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Política versus publicidad

La campaña electoral, sensu stricto, no ha comenzado aún, pero los candidatos llevan muchas semanas recorriendo España en una precampaña que sólo se diferencia de la reglada por la falta de carteles en la calle y espacios publicitarios, gratuitos naturalmente, en las televisiones públicas.

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Es decir, estamos asistiendo a una propaganda nada subliminal mediante la celebración de convenciones y reuniones de todo tipo que persiguen simplemente mantener de actualidad a unos personajes que se limitan a expresar frases sencillas, cortas y contundentes para que sean reproducidas en los titulares de los medios de comunicación.

Mariano Rajoy, seguro de su triunfo, se dedica a esperar confiado la confirmación de una mayoría absoluta con la que conducirá su previsible Gobierno por las sendas de un programa propio, sin necesidad de negociarlo con las demás fuerzas del nuevo Parlamento, pero evitando escrupulosamente desvelar su contenido y las medidas que piensa adoptar para afrontar los múltiples problemas del país.

Nunca antes ningún candidato se había bastado con el desgaste del adversario para alcanzar la victoria, sin al menos confrontar sus propuestas con las del derrotado. Es tan deslumbrante su aura que lo aísla de los casos de corrupción en el seno de su formación, como los Gürtel, Brugal y otros, que están siendo investigados por la justicia.

Rajoy se dedica a desgranar como un mantra los errores cometidos por el Gobierno socialista del presidente Zapatero, al que hace responsable de cualquier situación negativa, como la persistente crisis económica que afecta al mundo occidental, si ello influye desfavorablemente en la opinión pública.

Es por lo que ni siquiera se admiten méritos en la lucha antiterrorista del Gobierno, cuando prácticamente su gestión política y policial ha arrinconado a la banda ETA hasta su próxima e inevitable desaparición.

Por su parte, Alfredo Pérez Rubalcaba, uno de los gestores mejor dotados del PSOE, se enfrenta a su propia veteranía en el Poder a la hora de convencer al electorado sobre la bondad y necesidad de unas iniciativas que bien podría haber impulsado cuando era responsable de alguna de las diversas carteras ministeriales por las que ha pasado.

Sus propuestas quedan, nada más pronunciarlas, impregnadas de una pátina de incredulidad por cuanto no fueron adoptadas cuando se controlaban los resortes para imponerlas, por mucho que ahora resulten adecuadas, en gran medida, para la coyuntura presente.

Incluso su eficaz trabajo en el Ministerio del Interior, con la cuasi derrota del terrorismo o la contundente actuación para hacer bajar el número de fallecidos en carretera, no se computan como “haber” en el balance de Rubalcaba, máxime si el caso Faisán, un turbio asunto en el manejo de la última tregua de ETA, pudiera -como desea la oposición- alcanzarlo, cosa poco probable.

Visto lo cual, la precampaña adolece de una falta de ideas que estimulen el debate entre los ciudadanos y, lo que es peor, parece sintomática de una estrategia anodina, en la que los conceptos y los proyectos son sustituidos por mensajes emocionales, dirigidos a pulsar la fibra sensible de los votantes, no a que piensen ni discutan los programas.

Tal es el propósito de los que, por una parte, aluden al avance de una derecha irredenta, dispuesta a aplicar la tijera en los gastos de un Estado de Bienestar que poco a poco se va deshilvanando. Y por otra, la que propaga el despilfarro y la incapacidad para evitar las insoportables tasas de desempleo que asolan el mercado del trabajo español, junto al supuesto desprestigio de la política exterior y la posición internacional del país.

Ninguno de los dos grandes partidos con capacidad de gobernar se preocupa por hacer públicos sus planes para estimular la economía y el empleo, las políticas sociales, la reforma de la ingente Administración del Estado en su dimensión central, autonómica y local, los proyectos consensuados para afrontar una decidida modernización de la educación, la justicia y la sanidad para hacerlas más eficientes, sostenibles y equitativas, independientemente del gobierno de turno, priorizar determinadas infraestructuras que potencien la producción de riqueza, la equipación y volumen de nuestros Ejércitos, nuestra relación con Europa, la política energética, la agricultura y demás asuntos.

Entre los programas ocultos de unos y las generalidades poco creíbles de otros, la campaña electoral se antoja desprovista de los elementos de juicio imprescindibles para una elección con criterio.

La utilización de un lenguaje deliberadamente ambiguo y la consideración del cuerpo electoral como sujetos sin capacidad de discernimiento, son el resultado inevitable de un bipartidismo que se preocupa primordialmente de alternarse en el Poder, despreciando el derecho al conocimiento de los ciudadanos acerca de los modelos de sociedad, y los instrumentos para lograrlos, a que aspiran las fuerzas políticas en liza.

Rajoy y Rubalcaba, Rubalcaba y Rajoy, se reducen a emplear eslóganes insustanciales nacidos del marketing político que los publicistas les brindan para la venta de sus productos. Se comportan como comerciales de un bien de consumo perecedero, que apenas satisface necesidad básica alguna, aunque lo que se dirime sea la convivencia de la sociedad en su conjunto y los planes para un futuro común.

Pensándolo bien, todo ello es el resultado de la prevalencia incuestionable del mercado, que todo lo impregna, hasta la política. Ya no hay campañas políticas, sino publicitarias, en la más peyorativa de las acepciones.
DANIEL GUERRERO
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