qué esperamos para facilitar la creación y la vida de estas indispensables células en el cuerpo de la sociedad?
Fíjense: si uno quiere abrir un pequeño negocio, lo primero que tiene que hacer es armarse de valor y enfrentarse al Ayuntamiento de turno. Necesitamos Licencia de Obras para adecuar el local y Licencia de Apertura una vez que el local esté listo.
Pero claro, no es sólo el coste económico de estas tasas –al fin y al cabo, auténticos impuestos al emprendedor-, sino que probablemente en la documentación de la Licencia de Apertura nos encontraremos con que necesitamos un proyecto técnico firmado por un arquitecto colegiado. O sea, multiplicando el coste original por dos.
Si además tenemos en cuenta que entre que solicitamos las correspondientes licencias hasta que nos las dan pueden transcurrir dos, tres y hasta cinco meses –dependiendo, naturalmente, del grado de ineficiencia del correspondiente Ayuntamiento-, pues nos encontramos con que tenemos que disponer de un local –alquilado o comprado, me es lo mismo: generando coste- sin poder abrir el negocio y, por tanto, sin generar ingresos. Teoría económica de la lelocracia, o sea.
Ahora, váyase usted al banco, a ver si tiene suerte y al menos le dejan entrar. Está claro que el bancario local le va a pedir mucha pasta para poder asegurarse de que usted devolverá lo prestado. Y digo yo: si ya tengo la pasta que aseguraría la devolución del préstamo… ¿para qué diablos pido un préstamo?
Más aún, acuda a su Oficina de Fomento local para preguntar por las posibles subvenciones a que tiene derecho. Si tiene suerte, y se encuentra con que reúne los requisitos para alguna de estas ayudas, amárrese los machos cuando decida preparar la documentación para solicitarla.
Por supuesto, su proyecto tendrá más subvención cuanto más empleo neto cree. Así que se va usted a un asesor a enterarse de cómo puede contratar personal. Y cuando le diga el asesor que la normativa básica laboral española se basa en los mismos principios desde antes de que se muriera el general Franco, échese directamente a llorar.
Aunque a lo mejor piensa usted que, ya que ha llegado hasta aquí, no puede echarse atrás. Así que se decide y abre, por fin, su anhelado negocio, su oportunidad de oro de tener un trabajo rentable, por su cuenta, sin un jefe que le diga qué tiene que hacer y cómo lo ha de hacer.
Efectivamente, sin un jefe. Ahora tendrá tantos jefes como personas se relacionan con su empresa. Los clientes, los proveedores, los bancos, los trabajadores. Todos le mandarán continuamente mensajes sobre cómo debe usted gestionar su empresa. Algunos con más tacto y otros, por las malas. Y sobre todo, cada tres meses, la tita Agencia Tributaria llamará a su puerta para pedirle el diezmo que, de no pagar, le traerá no uno, sino cientos de problemas más.
Y todavía hay quien se extraña de que en España prefiramos el trabajo por cuenta ajena, y si no lo hay, el maravilloso y descansado funcionariado. ¿Emprender? Que emprendan ellos.
MARIO J. HURTADO